diumenge, d’agost 22, 2004

Diumenge, 22 d'agost


¿Cuánto duran las pilas?

Juan Cueto

piles
Lo primero que hago cuando estoy metido en el supermercado de mi barrio agarrado al carrito de la compra es ponerme las gafas para leer las minúsculas fechas de caducidad. Mi último pensamiento cuando hago cola delante de la caja registradora de salida también está relacionado con el gran asunto filosófico del tiempo: compro pilas de todos los formatos, marcas, colores y voltajes. Mi problema número uno és que no sé cuánto duran las cosas, sobre todo las pilas. En otro tiempo no era así. Pasaba de las fechas de caducidad, me olvidaba de las pilas que están al lado de la señorita cajera, me metía de lleno en historias que yo creía imperecederas, vivía y derrochaba el presente como si fuera inagotable, un presente continuo, y jamás leía las instrucciones de las cosas, los alimentos, las personas y las sociedades anónimas. Era la fase optimista de la vida. Hasta que un día, viendo en la plataforma digital un documental de Discovery, descubrí que también el optimismo (un mero asunto bioquímico) tenía su fecha precisa de caducidad, necesitaba recargar las baterías y estaba muy sometido al maldito segundo principio de la termodinámica: como los yogures, los cacharros que funcionan a pilas, las pilas y hasta los zapatos Camper; que son los mejores del mundo.

Desde entonces, por culpa del documental de Discovery, ando obsesionado con la tasa de obsolescencia de la vida, las cosas y los sentimientos. Compro más pilas de las que necesito, estoy únicamente atento a las fechas de caducidad y sólo pienso en el segundo principio de la termodinámica cuando se presenta una nueva historia, aventura, oportunidad o novedad que sea. Ojo, me digo ahora, suceda lo que suceda, siempre acabará mal, se le agotarán las pilas y no hay piezas de recambio. Para los que disfrutamos en su día de una innata y estupenda bioquímica optimista, se nos hace muy cuesta arriba admitir que hemos llegado a la fase de pesimismo, y estoy esperando como agua de mayo otro documental de Discovery que explique con el mismo lujo de detalles que mi actual manía de acumular pilas, productos, historias y aventuras de larga duración, tipo Camper, también es un proceso invitablemente bioquímico y muy natural a estas edades.

Pero del pesimismo bioquímico no dan explicaciones científicas consoladoras, nos dejan solos con nuestras propias neuras, mientras que todos los días aprendemos cosas nuevas y muy precisas sobre la degradación del optimismo. Es más, eso de medir la duración del presente, las pasiones humanas o las cosas del supermercado se está convirtiendo en todo un género periodístico. Ayer, por ejemplo, he pillado un sesudo artículo traducido de una revista científica de Zúrich en el que se afirma que el presente sólo dura tres segundos. El tiempo exacto para pestañerar tres veces, atrapar 24 imagenes por segundo, archivarlas ahí arriba, en el hemisferio correspondiente, y cambiar de mirada. Exactamente como en los videoclips del hip-hop. Todo lo demás, dice el sabio alemán, es pasado, mera memoria, o una simple ilusión cultural que fabrica el cerebro como conjura de ese presente que se agota en un abrir y cerrar de ojos: una suma de instantes divididos en planos de tres segundos y luego montados aceleradamente en la regía audiovisual del cerebro. Una minificación de tres minutos, como máximo.

Pero todavía es la actual explicación bioquímica del sentimiento humano por excelencia. Resulta que el amor dura 3 años. No sólo lo dice el divertido Beigbeder (en su penúltima novela en anagrama se titula justamente así) sino que acaba de publicarse en Francia un ensayo serio, y muy aburrido, del neurobiólogo Lucy vincent (Commnent devient-on amoureux? Odile jacob) en el que explica cuánto dura la célebre conmoción sentimental que mueve el mundo. Treinta y seis meses es el tiempo que las batas blancas les dan a las pilas internas que encienden la pasión humana. Un barullo de hormonas, feronomas, domapimas y endomorfinas que drogan los cerebros de la pareja. El tiempo de fabricar un bebé y educarlo. Al cabo de tres años, se agotan las pilas y hay que inventarse en plan bricolaje remedios caseros o darle cuerda vaticana para cargas las baterias, lo cual tiene mucho mérito.

