dijous, de desembre 21, 2006



Divendres, 22 de desembre


Siente un autónomo a su mesa

Empar Moliner


diner Las fechas previas a la Navidad, entre los días 16 y 22, el trabajador autónomo sufre más que nunca los rigores de no estar asalariado. Y no sólo porque no tiene lote, con sus botellas de licor de kiwi y sus aceitunas, ni paga extra, ni lotería comprada por el jefe, sino porque no tiene cenas de empresa. Ustedes no saben lo hermoso que es tener una cena de empresa de la que despotricar, de la que hacer chistes tipo El Club de la Comedia. Es como estar solo en fin de año. Si estás solo, no puedes despotricar como si te toca pasar el fin de año en familia. No puedes decir que pasas de salir y que te quedarás en casita, porque tú no te diviertes cuando toca, sino cuando quieres. Eso se dice cuando se ama, porque cuando se ama ver el discurso del Rey es gracioso, pero no deprimente. El autónomo no tiene amigo invisible con objetos picantes comprados en una sex shop, ni posibilidad de ligoteo con el del departamento de ventas que se ha sentado a su lado. Ni de coger el tradicional pedo. Nada.

Por eso, esta Navidad, fecha propensa a no tomarse tan a pitorreo los libros de Paulo Coelho, lo hago. Llamo a El Mussol, restaurante que estos días está repleto de cenas de empresa, y pido mesa para una. No voy a quedarme sin la tradición. No voy a dejar de coger el pedo de antes de Navidad sólo porque sea una triste autónoma, con mis liquidaciones trimestrales, mis tiquets de restaurante guardados en el cajón de las cosas desgravables y mi soledad laboral.

En el Mussol de la calle de Casp comprenden muy bien mi pesar y me dan una mesa. Les cuesta, porque estos días lo tienen lleno de grupos y más grupos. Llego a las nueve y espero a que el maître venga a sentarme. Delante de mí, una chica pregunta si han llegado ya los de Coinsa. (Será una empresa). Le dicen que sí, que a la derecha tienen la mesa. Yo, en cambio, le digo a la señorita que ya he llegado yo. La única persona de mi mesa. Me acompaña al rincón y me desea una feliz Navidad.

A mi alrededor, no hay un solo comensal que no pertenezca a un grupo de empresa. Sé reconocerlos a la legua. La diferencia de edad y de vestuario hace que adivines quién es quién. La secretaria, la contable, los dos dueños, el repartidor... Gente que nunca compartiría una cena. Tal vez alguno de ellos adivinará mi condición de autónoma y me sentará a su mesa, como a los pobres por Navidad. A mi derecha, hay una mesa para seis, y a medida que van llegando los comensales dejan un paquetito en una bolsa grande. El amigo invisible... Qué nostalgia ajena siento. La que parece la secretaria, una chica de uñas rojas como si acabara de arrancarle el corazón a un pollo, dice: "Espero que todos hayáis cumplido lo de no pasarse de 30 euros. Que luego hay unas diferencias increíbles...". El que parece uno de los jefes asiente con la cabeza al tiempo que añade: "Lo mío es una tontería. No me acordaba". Y dirigiéndose a la presunta secretaria, añade: "Por poco te mando a ti a comprarlo, Paula". Y ella se ríe y hace un gesto con las manos como de querer estrangularlo.

El camarero ya les toma nota. De primero tienen el clásico, ya mítico, picoteo. Adivino que han pedido el menú caro, el de 32 euros, porque yo he pedido el barato, el de 28 con 55, y no tenemos lo mismo. Ellos comerán tabla de quesos, tabla de embutidos ibéricos, tabla de patés artesanos de pato, variado de verduras a la brasa y pan con tomate. Yo, en cambio, un plato que se anuncia como "escalivada de la masía", además de verduras a la brasa, champiñones de Osona a la brasa y tabla de embutidos de "ca la petita". De segundo, en cambio, ellos y yo tenemos lo mismo: el no menos clásico entrecot con patatas y champiñones. Claro que, la segunda opción de ellos es magret de pato y la mía cordero. En cambio, no comprendo por qué razón ellos de postre tienen helado de turrón y en cambio yo, que tengo el menú barato, puedo pedir postres a la carta.

Con emoción asisto a un momento privilegiado. En la mesa del fondo alguien pide silencio golpeando la copa con el tenedor. Habla la jefa. Pero no la oigo, porque el amable maître, al verme tan sola, me da conversación. Me cuenta que las reservas de grupos muchas veces fallan y que para curarse en salud les piden una paga y señal. "Los compañeros del otro Mussol me han comentado que les acaban de anular una mesa de 70. Imagínese...". También me cuenta que los de la mesa larga son de una emisora de radio y que el menú lo paga la empresa. "Si paga la empresa están mucho más relajados", me explica. Y añade: "Emborracharse no se emborrachan, pero sí que puede pasar que alguno no se acuerde de que está casado...".

Pasan las horas, llegan los postres y asisto a otro momento privilegiado de las cenas de empresa. Me refiero, claro está, a la transformación de las copas. Las copas que contenían vino, ahora contienen vino, pan, agua, aceite y vinagre. Esto me hace sentir una nostalgia empresarial como nunca había sentido. Ser asalariado, según como, tiene sus ventajas. Ahora me haré el amigo invisible. Y, luego, con las copas, me meteré mano, a ver si me dejo. Si en el Mussol no tienen sitio, iré a La Rueda, que también es muy tradicional. O al Vinya Roel. La cuestión es celebrar con tus seres queridos que llega la Navidad, aunque tus seres queridos seas tú mismo, triste autónomo.

El País/21-12-06

diumenge, de novembre 26, 2006



Diumenge, 26 de novembre

Ladrón de autobús

Enrique Vila-Matas


otto Dix/Bildnis Frau Martha Dix, 1923 1. "La vida es una sorpresa, de modo que también puede serlo la muerte".

(Oído en un autobús de la línea 24 el 15 de noviembre de 2006)

2. A veces tengo la impresión de que, en el autobús de la línea 24, el que va en Barcelona por el paseo de Gràcia, Lesseps, parque Güell y el Carmel, algunos pasajeros ponen a buen recaudo sus conversaciones cuando me ven. No en balde llevo tiempo ejerciendo de espía casual de los diálogos casuales que se oyen en ese autobús que tantas veces me rescata del centro de la ciudad y me lleva a casa. No es que esté siempre por la labor de escuchar, de espiar. He pasado por periodos de abstinencia, de extrema discreción. Pero siempre acabo cayendo en la tentación y escucho algo. El 24 es mi universidad. Y no es ningún secreto que tengo una gran carpeta en casa, un archivo de frases y conversaciones escuchadas a través del tiempo en la línea 24. Podría escribir una novela infinita como aquella que quería hacer Joe Gould sobre Nueva York. He robado o registrado todo tipo de frases sueltas, conversaciones extrañas, disparatadas situaciones.

