diumenge, de febrer 25, 2007
Diumenge, 25 de desembre
Sons amb sentit
Manuel Vicent. Sonidos
El latido del corazón de la madre que oye del feto es semejante al zumbido rítmico que le llega al vecino de la primera planta desde la discoteca situada en el sótano. Ese sonido sincopado que nos martilleó antes de nacer y que ya hizo vibrar nuestras mucosas más íntimas lo reencontramos visceralmente a lo largo de la vida en el compás de ciertas melodías. Cuando pasa un coche vomitando por las ventanillas unas descargas salvajes de música bakaladera, pienso que el interior del vehículo es una placenta y que el tipo al volante se cree aún en el vientre de su madre. Han desaparecido los sonidos medievales: el yunque del herrero, el grito del buhonero, la trompetilla del pregonero, el rebuzno del asno en la soledad de la era a las tres de la tarde. En medio de aquel silencio compacto, que reinaba antes de que se inventaran los motores de explosión, de pronto, las campanas, los cohetes, el jolgorio de la multitud, las cornetas y tambores tenían un sentido orgiástico. Servían para que la gente, después de un largo periodo de tedio, reventara por dentro el día de fiesta. Hoy aquellos sonidos ya no son reconocibles. Se los han engullido los tubos de escape, las sirenas de las ambulancias, las taladradoras y el estruendo insoportable del tráfico. No obstante, quedan todavía algunos sonidos antiguos muy misteriosos. Ninguno tan aterrador como aquel cántico guerrero que oí una noche desde el exterior del campo de refugiados hutus en Tanzania. De pronto, en la cerrada oscuridad comenzaron a verse enormes fogatas en el campamento y en medio del resplandor de las llamas un coro de miles de voces se apoderó de todo el espacio de Benako. Aquel himno de guerra tenía un ritmo entreverado de rock y tam-tam cuyo eco se multiplicaba en el fondo de los valles. Los refugiados hutus parecían dispuestos a saltar todas las vallas para volver a Ruanda con la intención de vengar su suerte con una nueva fiesta de sangre. Después, no lejos de allí, en las reservas de Serengeti y Masai Mara en mitad de la noche también oí el fragor de las fieras que cazaban y se apareaban. Toda la sabana hervía de aullidos desgarrados, de los cuales unos eran de agonía y otros de máximo placer, mientras el sonido de un mosquito cruzaba una y otra vez la habitación buscando el modo de atravesar la mosquitera. Bastaba su hilo vibrátil para que el sueño se convirtiera en la pesadilla de un bombardeo. Oh, tiempos aquellos en que el rebuzno de un asno se oía a un kilómetro de distancia y se engullía todo el silencio.
El País/25-2-07
dijous, de febrer 22, 2007
Dijous, 22 de febrer
"Somos una sociedad muy insolente"
C. Geli 22/02/2007. Salvador Giner recibió ayer el Premio Nacional de Sociología
Pregunta. No regresó a Barcelona hasta 1990. ¿Qué le llamó más la atención al volver?
Respuesta. La transformación de España de un país semirural ha urbanizado en tan poco tiempo. Lo que en el norte de Europa se tardó 120 años, aquí se hizo en 30. Todo el mundo habla de la transición política, pero la cultural ha sido la más extraordinaria. España era un país que quemaba iglesias y los católicos mataban masones. Pues 40 años después, las iglesias están vacías. Se ha sustituido quemar las iglesias por la indiferencia a ellas. Un salto brutal. En cambio, el salto étnico-cultural ha sido pequeño: el catalanismo, el andalucismo... se han reafirmado. Las identidades colectivas hispánicas se han intensificado. Quizá sea fruto de un proceso compensatorio de pérdida de esa personalidad.
P. También se ha perdido solidaridad y ciertas convenciones sociales. Tanto, que usted ha escrito hasta un manual de civismo con Victoria Camps. ¿Qué pasa?
R. A mí ha interesado mucho siempre el altruismo cívico, de qué manera los ciudadanos se organizan para los otros... Lo que ocurre es que no estamos bien educados. Vienen inmigrantes en masa, hay muchos españoles que han crecido con el televisivo Gran Hermano como referente, que no saben qué son, aparte de mileuristas. Hay una descomposición social gravísima. No tienen referentes. Se da en las sociedades occidentales un alto grado de falta de orientación, a lo que nos ha llevado el capitalismo concurrencial, una máquina de crear frustrados. Y si no tienes una religión, cualquiera, te vuelves agresivo. A esta gente la frustras y mañana muerden.
P. ¿Por eso los padres y los alumnos pegan a los profesores?
R. Se piensa que la escuela es un lugar para aparcar el niño y que allí ya le enseñarán lo que no les enseñan los padres. Se le pide mucho a la escuela y nosotros no le damos lo que necesita. Si queremos una sociedad moderna necesitamos capital social y capital humano. Y eso se consigue con grandes escuelas. Además, antes había un respeto por el que sabía más que tú que se ha perdido. Somos una sociedad muy insolente. Hemos dado tantas cosas a nuestros niños que ahora les damos hasta insolencia. Insolencia y caos. Hay un problema de anomía o falta de ley. No tenemos creencias: somos indiferentes a la iglesia y al partido comunista, por simplificar así las ideologías. Estamos perdiendo referentes. Se disgregan los valores.