Lo que me llama la atención es que esos laboratorios nunca desmenuzan cosas más interesantes y útiles para la vida cotidiana. Más que el presente y el amor, a mí me gustaría saber con todo lujo de detalles psicoquímicos cúanto duran las pilas del fanatismo, las baterías infantiles de la creencia en Dios, las lámparas incandescentes del maniqueísmo o las recargas del delirio ideológico. Por ejemplo, saber a ciencia cierta un asunto que este verano preocupa a la derecha civilizada del país: cuánto duran las pilas de Aznar. Mucho me temo que son de Duracell, como las de la publicidad de ese muñeco que también toca el tambor.

El País semanal /22-8-2004

dimarts, d’agost 17, 2004

Dijous, 18 d'agost


Mails enviats a Michael Moore

Fahrenheit 9/11’  “Just wanted to let you know that I saw you on Charlie Rose last night and heard you mention that you hope ‘Fahrenheit 9/11’ will get non-voters to register to vote. Well I'm one of those non-voters, but I had been thinking about voting this year because I couldn't stand that clown anymore. I've never been a political person, but after seeing what he's done and is trying to do to this country, and after seeing ‘Fahrenheit 9/11,’ I will be voting for the first time ever! This time it's personal! I feel that my vote will be very important and will hopefully make a difference! Thanks for the great documentaries!” –L.L., Miami, FL


La obra de un patriota

JOHN BERGER

Fahrenheit 9/11 es increíble. No tanto como película -aunque es una película astuta y conmovedora-, sino como acontecimiento. La mayoría de los críticos intentan quitar importancia al invento y menospreciar la película. Luego veremos por qué. El filme de Michael Moore conmovió profundamente a los artistas que formaban el jurado del Festival de Cine de Cannes; parece que el voto para darle la Palma de Oro fue unánime. Desde entonces, ha llegado a muchos millones de personas. Durante sus primeras seis semanas de exhibición en Estados Unidos, los ingresos de taquilla superaron los 100 millones de dólares, es decir -aunque parezca asombroso-, aproximadamente la mitad de lo que ingresó Harry Potter y la piedra filosofal durante un periodo equiparable.

La gente nunca ha visto una película como Fahrenheit 9/11. Los únicos a los que parece haber molestado son los llamados creadores de opinión en la prensa y los medios de comunicación.

El filme, considerado como acto político, puede constituir un hito. Ahora bien, para captarlo del todo hace falta tener cierta perspectiva de futuro. Vivir con la vista puesta en las últimas noticias, como hacen en general los creadores de opinión, reduce la visión de una persona: cualquier cosa es una complicación, nada más. La película, en cambio, cree que puede contribuir mínimamente a cambiar la historia del mundo. Es una obra inspirada por la esperanza.

Lo que la convierte en acontecimiento es el hecho de que sea una intervención eficaz e independiente en la política mundial inmediata. Hoy en día es raro que un artista (y Moore lo es) logre hacer una intervención de ese tipo e interrumpir las declaraciones preparadas y llenas de evasivas de los políticos. Su fin inmediato es disminuir las probabilidades de que el presidente Bush sea reelegido el próximo mes de noviembre. De principio a fin, invita a un debate político y social.

Denigrarla diciendo que es propaganda es una ingenuidad o una perversidad, porque olvida (¿deliberadamente?) lo que nos enseñó el último siglo. La propaganda exige una red de comunicación permanente para poder reprimir de forma sistemática la reflexión con lemas emotivos o utópicos. Su ritmo suele ser rápido. La propaganda sirve siempre los intereses a largo plazo de alguna élite. Esta película aislada y heterodoxa es, muchas veces, lenta y reflexiva, y no tiene miedo del silencio. Convoca a los espectadores a pensar por sí mismos y relacionar las cosas después de reflexionar. Y la gente con la que se identifica y a la que defiende es la gente a la que no se suele escuchar.

Presentar enérgicos argumentos no es lo mismo que saturar con propaganda. Fox TV hace esto último, Michael Moore hace lo primero.

