diumenge, de maig 29, 2005

Diumenge, 29 de maig

Impostores

Rafael Argullol


En el oscuro caso de Enric Marco, el representante de deportados que nunca fue deportado a un campo de concentración, han sido muchos los que han tirado la primera piedra para su lapidación moral, pero ¿es fácil estar libre de pecado cuando se habla de impostura? Podrá decirse que aquel caso pertenece a la región más delicada de la historia moderna. Con razón. Sin embargo, no deja de resultar chocante la impunidad con que se habla de la impostura. Está claro que el impostor es siempre otro, del que se descubre repentinamente una falsa identidad.

¿Hay algún hombre que en alguna u otra media no lo sea? No lo creo. A veces incluso lo ignora con la misma ignorancia de esos pueblos que crean grandes crónicas nacionales atendiendo exclusivamente a la luz y no a la sombra. Somos impostores porque reinventamos continuamente nuestro pasado. Si hurgáramos en la herida, antes o después encontraríamos el fraude, sin quedar evidente, seguramente, si la impostura estaba en el ayer o es cosa del presente.

¿El impostor es el millonario de intachable reputación o el que un día convirtió aquella estafa en una oportunidad?, ¿el impostor es el revolucionario transformado en conservador o aquel rebelde que quizá ya tenía miedo de su propia rebeldía?, ¿el impostor es el que va por este camino habiendo proclamado el camino contrario? A estos virajes en la política, la economía o la moral no los acostumbramos a llamar impostura, sino evolución. Y no obstante, hubo una identidad que muchos mantienen en secreto porque creen que afecta a la que ahora presentan públicamente.

Incluso en la esfera más íntima es difícil trazar una nítida frontera entre la evolución, propia, según decimos, de la experiencia, y la impostura, que juzgamos como un engaño inaceptable. ¿Somos impostores o simplemente hemos evolucionado cuando nos olvidamos de aquellos ideales, cuando renunciamos a aquellos horizontes, cuando nos mentimos sobre lo que fuimos? Es difícil contestar y afortunadamente, por lo general, nadie nos obliga a hacerlo. No hay un centinela de la impostura que controle nuestros movimientos a lo largo de la vida. Si lo hubiera, su poder y su responsabilidad no tendrían parangón.

Tengo un amigo que azarosamente pudo erigirse en centinela de la impostura. Por razones que ahora no vienen al caso, un abogado, al morir, le legó una extraña herencia: el documento con las diligencias policiales de una gran redada ocurrida en Barcelona en los últimos años del franquismo. Como a mi amigo le pesó desde el principio un legado tan peculiar, quiso compartir conmigo la carga y accedí a leer el documento. Era un texto extenso y farragoso, con una redacción tan sórdida como su propio contenido en la que se podía apreciar la altura intelectual de los interrogadores. En el laberinto de nombres correspondientes a detenidos (siempre desagradable: el "sujeto", el "susodicho", el "mentado", "alias"...) aparecieron ante mis ojos los de varias personas que, tantos años después, se habían convertido en personajes. La turbadora particularidad era que un par de ellos aparecían en el documento como delatores de los demás detenidos.

A mi amigo el documento le quemaba porque no sólo sabía quiénes eran estos dos hombres, sino que los conocía personalmente. Con respecto al primero, un profesional de gran prestigio -no diremos en qué campo-, no albergaba ninguna duda puesto que era alguien que nunca daba lecciones de moral. Era un hombre que había sufrido una dura prueba, pero no lo tenía por impostor. El caso del segundo le llevaba a las conclusiones opuestas. El personaje en cuestión era un hombre público -tampoco diremos en qué ocupación-, con importantes responsabilidades, y por añadidura alguien que sí daba lecciones de moralidad con una arrogancia sólo explicable, desde luego, por aquel episodio que el maldito documento relataba.

Mi amigo, un individuo pacífico y proclive a la conciliación, tuvo, a su vez, sus dudas morales. ¿Debía callar, aceptando la mentira de un tipo que, por otra parte, se le hacía insoportable o, por el contrario, debía ejercer el papel de centinela de la impostura que una herencia había puesto en sus manos?

Durante mucho tiempo vaciló; mientras, el peso del documento aumentaba tanto que amenazaba con aplastarle. Viendo lo que le ocurría, le aconsejé que prendiera fuego al documento, una decisión que escandalizará a cualquier historiador que ahora lea estas líneas. El ánimo de mi amigo mejoró rápidamente y además, como en los cuentos orientales, el antiguo delator, al que nunca denunció, fue apartado de su cargo y dejó de dar lecciones de moralidad.

Cuando recordamos el tema mi amigo dice: "Tampoco yo estaba libre de pecado".

El Pais/ 29-5-05