P. ¿En esa disgregación se incluye la corrupción urbanística?
R. Corrupción ha habido siempre, pero ahora es hiperbólico. La clase política nos ha traicionado de la manera más vil: han destrozado el país. Fíjese: Marina d'Or, Benidorm... No hay coraje moral de legislar según qué. Tenemos unos políticos que no nos los merecemos.
P. Pero estos políticos salen de esta sociedad...
R. Sí, es una sociedad en descomposición moral. ¿Qué no lo ve cada día? ¿Y las mujeres maltratadas? ¿No es evidente que hay una descomposición moral en España? A esta sociedad le falta tensión moral. Y patriotismo.
P. ¿Patriotismo?
R. Tanto en España como en Cataluña hay nacionalismo, pero no patriotismo. El que quiere a su país no destroza su paisaje o tira papeles al suelo. Eso es virtud patriótica. La media cívica española está muy por debajo de Holanda e Inglaterra. Eso es mesurable.
P. ¿Nos pueden sacar de eso la sociedad de la información?
R. No creo en ella. Es una inflación de información por unos medios tecnológicos que lo facilitan. De eso, se venda como se venda, no puede venir nada bueno.
El País/22-2-2007
diumenge, de febrer 04, 2007
Dilluns, 5 de febrer
Desastre de cajón de desastres
Maruja Torres
De la no confesada decisión de aplazar y de la pereza que provoca poner en orden en nuestras cosas aparentemente secundarías viven los cajones menos frecuentados de nuestras vidas, aquellas plazas huecas que acogen lo que nos negamos a clasificar; lo que no queremos afrontar; recordatorios de las citas a las que no acudiremos y también reminiscencias de encuentros que no resultaron tan bien como preveíamos, que incluso resultaron fatales, humillantes, vergonzosos.
A la izquierda de mi mesa, de cualquier mesa en cualquier lugar del mundo –sea un escritorio o uno de esos muebles como espejo de habitaciones de hotel o apartamentos alquilados, que solo sirven para albergar cajones, pese a haber sido diseñados para que las damas recompongan su aspecto-, hay siempre un cajón hondo, el predilecto para estos casos, en el que arrojo cuanto va segregando mi paso por la ciudad. Un botón de un tejano que se descosió y que me resisto a coser porque no sé en dónde he puesto el hilo y las agujas que sí, estoy segura, traje conmigo, y que también se encuentra en este cajón, solo que no lo sé y no me apetece meter la mano a fondo.
Cuando me preparo para abandonar un lugar por otro, un paisaje por otro, me es ineludible vaciar el contenedor en desorden en que se ha convertido lo que al principio era sólo una boca cuadrada y vacía, una especie de mandíbula abierta sin carácter. Sí, sí. Vayan metiéndole cositas al coleto y verán que pronto ese agujero se hace con algunos secretos de sus vidas. Es pavoroso. Lo pongo boca abajo –algunos no se dejan, y entonces extraigo el contenido a puñados, sin mirar-lo, temeroso de lo que pueda contarme- sobre la cama recién hecha y vuelco sobre la pulcra superficie todo lo que he ido amagando: en la esperanza de que los peores recuerdos hayan caducado ya, supongo. Mas ahí están. Nada dura más que un abandono mal curado.
Folletos de pequeños aparatos, grabadoras, teléfonos; y de grandes aparatos – nevera, televisor- que he escondido ahí debajo para no tener que aprenderme las instrucciones. Nunca lo hice y por ello nunca obtengo el rendimiento, aunque confieso que a veces, en el vater, lamento no haber traído conmigo literatura: los folletos podrían servir.
Pero esa factura por la compra de libros que debo conservar para la declaración de la renta de autónomos despierta memorias de la persona que me los recomendó. Cuando lo hizo creía que nos volveríamos a ver; tuvo que partir al día siguiente, reclamado por una urgencia de su trabajo, hemos perdido el contacto, yo he leído los libros y no los hemos podido comentar. Queda sin pronunciar, pues, el esmerado discurso dedicado al análisis literario de las mencionadas obras, en un intento de impresionar: bueno, te encoges de hombros, al menos las leíste, eso no te lo quita nadie, chica, la cultura no ocupa lugar.
¿Y eso qué es? La tarjeta de un proveedor de lo último en carbón para narguiles, el carbón de coco, definitivamente más adecuado para el medio ambiente y más económico. Te la dieron, la tarjeta, una noche loca en que las olas del Mediterráneo restallaban en las farolas del paseo. Era luna llena.
¿Y esto? Esto es un boleto de loto que alguien a quien improvisadamente invitaste a comer te regaló, aleccionándote: “La loto es nuestra última esperanza”, sin escucharte cuando tú le decías que también en España existe el cupón de la ONCE. Finalmente te presta atención, pero cómo explicarle a alguien lo que es la ONCE.
Y esos pequeños plásticos con los que se sujetan los cables de los aparatos pequeños. Siempre los necesito, pero siempre olvido que los dejé agonizar en el cajón de las tonterías perdidas, desastre de cajón que aunque hoy vacíe y clasifique, aunque hoy rescate la paja de la paja, como si dijéramos, reproduciré en el próximo lugar al que llegue, aunque sea mi hogar nuclear; mi patria chica de cajón, mi cajón madre.
Todos necesitamos creer que podemos arrumbar lo que nos perturba. Por suerte, de vez en cuando existe la llamada del deber, y ponemos orden. En el cajón dichoso y en nosotros.
El País/PS/4-2-2007