3. Un ladrón del tres al cuarto me roba protagonismo desde hace tiempo. Le llaman directamente el "lladre del 24". En cuanto sube al autobús, con su chaqueta en el brazo, preparado para desvalijar a alguien, los pasajeros que le conocen advierten espontáneamente a gritos a los incautos.: "¡Cuidado con los bolsos!", "ha pujat el lladre del 24!". La escena es siempre conmovedora y tiene grandeza y hasta algo de épica popular, recuerda a M, el vampiro de Dusseldorf, aquella película de Fritz Lang en la que la gente se moviliza para estrechar el cerco de un delincuente. Al forajido habitual le han detenido unas 500 veces seguidas, pero siempre le sueltan y regresa al 24, donde es terriblemente famoso y aseguran que hasta feliz. No parece interesarle una línea distinta ni otro autobús. Le debe de encantar repetirse.

4. Algunas frases antológicas oídas y consecuentemente anotadas en el autobús de la línea 24 a través del tiempo:

"Tiene siempre los pies en las nubes" (2 de junio 2003).

"En la vida hay que saber soportar las injusticias, hasta el momento en que puedes cometerlas tú mismo" (7 de enero de 2006).

"En el aeropuerto hay mucha policía para la inspección de la pasta dentífrica" (el otro día, sin ir más lejos, el 2 de noviembre de 2006).

"Vamos servidos de huesos" (el mismo 2 de noviembre).

"Le regalé unas magnolias y no me lo perdonó nunca" (14 de diciembre 2005).

5. Ayer iba yo de pie y con el autobús a rebosar (en medio mismo del populus, como lo llamaba alguien). Iba apoyado distraídamente en una de las barras de la plataforma central del 24 (no confundir con el B-24, en el que realiza sus largos viajes mi amigo Pérez Andújar) cuando oí que a mi lado una mujer hablaba por su móvil y decía: "Voy a bajarme ahora, en Fontana. Tengo 48 años, pero no sé si los aparento. No soy guapa ni fea. No ha de ser difícil que des conmigo".

Iba junto a mí, al lado mismo, pero de espaldas, de modo que no le podía ver la cara, a menos que diera dos pasos (imposibles) para ponerme delante de ella o hiciera un gesto con la cabeza muy forzado que habría quedado, en el autobús tan concurrido a aquella hora (como sardinas en lata íbamos), muy poco natural.

Aquel "no soy ni guapa ni fea" me llegó al alma. Era una frase que había oído mil veces, pero que ahora escuchaba con intensidad desacostumbrada. ¿Se puede realmente ser algo intermedio? ¿Qué podía haber ocurrido en la vida de aquella mujer para que se valorara tan poco a sí misma y no tuviera problema en formularlo en voz alta? Tal vez era muy fea y entonces la frase tenía más sentido, porque prefería negar que era horrenda. ¿O simplemente le gustaba ser una mujer común, del montón, humilde, sencilla, de las que no llaman la atención? ¿Le gustaba ser modesta?

Junto a las preguntas, la curiosidad por verle la cara. Si no era horrendamente fea, tenía que ser guapa o tener una vaga tendencia a serlo. Me quedé plantado allí (no tenía, por otra parte, otro remedio que estar así, plantado) en medio de la plataforma del autobús, aguardando a que ladeara la cara o hiciera cualquier movimiento y pudiera ver su rostro. Pero no se movía, o no la dejaban moverse. Vista de espaldas, era bajita, vestía de forma muy corriente, llevaba una bolsa de El Corte Inglés que habría resultado un dato para identificarla más útil que aquel "no soy ni guapa ni fea". Por un momento, pensé en seguirla cuando se bajara en Fontana y ver con quién se encontraba, entrar de lleno en el comienzo de una novela real. Pero seguirla me pareció una excentricidad y, además, corría el riesgo de adentrarme en una aventura ni guapa ni fea y encima llegar tarde a casa.

Esperé pacientemente para verle la cara. Cuando el autobús se detuvo en Fontana, la mujer se giró bruscamente hacia mí sin mirarme para nada (debí de resultarle a ella también ni feo ni guapo) y fue hacia la salida. La vi en un perfecto primer plano. Un rostro de ojos verdes, muy bello, castigado por la tristeza y la modestia, y diría que por la desesperación. De pronto, nuevamente la tentación de descender del autobús tras ella. Bajó en Fontana y me quedé temiendo que en la calle su belleza se actualizara a cada instante, según el aspecto del rostro de los otros.

6. Al llegar a casa retomé Al dictado de la locura, el libro de Gérard de Nerval que estaba leyendo: "Yo no he visto jamás a mi madre. Sus retratos se perdieron o fueron robados. Sé solamente que se parecía a un grabado de la época, un grabado de la escuela de Fragonard y que podía titularse La Modestia".

"Ya va terminando noviembre", recordé que también había oído en la línea 24 y que, además, era viernes día 24 y que todo eso aún no lo había anotado.


Dietario voluble/El País/Catalunya/26-11-06

diumenge, de novembre 05, 2006



Diumenge, 5 de novembre

Infame

Manuel Vicent

infàmia Enmascarado detrás de unas gafas oscuras, con el ala del sombrero en las cejas y las solapas de la chupa levantadas hasta media mejilla he visitado el complejo inmobiliario, que responde con el nombre de Marina d'Or, en Oropesa del Mar. Si tienes un mínimo aprecio por la estética, es mejor que te sorprendan en un antro de perdición que te reconozcan en un lugar como ése. En Marina d'Or hay una avenida principal iluminada con arcos de bombillas como en la feria de abril de Sevilla, un jardín con esculturas romanas de yeso alternando con otras modernas de metacrilato, farolas barrocas y de diseño, bancos de azulejos adoptando formas imposibles de animales, todo amalgamado por el horror al vacío. En una carpa, bajo un espectáculo de agua, luz y sonido, se muestran las maquetas de lo que será este inmenso alarde de la especulación para atraer a los incautos. En ese mundo de ilusión se levantará una Venecia de cartonpiedra con canales llenos de góndolas, avenidas de París con una torre Eiffel de cemento pintado, un simulacro de cabañas del Caribe con estanques para remar entre cocodrilos de plástico, unos Alpes repletos de nieve sintética con pistas de esquí, y no sé si montarán también las cataratas del Niágara sin una sola gota de agua. La línea del mar ya está tapada por varias murallas de apartamentos desolados puestos a disposición de una clase media cuyo buen gusto ha sido ofendido y degradado. En el vestíbulo de algunos hoteles valencianos he visto rincones decorados con el escudo de una gran águila bicéfala cuyas alas se abren sobre un tresillo estilo Luis XV, flanqueado por una columna corintia que tiene plantado en el capitel un chino de alabrastro fosforescente bajo un centollo pegado a la pared a modo de lámpara. Creía que la locura hortera se había detenido ahí, pero el listón ha sido sobrepasado en el hall de hotel de cinco estrellas de Marina d'Or. Allí, por unas enormes columnas con taraceas de falso mármol y de acero dorado, la mirada asciende hasta el techo, donde te encuentras con los frescos de la Capilla Sixtina. En uno de los paneles está pintado el mismísimo Jehová en el momento de unir su dedo creador con el dedo de Adán. Se trata de una pintura simbólica, porque ese dedo no pertenece a Jehová, sino al político infame que ha engendrado a un tiburón inmobiliario con carta blanca para violar la belleza de este paraje, uno más entre los depredadores con tres filas de dientes que siguen tapando con un muro lo poco que queda del litoral mediterráneo.