Desde los tiempos de la tragedia griega, los artistas se han preguntado periódicamente cómo podían influir en los acontecimientos políticos. Una cuestión delicada, porque se trata de dos tipos muy distintos de poder. Existen numerosas teorías estéticas y éticas que abordan este interrogante. Para quienes viven bajo tiranías políticas, el arte ha sido con frecuencia una forma de resistencia oculta, y los tiranos suelen buscar maneras de controlarlo. Sin embargo, siempre ha ocurrido en términos generales y en un territorio amplio. Fahrenheit 9/11 es una cosa distinta. Ha logrado intervenir en un programa político y entrar en su propio terreno.

Para que sucediera así, era necesario que coincidieran diversos factores. El premio de Cannes y el desacertado intento de impedir que se distribuyera el filme fueron factores fundamentales en la creación del acontecimiento.

El hecho de señalarlo no quiere decir, en absoluto, que la película en sí no merezca la atención que está recibiendo. Es recordarnos simplemente que, en el ámbito de los medios de comunicación, un gran acontecimiento (el derribo del muro diario de mentiras y medias verdades) es forzosamente una cosa infrecuente. Y ese carácter infrecuente es lo que ha hecho que la película sea un caso ejemplar. Un ejemplo para millones de personas, como si hubieran estado esperándola.

El filme sugiere que la Casa Blanca y el Pentágono, en el primer año del milenio, cayeron en manos de una banda de matones -junto con su portavoz renacido- para que, a partir de ese momento, el poder estadounidense estuviera prioritariamente al servicio de los intereses mundiales de las empresas. Una situación descarnada que se acerca más a la realidad que la mayoría de los editoriales llenos de sutileza. Sin embargo, más importante que la situación es cómo se expresa la película. Demuestra que, a pesar del poder manipulador de los expertos en comunicación, los discursos presidenciales llenos de mentiras y las ruedas de prensa insulsas, una sola voz independiente, que destaca ciertas verdades que muchísimos estadounidenses están ya descubriendo por sí solos, puede atravesar la conspiración de silencio, la atmósfera artificial de miedo y la soledad de sentirse políticamente impotentes.

Es una película que habla de deseos remotos y obstinados en un periodo de desilusión. Una película que cuenta chistes mientras la orquesta toca el Apocalipsis. Una película en la que millones de estadounidenses se reconocen a sí mismos y ven las formas de engaño concretas que emplean con ellos. Una película que habla de discutir todos juntos sobre sorpresas, en general malas, pero en algunos casos buenas. Fahrenheit 9/11 recuerda al espectador que, cuando se comparte el valor, se puede luchar aunque todo esté en contra.

En más de mil cines de todo el país, Michael Moore se convierte con esta película en un tribuno del pueblo. ¿Y qué es lo que vemos? Bush es claramente un cretino político, tan ignorante respecto al mundo como indiferente ante él. Mientras que el tribuno, preparado por la experiencia popular, adquiere credibilidad política, no como político profesional, sino como la voz que expresa la ira de una multitud y su deseo de resistir.

Hay otra cosa increíble. El objetivo de Fahrenheit 9/11 es impedir que Bush arregle las próximas elecciones igual que arregló las anteriores. Su centro de atención es la guerra de Irak, totalmente injustificada. Pero su conclusión va más allá de estos dos asuntos. Declara que una economía política generadora de una riqueza que aumenta sin cesar, rodeada de una pobreza que también aumenta de forma desastrosa, necesita, para sobrevivir, una guerra continua con algún enemigo exterior inventado para mantener el orden y la seguridad en el interior. Necesita una guerra interminable.

Por consiguiente, 15 años después de la caída del comunismo, décadas después del supuesto final de la historia, una de las principales tesis de la interpretación marxista de la historia vuelve a convertirse en tema de debate y posible explicación de las catástrofes actuales.

Siempre son los pobres los que son más sacrificados, anuncia calladamente Fahrenheit 9/11 en sus últimos minutos. ¿Hasta cuándo?

No hay futuro para cualquier civilización en el mundo que ignore hoy esta pregunta. Y ésa es la razón de que se haya hecho esta película y se haya convertido en lo que se ha convertido. Es una película que desea, con todo su corazón, que Estados Unidos sobreviva.

EL PAÍS - Opinión - 15-08-2004