diumenge, de juny 27, 2004

Diumenge, 27 de juny


Literatura d'assalt

triclinium Parlar per parlar o escriure per escriure són activitats que ens agrada practicar. Quan ens ho demana el cos o quan volem impressionar. D'això, algú en diria donar la llauna o fotre el rollo. I tindria raó. Perquè, si no es fa bé, pot arribar a cansar. Però... qui no s'ha vestit algun dia de contista, poeta o bufó i ha tirat pel dret sense demanar permís a l'auditori?. El resultat pot ser divers: literatura o incontinència verbal. Javier Marias s'ho planteja també en el seu article "Añoranza del triclinio", i busca els culpables entre els antics romans.


Añoranza del triclinio

Javier Marias

Cuenta Jeròme Carcopino, en su ya viejo libro de 1939 La vida cotidiana en la antigua Roma, que los recitados o las lecturas públicas fueron el verdadero cáncer de la literatura latina, lo que empezó a agostarla. La dificultad y el elevado coste de hacer copias a mano de los textos fueron la causa de esta moda o costumbre que acabó siendo plaga. Al principio eran sólo los escritores célebres, con Plinio el Joven y Juvenal como faros máximos del periodo, quienes invitaban a un escogido grupo de oyentes a su triclinium o salon-comedor y los deleitaban con sus versos o dicursos o incluso sus dramas sin escenario o actores. Pero poco a poco los políticos y los notables, y aun futuros emperadores como Claudio, le vieron la gracia a ser escuchados y reverenciados, hasta el punto de que quienes podían permitírselo se hicieron eregir auditorios en sus domicilios, para albergar a sus oyentes ya no de calidad, sino en cantidad. Y el hábito se extendió de tal forma que hasta quienes carecían de medios para poseer o alquilar una sala se las ingeniaban para soltar sus rollos, y en cuanto daban con un puñado de incautos, ya fuera en el foro, en los multitudinarios baños y aun en las encrucijadas, se apresuraban a desenrollar sus manuscritos sin rubor y les endilgaban sus obras maestras. "Si se examinan los textos de la época", dice Carcopino (no es una exageración mía), "al instante se tiene la impresión de que todo el mundo le estaba leyendo algo a alguien en voz alta, cualquier cosa, siempre en público, mañana, tarde, noche, en invierno como en verano". No quiero ni imaginarme el panorama.

La costumbre, así pues, se convirtió en obsesión: los abogados se apuntaron, y en sus particulares sesiones leían los alegatos que habían pronunciado en los juicios; los políticos pulían sus arengas para inflingirlas luego como composiciones escritas; y hombres de mundo, hacendados, potentados, que jamás habían escrito nada más que por motivos profesionales, no vacilaban en recitar ante sus auditorios el elogio fúnebre que habían improvisado en el entierro de algún pariente. En cuanto a los verdaderos escritores, no perdonaban ni una sola de sus creaciones más nimias y además se mostraban inagotablemente prolíficos, enganchados a las lecturas públicas. Pronto, quienes eran invitados a ellas desearon subir al estrado y ser asimismo anfitriones, iniciandose así una diabólica rotación que convirtió a cada oyente a su vez en autor. Algunos optimistas interesados quisieron ver en ello el triunfo de la literatura, pero más bien fue su calamidad. La gente ya no distinguía entre lo bueno y lo malo, sinó que lo detestaba todo, obligada a prestar atención o a fingir prestarla, a menudo durante horas, y aun empezó a competirse por ver quien mantenía "hechizado" a su público durante más tiempo, una jornada entera ("Totum diem impendere"), sin desdeñar sobrepasarla en varias. Por cuestiones de reciprocidad social o adulación a los poderosos, se seguía asistiendo a los recitados y convocándolos, pero la mayoría escuchaba con náuseas e infinito aburrimiento, tanto lo excelso como lo mediocre y grotesco, y así la literatura perdió toda dignidad y propósito serio. "Cuando hubo tantos escritores como oyentes", concluye Carcopino, "O, como diríamos hoy, tantos autores como lectores y ambos papeles fueron indistinguibles, la literatura sufrió un tumor maligno e incurable". Es el que él mismo llamó "de las falsas vocaciones".