El Pais/5-11-06

dissabte, d’octubre 28, 2006



Dissabte, 28 d'octubre


Mi noviazgo

Antonio Lobo Antunes

melancolia Los sábados por la tarde vamos al hospital a visitar a mi hermana. Está siempre sola bajo un árbol, apoyada en el tronco, de pie, con los ojos cerrados. Le llevamos fruta, galletas, zumos, le extendemos las bolsas y ella no hace ni un gesto para cogerlas. Durante años trabajó en una tienda, después hubo algo entre ella y el dueño de la tienda, creo que un embarazo y tal, mi padre la acompañó a la partera para resolver el asunto y al volver a casa, con mi hermana andando despacito, se apoyó en el tronco más próximo a nuestra planta baja, cerró los ojos y así sigue hasta hoy. Como soy once años menor que ella no me acuerdo de haber oído nunca su voz. Mi madre asegura que cantaba como las artistas de la radio pero no puedo confirmarlo porque no la oigo decir ni pío. La oigo respirar sobre mi cabeza y nada más. Y si la llamo

-Hermana

sigue indiferente, con la sombra de las hojas moviéndosele en la cara. Acabamos entregándole la fruta, las galletas y los zumos a un empleado que promete guardar todo en la despensa de la enfermería. Para mí que es él quien se come nuestros regalos porque lo veo más gordo cada vez que vamos de visita. Mi padre aún intenta

-Elsa

vuelve a intentar

-Elsa

y nanay de la China, mi hermana quieta y cantidad de gatos vagabundos en el patio y locos pidiéndonos cigarrillos. Un negro enorme acuclillado sobre una baldosa, con zapatillas. El médico nos recibió una vez, en una sala casi sin muebles, mi madre le informó enseguida

-Podría haber sido una artista si hubiera querido

y el médico nos despachó anunciando

-Vamos a ver, vamos a ver.

Hasta ahora no hemos visto nada. Al cabo de una hora se la llevan adentro de un brazo y mis padres y yo nos quedamos ahí un rato, como tontos, hasta que decidimos marcharnos. Hay ocasiones en que me parece oír una voz que canta pero seguramente es idea mía. El portero no nos devuelve las buenas tardes, metido en una jaula de cristal con el periódico. El dueño de la tienda contrató a otra dependienta. Es un señor gordo, de bigote, a punto de estallar ceñido a la corbata. Mi madre escupe al suelo, de lejos, si llega a cruzarse con él. El dueño de la tienda ni se fija.

A no ser los sábados, no pienso en mi hermana. Están el colegio, los amigos, una chica que me escribe cartitas. No es muy guapa, pero es mejor que nada. Las cartitas tienen versos sacados del libro de lectura. A lápiz. A menudo cambia una frase por otra. Qué más da: al fin y al cabo son cartas. La pena es que después vienen los sábados de nuevo y mi hermana en su tronco con una especie de camisón y el pelo despeinado que le tapa la cara. No me acerco mucho, tengo miedo a que me agarre de un brazo y me pegue su enfermedad. Compramos la fruta y las otras cosas en un local que está a veinte metros del portón. Mi padre se queda fuera esperando, en la acera. Hay momentos en que se me pasa por la cabeza que al salir nos encontraremos con él apoyado en un tronco. Hay momentos en que se me pasa por la cabeza que uno de estos meses toda mi familia estará apoyada en un tronco, con los ojos cerrados, y yo sin saber qué hacer en la casa desierta. Una vez que se acabe lo que hay en el armario, ¿qué voy a cenar? Supongo que acabaré alimentándome de las flores del papel de la pared. No sé si me apetece que mi hermana mejore. Me quedé con su habitación (antes yo dormía en la sala), los trastos pintados de blanco, la muñeca abriendo los brazos sobre la colcha, fotografías de compañeras, riéndose en la playa, con bañador, que dejan en mal sitio a la chica que me escribe cartitas, unos actores de cine recortados de revistas y sujetos con chinchetas al armario de la ropa. Debajo de uno de ellos, con mayúscula, Elsa Robert Redford. Mayúsculas escritas con pintalabios y después de las mayúsculas los labios pintados de mi hermana.

El dueño de la tienda no está representado. Me gustan las cortinas casi transparentes, con volantitos, y cómo las traspasa el sol. Y encontré su diario en un cajón, un libro con cubierta de nácar y un cierre de metal. De vez en cuando leo una página al azar. Robert Redford aparece siempre, rodeado de corazones entusiastas. Y en la cómoda cepillitos, perfumes, tubos de pintura para las mejillas. Un trébol de cuatro hojas de esmalte. Un deshollinador de porcelana, con escoba, frac y chistera. Un collarcito que no vale un pimiento.

A mí me resulta difícil asociar todo esto a mi hermana en el hospital. En una de las últimas visitas abrió un ojo y volvió a cerrarlo. Mi madre habló del ojo con el médico, esperanzada, y el médico revolviendo papeles

-Vamos a ver, vamos a ver

sin prestarle ninguna atención, me pareció. Mi madre tosió armándose de valor, se atrevió

-¿Cree que mi hija va a mejorar, doctor?

y el médico se alzó por encima de los papeles para mirarla molesto, en silencio. Volvió a inclinare buscando no sé qué en las carpetas y, mientras buscaba, le aclaró

-Vamos a ver, vamos a ver

olvidado de nosotros. No le puedo contar esto a nadie, pero no me importa que ella no mejore: ocurre que ya he elegido a una de las compañeras de las fotografías, la mayor de todas, con sombrero y gafas oscuras, en mi opinión mucho más interesante que Robert Redford, escribí con el pintalabios, con mayúscula, Carlos a la de gafas oscuras y me paso siglos pasmado ante ella. A veces le digo

-Hola

y hasta hoy no me ha respondido. Es una cuestión de tiempo. Trabaja también en la tienda y en cuanto ella

-Hola, Carlos

me resuelvo, voy derechito al mostrador sin hacer caso al dueño que intenta contenerme

-¿Qué es esto?

y nos casamos. Tengo casi trece años, dentro de poco me crecerá la barba y cabemos perfectamente los dos en la cama con la muñeca en medio. Sólo espero que a Robert Redford no se le ocurra arruinarme la vida: no soportaría una pintada tal como Suzy Robert Redford.

Traducción de Mario Merlino.

Babelia/ El Pais 28-10-06

diumenge, d’octubre 08, 2006



Diumenge, 8 d'octubre

El cazador

Manuel Vicent

fletxesPasaron los años. El ingreso en el bachillerato, el pantalón largo, la universidad, el primer amor, el trabajo, la boda, los hijos, la muerte de un familiar, el éxito de la empresa y así sucesivamente hasta llegar a una edad en que el hombre volvió la vista atrás para analizar las cosas que había vivido y comprobó que su biografía no era sino una crónica de sucesos sujeta a una serie de fechas, que se habían transformado en un collar de perro en torno a su garganta. Un día supo que todo podía cambiar. Hasta entonces su vida se había contado por años, pero hubo un momento en que los años abandonaron el calendario para convertirse sólo en tiempo y su vida se abrió en varios brazos como un río cuando discurre mansamente por una tierra muelle, sin accidentes, hasta dar en el mar. El tiempo no son los años, pensó. El tiempo es un estado de ánimo, una conciencia de las cosas, un arte de vivir y de cazar. Esos humedales, ligeramente putrefactos, del final de un río son los más fecundos de todo su curso y allí se posan muchas aves azules, aunque tambien hay serpientes y caimanes en las ciénagas. El hombre se propuso erigir su vida en ese lugar entre la belleza y la muerte. Se sacudió el dogal que le apretaba el cuello hasta convertirlo en un círculo de hierro en torno a su persona donde a duras penas podía entrar un idiota, un pelmazo, un predicador desgañitado, un político imbécil o cualquier aguacil que se acercara dando órdenes perentorias. Para que los años se convirtieran sólo en tiempo necesitaba un arco con algunas flechas y sentirse libre. El paisaje de la desembocadura de un río lo forma siempre una línea difusa de agua blanda cuya bruma absorbe la franja rosada del horizonte. Así era también su memoria y dentro de ella se posaban muchas aves en sus migraciones. Decidió comenzar la cacería con el arco sin ninguna ansiedad. Puesto que su calendario no tenía fechas, su vida era ya una aventura personal y tumbado a la sombra de un árbol esperó. No tenía prisa. Finalmente tensó el arco y disparó tres flechas hacia lo alto sin apuntar a ninguna pieza determinada. Después se bajó el ala del sombrero hasta las cejas y mordiendo una brizna sintió que el tiempo discurría como un río por su conciencia y cuando el sol ya caía, vió que la primera flecha traía engarzado un pato salvaje, otra había cazado una garza de labios pintados de rojo y la tercera bajaba una carta con una cita de amor para una fecha indefinida. El tiempo consiste en que eso pueda suceder sin que el corazón se altere, pensó.

El Pais/8-10-06

dilluns, d’octubre 02, 2006



Dimecres, 4 d'octubre

La inteligencia instintiva

Álex Rovira Celma

broc petit Desde principios de los años noventa y a raíz del éxito del libro de Daniel Goleman Inteligencia emocional han sido editados numerosos textos que, con mayor o menor rigor, han tratado de aproximarse a otras dimensiones de la inteligencia.

Pero poco o nada se ha escrito sobre lo que podríamos denominar la inteligencia instintiva, entendiendo el instinto como lo define el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: “Conjunto de pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la conservación de la vida del individuo y de la especie”. O también en su otra y muy interesante definición: “Móvil atribuido a un acto, sentimiento, etcétera, que obedece a una razón profunda, sin que se percate de ello quien lo realiza o lo siente”. Este concepto me hace pensar en el tipo de inteligencia que quienes amamos a los animales y disfrutamos de su compañía hemos podido observar. Mi interés por este tema se inició hace unos cuantos años y a raíz de una circunstancia inesperada y sumamente trágica. Un buen amigo falleció en un accidente de automóvil. Tenía un bellísimo perro pastor alemán al que estaba muy unido. Según sus padres, en el mismo instante en que su hijo murió, Top, su perro, comenzó a aullar, llorar y gemir de una manera desgarrada y manifestó una especie de crisis de ansiedad. Tras unos minutos de desasosiego, Top quedó en una especie de estado aletargado que remitió progresivamente. La madre de mi amigo, al observar la reacción del animal, llegó a intuir que quizá algo grave había sucedido con alguno de sus hijos. Algo extraño, inquietante, se movió también en su interior. Una sensación de vacío y de tristeza que no podía explicar. Lamentablemente acertó. Al cabo de escasos minutos, el teléfono sonaba anunciando la tragedia. El caso es que entre el hogar de mi amigo y el lugar en el que tuvo el accidente había nada menos que cuatrocientos kilómetros de distancia.

Cuando escuché este relato quedé sumamente impactado y empecé a investigar si había otros casos similares. Hablé con veterinarios, biólogos y con personas que estaban en contacto frecuente con animales, y empecé a recopilar casos de situaciones parecidas. Finalmente, di con la pista de un libro fascinante del doctor Rupert Sheldrake, que estudió ciencias naturales en Cambridge y filosofía en Harvard, además de obtener un doctorado en bioquímica por Cambridge y ser miembro de la Royal Society y del prestigioso Clare College. El título del libro era Dogs that know when their owners are coming home (Perros que saben que sus dueños están camino de casa). En él, Sheldrake recopila centenares de casos de animales que manifestaban este tipo de inteligencia instintiva o desarrolladas capacidades preceptuales que los llevaban a sentir, aparentemente, la muerte de un ser amado en la distancia, el regreso de su dueño tras una ausencia, el aviso de un movimiento sísmico o incluso encontrar el camino del regreso a su hogar tras haber sido abandonados o llevados a cientos de kilómetros de distancia sin pista alguna sobre el camino, entre muchos otros comportamientos más que curiosos que no tienen explicación aparente ni por el sentido común ni por los criterios de análisis científico disponibles hoy.

La ciencia no para de aportar explicaciones fascinantes sobre el mundo, pero quedan aún muchas respuestas que desconocemos. Se trata de un territorio apasionante a explorar con rigor y con los mejores métodos, ya que detrás de estas aparentes anécdotas quizá se ocultan unas habilidades que tenemos también como animales humanos que somos, y que aún no han sido analizadas con rigor. Como todo investigador de lo insólito, se podría tratar a Sheldrake de seudo-científico o de soñador. Poco importa. La lectura de sus libros resulta sumamente estimulante y trata de poner en orden algunas intuiciones y conceptos que nadie se atreve a abordar porque los paradigmas científicos no encuentran respuestas convincentes.

Pero no sólo en el mundo de los mamíferos se dan hechos de difícil explicación atribuibles a eso que me gusta llamar la inteligencia instintiva. Entre los insectos, por ejemplo, abundan circunstancias curiosísimas, como lo que sucede cuando una hormiga reina es separada de su colonia: las trabajadoras siguen produciendo de acuerdo con un plan que regula sus movimientos. Sin embargo, si se mata a la reina, el trabajo de toda la colonia se detiene inmediatamente. La reina parece transmitir instrucciones y normas de funcionamiento a sus súbditos a distancia. Puede estar ella tan lejos como quiera para lograr una óptima transmisión y recepción, pero lo importante es que permanezca viva. Lo mismo parece suceder con la abeja reina y el resto de miembros de la colmena.

Queda mucho por investigar, todo son preguntas y hay pocas respuestas convincentes. Pero no cabe duda de que Descartes se equivocó cuando dijo que los animales no tenían alma. La tienen, no lo dudo, incluso algunos parecen tener un alma más tierna y sensible que algunos humanos. Esa alma, esa psique nos mantiene en relación, como siguiendo un orden oculto, un “campo mórfico”, en palabras del doctor Sheldrake; un código no consciente que transmite una especie de inteligencia instintiva que tal vez estamos olvidando y que algunos animales nos vienen a recordar, de vez en cuando, quizá para nuestro bien.