Bien, yo no se quien fue el imbécil que dijo por primera vez aquella cretinada de no irse del mundo sin plantar un hijo, escribir un árbol y tener un libro o viceversa o versavice, pero desde luego le hizo un flaco favor a la literatura, y puede que también a los vástagos y a las plantas. Cada año, en España, oímos los mismos lamentos: la mitad de la población nunca lee un libro y todo eso. A mi me parece que, a pesar de ello, hay más lectores que nunca - o compradores de libros, da lo mismo y no hay forma de averiguar qué hace la gente en su casa con ellos-, y de hecho encuentro asombroso que haya tantos, habiendo tantos autores. Uno lee que a cada premio de novela se presentan unos quinientos originales, y a menos que sean siempre los mismos repetidos (menos uno, el que ganó el anterior), no se acaba de entender que a tantas personas les sobre tantísimo tiempo. Porque hace falta mucho, créanme, sólo para llenar hoja tras hoja, aunque sea de cualquier desastrada manera. Y no hay año en el que no aparezcan volúmenes firmados por abogados, políticos, empresarios y potentados, como en la Antigua Roma, pero además por actores, cantantes, economistas, periodistas extraconyugales, modelos, psiquiatras, diplomáticos, militares, turistas, comadres televisivas, editores, científicos y qué no. Todos estan en su derecho, y jamás me atrevería a calificar de intruso a ninguno: así como nadie (salvo los hermanos Cano) se pondría a componen música sinfónica sin los conocimientos adecuados, cualquier persona analfabeta se siente capacitada para escribir lo que sea; esa es la creencia general y yo no voy a discutirla. Ahora bien, no deja de recordarme a la Antigua Roma que todos sin excepción tengamos algo que contar o decir; y sobre todo que necesitemos publicarlo. A veces pienso que volver sólo al triclinium, y aun al auditorium, sería una bendición para la literatura.

El Pais/ EPS/ 27-6-04

dissabte, de juny 05, 2004

Dissabte, 5 de juny

El cepo

Vicente verdú

catch A pesar de que nuestro saber común admite la abundante cosecha de pesar y adversidad a lo ancho del mundo, la desgracia sigue recibiéndose como una anomalía. Y una anomalía cada vez más dolorosa (e injusta) teniendo en cuenta las infinitas promesas de bienestar fácil e inmediato que ofrece la formidable producción del sistema. Complementariamente, la moral cristiana se funda en la búsqueda de una felicidad absoluta o pura y resultará una grave negligencia (o pecado mortal) abandonar la intención de conseguirla. ¿Qué ocurre, por tanto, a continuación? Que esta fuerte pugna, ansiosa y crónica, estropea la ocasión de ser felices: la tensión destruye la paz y la insatisfacción (o la inestabilidad) se convierte en el estado natural del tiempo.

Los orientales, a quienes tratamos de imitar en los restaurantes, las meditaciones y las salas de gimnasia, igualan la ataraxia a la dicha, y la expectación, por el contrario, a la desdicha. Pero, también, un activo humanismo de nuestro tiempo debería renunciar a la felicidad y asumir, a través de la solidaridad, la empatía o la simple lucidez, la permanente imperfección del mundo. De esta manera se zanjaría el infausto ejercicio de la auscultación interior tratando de verificar, casi sin tregua, si somos más o menos afortunados y respecto a quién o qué.

Esta exploración interior a la que estimula el marketing, la marca, la promoción del viaje o la cosmética, no deja el alma en sosiego y el posible disfrute del mundo se cambia por la neurosis. En realidad, nuestra felicidad occidental se ha visto siempre desplazada del momento presente, sea un poco hacia delante o un poco hacia atrás. Porque incluso cuando sentimos, en vivo y en directo, algunos episodios felices, los disfrutamos en cuanto relatos que obtienen simultáneamente un puesto en el recuerdo.

Las vacaciones que se inauguran estos días proporcionan su máxima cota de bienestar cuando se sueñan o proyectan, y sólo en aquellos momentos en que no se les exige una recompensa concreta. Pensar mucho en la felicidad es el modo más eficaz para ahuyentarla, mientras que olvidarse de ella es, quizás, el cepo más perfeccionado para acogerla.

El Pais, 5-6-04