El Pais/1-10-2006

Enllaços:
Rupert Sheldrake

diumenge, de setembre 10, 2006



Diumenge, 10 de setembre

Nadar

Manuel Vicent

nedar Estar con el agua al cuello es un ideal de vida siempre que uno sepa nadar. Con el agua al cuello se puede practicar el elegante estilo mariposa o chapotear alegremente como una foca feliz. Todo son ventajas. Cuando el nadador se agota, hace pie, descansa, recupera el aliento y a continuación puede seguir braceando con el ritmo que él mismo se imponga. En el mar como en la vida, lo peor es que el agua o el éxito te cubra por completo. En este caso para mantenerse a flote uno está obligado a bregar continuamente, con la amenaza de que si paras, te hundes. El artista que ocupa las cabeceras de cartel, el escritor que más libros vende, el empresario que más negocios levanta, la figura de radio o de televisión con mayor índice de audiencia, el financiero que más bancos se traga, estos héroes en cuyo espejo la sociedad se mira, saben que, al levantarse cada mañana, les espera el abismo lleno de predadores al pie de la cama y que no serán nada si ellos no desarrollan también unos dientes de tiburón. Salen de casa, los recibe el mecánico en el portal, suben al coche blindado y comienzan a nadar en el asfalto, en el despacho, en el plató. De pronto sienten un tirón. Alguien les ha arreado un bocado desde abajo. No obstante, siguen nadando como si nada hubiera pasado, pero son conscientes de que acaban de perder una pierna. Poco después notan otra dentellada en un costado. Mientras bracean con furia sin perder el ánimo, se palpan las costillas y antes de que encuentren el hueco que ha dejado la herida, comienzan a oler a sangre. Entonces deciden contraatacar. Cuando uno permanece en la superficie del éxito teniendo bajo el cuerpo cien brazas de profundidad, hay que morder para seguir arriba y al mismo tiempo nadar para no ahogarse. Mitad gloria, mitad agonía, mitad euforia, mitad depresión, ésas son las dos caras del éxito. El público contempla a estos triunfadores en las recepciones oficiales o en las tribunas donde se reparten medallas y en apariencia los ve enteros, pero debajo de su rostro sonriente y de su traje oscuro apenas les queda nada. Vienen de una guerra muy carnívora. Todos son héroes mutilados. Tampoco sirve vivir con agua a la rodilla, porque uno se debate contra las rocas del fondo y acaba desollado. Cada uno tiene su propia orilla marcada. A ella hay que llegar sin que el esfuerzo te haga zozobrar antes de alcanzarla. El ideal es estar siempre con el agua al cuello. Con ese nivel nadie se ahoga; en cambio te permite cierta emoción al desafiar las olas que te manda el azar.

El País/10-9-05

dissabte, de maig 06, 2006



Dissabte, 6 de maig

Ignacio Vidal-Folch ens obre les portes del seu museu secret de Barcelona, ens posa unes ales i ens fa volar de franc (i sense que ens fem mal).

"Vuelo sin motor"

panamarenkoIluminada por la luz de caramelo que arroja el enorme rosetón, la iglesia del Pi es una instalación artística a la mayor gloria de san José Oriol (1650-1702), cuyos pasos por la nave gótica podemos seguir casi al detalle con sólo consultar el mapa que cuelga, como utilísimo manual de instrucciones, a la puerta de una de las capillas, según se entra a mano izquierda: en tal punto del ábside solía arrodillarse a rezar; en esta grada del presbiterio tuvo varios éxtasis místicos; en este confesionario absolvía los pecados más imperdonables de los feligreses; aquí predicaba; en esta capilla de la Sangre, lateral y escondida, sobre cuyo altar el Cristo parece crucificado en un cielo de seda roja como en un delirio de David Lynch, recibía a los enfermos y los iba curando milagrosamente (pero si consideraba que no se lo merecían aún, les imponía oraciones y penitencias, "regrese usted dentro de una semana y entonces ya veremos"). Y en fin, aquí, bajo esta losa rinconera y enmarcada entre cuatro cirios encendidos, está también su tumba.

San José Oriol es el santo barcelonés por excelencia, pues nació en la calle d'en Cuc, hoy Virgen del Pilar, esquina a Sant Pere més Baix, vivió en el barrio de la Ribera, se educó en los Estudios Generales (equivalentes a la Universidad) en la Rambla de los Estudios, y se alojó casi toda su vida en el callejón de la Flor, de la calle de Canuda. Su vida y milagros están bien documentados en su proceso de canonización, de donde proceden algunos datos del ensayo biográfico de Tomás Vergés, titulado con el apodo popular del santo: El doctor Pan y Agua (editorial La Hormiga de Oro). Es que un día, estando a la mesa y a punto de servirse de la fuente de comida, José Oriol sintió paralizado el brazo, lo entendió como una señal divina, y en adelante ayunó con el mayor rigor. Sólo en días de fiesta excepcional alegraba la monótona dieta de pan y agua con algunas hierbas recogidas en las laderas de Montjuïc.

José Oriol disfrutaba de varios dones o poderes, entre ellos el de profetizar, y el de la ultraagilidad, que le permitía cruzar el Besòs sin mojarse, y desplazarse desde Santa Coloma de Gramenet o Sant Adrià de Besòs al barrio de Gràcia en tiempo récord para celebrar la misa en los Josepets y, pocos minutos después de haber pronunciado el Ite misa est, se encontraba ya en la iglesia del Pi, extrañamente fresco y descansado. En el Pi prodigaba el ya mencionado y mayor de sus dones, el de curar a los enfermos. A las tres de la tarde, después de rezar el oficio divino, iba haciendo pasar a la mentada capilla de la Sangre a los cojos y a los ciegos, los paralíticos y sordos, les bendecía con agua bendita y les aliviaba de sus males, con la condición de que tuvieran fe.


Panamarenko Podía volar. "Se le observaron también momentos de levitación, sobre todo cuando estaba rezando y la fuerza del amor de Dios lo levantaba del suelo", escribe Vergés. En esto, san José Oriol no era tan excepcional, pues cerca de 200 santos han tenido el mismo poder, entre ellos el protojesuita y mártir san Francisco Javier, y santa Teresa de Ávila, que levitaba durante sus éxtasis místicos aterrorizando a sus compañeras de convento, que temían que aquello llegase a oídos de la Inquisición y se tomase por cosa de brujería; o el florentino san Felipe Neri, quien sentía a Dios en el pecho como una bola de fuego candente, aunque quizá no fuese sino un tumor lo que tenía; o, en fin, José de Copertino, sobre el que se extiende el encantador Blaise Cendrars en ese libro singular, mezcla de historia de la aviación y de recuento de santos voladores, que es Le lotissement du ciel. Al igual que Felipe Neri, José de Copertino era un estudiante pésimo, incapaz de concentrarse, pero aprobó brillantemente los exámenes para ordenarse presbítero tras encomendarse al amparo de la Santísima Virgen. A los lectores que estén preparando exámenes de fin de curso les agradará saber que pueden recabar su amparo rezándole así: "Amable protector mío, a menudo el estudio me cuesta y me resulta difícil, duro y aburrido. Te ruego que me ayudes. Te prometo esforzarme más y llevar una vida más digna de tu santidad". Si además el estudiante contribuye, empollando de veras, el éxito está asegurado.

Copertino pegaba buenos sustos a la gente cuando se lo encontraban pegado al techo de cualquier habitación, donde podía permanecer además durante largos minutos. Como él, y como José Oriol, y como los demás santos que tienen acreditado ese don, quién no querría a veces salir volando sin avisar. Es uno de nuestros anhelos atávicos, según nos recuerdan tantos relatos y tantas obras de arte, como la rara película Brewster McCloud(El volar es para los pájaros, Robert Altman, 1970) o los ingenios elegantes de Panamarenko, inspirados en los de Leonardo da Vinci , pero con una importante diferencia, según declaró una vez el artista belga: "Los míos sí vuelan". Luego, viendo la expresión escéptica de la audiencia, matizó: "...Aunque no al cien por ciento".

Hace unos años se exhibieron en el barcelonés pabellón de Mies van der Rohe y en el palacio de Cristal de Madrid algunos aerodinámicos ingenios voladores, alas articuladas, propulsores de hélice, alas delta, globos y dirigibles, artefactos evocativos y tentadores, que Panamarenko se ha pasado la vida diseñando en la casa que compartía con su madre y con gran número de loros y grandes cacatúas del trópico, hasta que la edad y, sobre todo, el tránsito de la querida madre le han desanimado. Dicen que ha abandonado la práctica del arte, y se ha mudado de casa, y tiene una mujer joven, que restringe el vuelo de las cacatúas a un solo salón de la nueva casa y que preferiría liberarlas.

museosecreto@hotmail.com
CRÓNICA: BARCELONA MUSEO SECRETO/ El Pais/ 6-5-06

Enllaços als protagonistes

Sant Josep Oriol
Leonardo da Vinci
Copertino
panamarenko
retrospectiva de panamarenko

divendres, de maig 05, 2006

Divendres, 5 de maig

"Autobiography". Charles Darwin


 collecting shells  "I was born at Shrewsbury on February 12th, 1809, and my earliest recollection goes back only to when I was a few months over four years old, when we went to near Abergele for sea-bathing, and I recollect some events and places there with some little distinctness.

My mother died in July 1817, when I was a little over eight years old, and it is odd that I can remember hardly anything about her except her deathbed, her black velvet gown, and her curiously constructed work-table. In the spring of this same year I was sent to a day-school in Shrewsbury, where I stayed a year. I have been told that I was much slower in learning than my younger sister Catherine, and I believe that I was in many ways a naughty boy.

By the time I went to this day-school my taste for natural history, and more especially for collecting, was well developed. I tried to make out the names of plants, and collected all sorts of things, shells, seals, franks, coins, and minerals. The passion for collecting which leads a man to be a systematic naturalist, a virtuoso, or a miser, was very strong in me, and was clearly innate, as none of my sisters or brother ever had this taste."




Darwin, el cazador

Martí Dominguez

Una traducción muy floja para una obra necesaria en la historia de la evolución

Autobiography Ya lo advirtió Eugeni D´Ors: "Darwin, un caso de vocación malograda de sportsman y de cazador". Y es cierto, Charles Darwin podría haber sido cualquier otra cosa: médico, cura o incluso cazador. "¿No debemos precisamente los más importantes productos de la historia del espíritu al hecho de un cruce o de una indecisión entre caminos profesionales?", arguye D´Ors. En la vida de Darwin se cruzó el botánico Henslow, que lo animó a que se embarcara en el Beagle y realizara una exploración alrededor del mundo. A partir de aquel momento, Darwin pasó de coleccionar escarabajos a estudiarlos, de contemplar el paisaje a intentar comprenderlo, y su curiosidad científica creció en tan poco tiempo que a los pocos meses de embarcarse "ya no le interesaba la caza".

Esta sorprendente metamorfosis darwiniana la explica el propio autor del Origen de las especies en esta singular y deliciosa autobiografía. Presuntamente Darwin la dejó escrita para uso de sus hijos (una especie de alegato biográfico con el que justifica sus decisiones, algunas tan polémicas como la de la evolución): "He intentado componer el relato de mí mismo como si estuviera muerto en otro mundo y observara mi vida en retrospectiva. Tampoco me ha resultado difícil, pues mi vida está prácticamente terminada. No me he tomado ninguna molestia en lo que a mi estilo literario se refiere".

Y es cierto, estilísticamente es su libro más sencillo. Darwin es un gran divulgador y sus obras han sido a menudo tomadas como modelos retóricos por su inmensa capacidad de persuasión. Este libro, por tanto, es un simple y cariñoso resumen de su vida, escrito al primer toque y sin repasar demasiado. No obstante, en el caso de la edición que nos ocupa, a la actitud despreocupada de Darwin se suma una pésima traducción. Si al estilo deliberadamente suelto -ya advierte Darwin que es para uso doméstico- se le añade la flojedad del traductor, el resultado es sencillamente catastrófico. Y, de este modo, nos encontramos con frases pedestres, con repeticiones innecesarias (que no aparecen en el original) e incluso con... ¡párrafos mutilados! El lector no sabe a qué achacar tanta tosquedad porque, más que un científico que ha cambiado el mundo, topamos con alguien que a duras penas sabe escribir, con ripios como éste: "Qué bien recuerdo cuando maté mi primera agachadiza que la emoción que sentí era tan grande que me temblaban las manos y tuve grandes dificultades para recargar la escopeta".

En fin, es triste que no se tomen a Darwin más en serio. Que no haya más ediciones de sus obras, con mejores estudios y con traductores más expertos. La mayor parte de sus libros permanecen inéditos en español (sus trabajos tan bellos sobre orquídeas, plantas carnívoras, anélidos, corales y las variaciones de los animales domésticos). Y esta Autobiografía contiene pasajes muy interesantes, totalmente inesperados, como aquella advertencia paterna, ante sus malos resultados escolares: "No te importa otra cosa que no sea la caza, los perros y matar ratas, y serás una desgracia para ti y para toda tu familia". Pobre Darwin, cuánta paciencia.

"To my deep mortification my father once said to me, "You care for nothing but shooting, dogs, and rat- catching, and you will be a disgrace to yourself and all your family." But my father, who was the kindest man I ever knew and whose memory I love with all my heart, must have been angry and somewhat unjust when he used such words"

La Vanguardia/5-5-2006

Charles Darwin Autobiografía Traducción de Isabel Murillo. Belacqua. 175 pgs.15 euros


Enllaços a les obres de Charles Darwin

Autobiography
"The life and letters of Charles Darvin" (autobiografia)
editada pel seu fill Francis Darwin

teh writings of Darwin on the web
Correspondencia
S.J.G "The unofficial Archive"
e.texts

diumenge, d’abril 30, 2006



Dimecres, 3 de maig

El amor

Enrique Vila-Matas

Love is blind 1 El amor es ciego, pero el matrimonio le devuelve la vista" (Lichtenberg).

2 Una encuesta ha revelado que la palabra amor es la más apreciada por los españoles. Creo que anda en lo cierto quien ha sugerido que la encuesta miente y en realidad la palabra preferida y más en boca de todos los españoles es dinero. Dinero, ésa es la palabra. ¿Acaso oímos hablar del amor por ahí, por nuestras plazas y calles? ¡Pero si ni siquiera ya es posible preguntarse de qué hablamos cuando hablamos del amor!

3 Pregón nocturno de Antonio Tabucchi en el Ayuntamiento de Barcelona. El alcalde Clos le llama "Tabuxi" repetidas veces y el escritor italiano, que contiene algún que otro bostezo, queda sorprendido cuando se entera de que su anfitrión es anestesista. "¿Anestesia el amor?", parece estar preguntándose Tabucchi. Al día siguiente, almorzamos en el restaurante Principal de la calle de Provença, que se convierte de pronto en sede central de un nuevo movimiento literario. Tanto Tabucchi como yo pensamos que la nueva narrativa camina hacia el postre moderno que sirven en este local. La postremodernidad es un club que sólo tiene por ahora dos socios. Pensamos impedir el paso a ciertos descerebrados que dan lecciones en sus rancios blogs sobre lo posmoderno. "Estos retrasados sólo podrán entrar en el club a título póstrumo", sentencia Tabucchi, el presidente.

4 "No hay relación sexual", dijo Lacan en su momento, y causó sorpresa en el mundo civilizado (en España no hubo tal extrañeza porque ni se enteraron, es decir, siguieron follando). Pero el mundo civilizado se escandalizó. En realidad lo que quiso decir Lacan no fue que el amor no existe (y mucho menos que una consumación sexual feliz es imposible, como interpretaron algunos progres de la época), sino algo mucho más simple y radical: que no hay ciencia del amor ni fórmulas para él. ¿Por qué? Porque el sexo coloca a la razón en conflicto consigo misma, es el lugar donde la razón trastabilla.

5 El amor es una invención de Occidente. Léase a Denis de Rougemont. O bien al maestro Proust, casi siempre infalible cuando habla del amor: "Amamos a partir de una sonrisa, una mirada, un hombro. Con eso basta; entonces, en las largas horas de esperanza o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter".

6 Me acuerdo de que Stendhal en su brillante libro Del amor agota todo lo que puede decirse, de forma razonable, sobre el tema. Allí creo recordar que es donde dice que el primer amor de un joven que está entrando en el mundo es normalmente un amor ambicioso y que raramente se inclina por una jovencita dulce, amable, inocente; sólo muchos años después cambia de gustos y comienza a reparar en las virtudes de la dulzura, la amabilidad y la inocencia.

Stendhal se enamoró en Italia y dicen que en realidad se enamoró de Italia. Su coup de foudre adoptó el rostro de una actriz que cantaba en Ivrea El matrimonio secreto, de Cimarosa. Recuerdo que la actriz tenía un diente delantero roto. Pero, por supuesto, eso no tuvo la menor importancia para el repentino enamorado. Y es que el coup de foudre nunca repara en nimiedades de este estilo.

Y en fin. Recuerdo que Werther -el romántico personaje de Goethe- se enamora de Carlota, apenas entrevista por una puerta mientras corta rodajas de pan para sus hermanitos, y esta primera visión, aunque trivial, va a conducir a Werther a la más fuerte de las pasiones y al suicidio.

Mi conclusión provisional: el amor se instaura sin razón aparente.

7 Amor catalán en Sant Jordi por los best sellers. Satisfacción general de mis paisanos. "Ya nos hemos normalizado", oí decir el domingo pasado. De la mano de algo que leí del argentino César Aira, paso a limpio mis pensamientos. Veamos. El best seller salió de la idea anglosajona de crear un entretenimiento masivo que usara como soporte la literatura. Dice Aira: "Es algo así como literatura destinada a gente que no lee ni quiere leer literatura, y a la que no hay que reprocharle nada, por supuesto; sería como reprocharle su inhibición a gente que no quiere practicar caza submarina".

El best seller es material de lectura para gente que, si no existiera ese material, no leería nada. De ahí lo injustificado de aquellos que viven alarmados pensando que declina el lector literario. Creer que alguien pueda dejar de leer a Franz Kafka para leer a Isabel Allende es una ingenuidad.

El libro literario siempre es parte de una biblioteca. Aislado, vale muy poco. "El símbolo genuino del aficionado a la literatura", dice Aira, "no es el libro, sino la biblioteca. Y eso se debe a que la literatura hace sistema". Me acuerdo de que hace muchos años leí ¡Mira los arlequines!, de Nabokov, y me gustó tanto que empecé a buscar los libros de este autor publicados en España, y también recuerdo que esos libros me hicieron pasar a leer a autores que Nabokov apreciaba y fui nadando en círculos concéntricos que terminaron abarcando la literatura entera. "En cambio", dice Aira, "si uno lee un best seller, por ejemplo una novela sobre el contrabando de material radiactivo en el Báltico, y le gusta, aunque sea el libro que más le ha gustado en su vida, es muy improbable que uno sienta deseos de leer otra novela sobre contrabando de material radiactivo en el Báltico, ni siquiera otra novela que pase en el Báltico".

En el fondo, el problema no es que sea horrible que el libro literario sea minoritario, sino todo lo contrario: el problema es que esa clase de libro quiera dejar de ser minoritario.

8 Cuando voy por la Rue Vaneau de París y paso por delante del antiguo domicilio de Julien Green me acuerdo siempre de algo que escribió sobre el amor: "Para quien no anda preparado para ser visitado por él, el Amor es una molestia considerable".

Dietario voluble- Enrique Vila-Matas El Pais/ 30-4-06 >

divendres, d’abril 14, 2006



Divendres, 14 d'abril

Petirrojo

Manuel Vicent

Pit-roig El petirrojo pasa los veranos en el norte de Europa donde las costumbres de este pájaro son absolutamente respetadas: entra en las cocinas de las casas y los padres, los niños, los perros y los gatos lo aceptan como uno más de la familia. El petirrojo no es un pájaro audaz, sino simplemente confiado, porque después de veranear durante siglos en Escandinavia, en Holanda o en Inglaterra lleva esta coexistencia pacífica codificada en su cerebro, pese a que éste es del tamaño de un cacahuete. Cuando comienza el frío en Europa el petirrojo viene a invernar a España y aquí trata de seguir practicando las mismas reglas que ha aprendido en aquella refinada escuela de verano. Una mañana de noviembre se presenta en el alfeizar de la ventana y, sin pensarlo dos veces, da una ligera revolada y se posa en una mesa para picotear las migas que han quedado del desayuno. A pequeños saltos conquista después el interior de la cocina hasta llegar al fregadero. Un gato español no es ni de lejos un gato de Escandinavia. Mientras el petirrojo va saltando de acá para allá, el gato español, adormilado en un rincón, se despierta y en el primer momento no da crédito a lo que ven sus ojos. ¿Cómo es posible, parece pensar, que este insensato se meta en mis dominios sin saber el peligro que corre?. El gato se relame, se acerca muy despacio por detrás, da un zarpazo y se come al pájaro. Puede suceder que al dueño de la casa le gusten también los pajaritos fritos: en este caso entre él y el gato se establece una dura competencia por ver quien se lo zampa primero. Si esta lección de ornitología se aplicara a la política española actual, sin duda, el petirrojo audaz sería Rodríguez Zapatero, que se ha metido hasta el fondo en la cocina del poder, creyendose firmemente su papel de demócrata aprendido de sus antepasados republicanos. Otros políticos socialistas en el subconsciente creían que habían llegado a la Moncloa por un favor pasajero de la derecha; en cambio Zapatero es el primero que gobierna desde la izquierda sin complejo de okupa e incluso puede suceder que en esta vez el petirrojo se coma al gato. Una política progresista ejecutada con plena convicción podría convertir en poco tiempo en una antigualla a esos políticos de la derecha agreste, que sólo dan zarpazos y mientras el petirrojo los evita dando pequeños saltos en la cocina, dentro de unos años, al volver la vista a atrás, tal vez se vea lo lejos y antiguos que han quedado Rajoy y Aznar, sentados en la moqueta sin quitarse la corbata.

El País/ 26/3/06

dissabte, d’abril 08, 2006



Diumenge, 9 d'abril

Los espejos de la confitería

Ignacio Vidal-Folch

mirall "El espejo que soy me deshabita". Este endecasílabo, el primero de un soneto famoso de Octavio Paz, poema mareante de azogues y reflejos, lo glosaba Savater en uno de sus primeros libros, creo que a propósito de Borges y de su conocido horror por los espejos, o quizá a propósito del relato de Carroll, en el que la niña Alicia entra en el mundo que se encuentra "al otro lado" del espejo; es curioso que hay frases así que tienen un poder que las hace inolvidables. Paz no es santo de mi devoción, pero desde que leí el sonetazo mascullo "el espejo que soy me deshabita" cada vez que entro en el bonito café bar La Confitería, local de estilo modernista, en la calle de Sant Pau, muy cerca del Paralelo. Aunque este establecimiento ahora abre también de día, es bien conocido por los noctámbulos, pues solía ser cita de trasnoche, para desparramarse luego por lugares más bravíos de los alrededores. Y es precisamente a altas horas de la noche, según recuerdo, cuando más impresionante resulta, destacando espectralmente en la semipenumbra el efecto de los espejos situados el uno frente al otro, a ambos lados de la mesita redonda que da a la ventana. El cliente se ve en el espejo de enfrente, y su imagen, rebotada por el espejo que tiene a la espalda, es rebotada también, y así hasta el infinito o hasta las posibilidades de observación retiniana, y parece que haya un ejército ordenado de tipos con idéntica cara, de manera que en el mundo del espejo se cumple el ensueño de Andy Warhol cantado por Lou Reed en Faces and names: "Si todos tuviéramos la misma cara y el mismo nombre, yo no estaría celoso de ti, ni tú celoso de mí"; una fantasía, desde luego, rara, rara, rara.

No dudo de que más de un Narciso y más de una coqueta habrán sentido fascinación al ver multiplicado hasta el infinito en esas frías aguas su propio, amado rostro. Sin embargo, estas proyecciones espaciales que se alejan, en perfecta y ordenada perspectiva, hacia el fondo, hacia el fondo de las aguas del espejo, son alusivas al paso del tiempo, y de ahí su uso en las películas freudianas y el indefinido malestar que despiertan en la inmensa mayoría de los que se ven inadvertidamente atrapados entre las dos lunas del bar La Confitería.

colonne sans fin Como ya he dicho, cuando entro allí primero musito el verso de Paz, pero enseguida recuerdo la columna sin fin de Brancusi, que propone, en el lenguaje de la escultura, un juego de encadenamiento de la misma forma una y otra vez, con posibilidades de no concluir nunca, y que, como el juego de los espejos, tiene un efecto ambivalente: la columna sin fin -"colonne sans fin", la llamaba, en francés, el autor, y eso significa sin final, pero también inconclusa- es una forma de exaltación, de elegante proyección hacia lo alto, pero también un signo funerario, y así, en función conmemorativa de héroes del pasado, es como figura en su primer emplazamiento, junto a otras esculturas de Brancusi, en el parque de Targu Jiu, en su Rumania natal, que abandonó en beneficio de París.

"A la vez frágil y elástica, se extiende como una línea melódica sin fin", dicen en el catálogo de la reciente exposición en la Tate. Allí se reproducen varias fotos del taller de Brancusi, tomadas por el mismo escultor, que había dispuesto sus piezas en el espacio para obtener composiciones complejas y sugestivas, algunas de ellas como cuadros cubistas. Asoman aquí y allí, detrás de las demás esculturas, varias de aquellas columnas de madera o de metal, y nos sobrecogen como vastas presencias totémicas, o nos invitan a lanzarnos alegremente hacia lo alto trepando por sus aristas como por escalones que mantienen desde el principio al final un ritmo sostenido e incansable.

Como escultor, Brancusi se encontró entre dos mundos; tenía un pie en la escultura colosal y "heroica" de Rodin, en cuyo estudio trabajó algún tiempo, pero el otro ya estaba en las vanguardias y la abstracción. Siendo tan elegante y tan elemental la forma de la columna sin fin, habiendo él esculpido muchas en diferentes materiales, y viviendo nosotros como vivimos en la posmodernidad, no costaría nada encargar una reproducción y plantarla, por ejemplo, junto a la torre de Collserola, o junto al mamut de la Ciutadella, con el que desde luego formaría un conjunto enigmático. O ponerla como soporte cubista de una farola, como se hizo en Praga, donde la podemos ver en el recodo entre la avenida Nacional y la plaza de Wenceslao. Aunque, bien pensado, eso es rebajarla.

Yo me conformaría con tener en mi escritorio, junto a las estatuillas de los dos pingüinos con chistera, que silenciosamente y como quien no quiere la cosa me traen suerte, una de sus famosas "musas dormidas", esas cabezas elipsoides en mármol blanco, en que los rasgos del rostro y las líneas del cabello están sugeridos más que esculpidos, como si la musa, más que brotar de la piedra, estuviera reintegrándose a ella.

Duermen esas musas suyas casi como piedras; tan apaciblemente, que estoy seguro de que con sólo acariciar de vez en cuando su fría frente, con sólo rozarla, se siente un profundo, profundo descanso de piedra.

El País/8-4-06

Enllaços
Lou Read "Faces and names"
Brancusi

diumenge, d’abril 02, 2006



Diumenge, 2 d'abril

Próstata

Juan José Millás

devil and god Dios y Luzbel coincidieron en la consulta del urólogo. Tras recibir malas noticias respecto a sus próstatas, Dios propuso que fueran a tomar un café. El diablo, que se jactaba de haber inventado la lucha de clases, se resistió por miedo a que aquello dañara su reputación. Pero el Todopoderoso dijo que se lo debía: "No habrías podido descubrir la lucha de clases si yo no hubiera concebido previamente las clases". Tras pedir las consumiciones, Dios le preguntó quién le había recomendado aquel urólogo, y si podía pagarlo. "Le compré el alma al poco de que terminara la carrera", dijo Satán, "a cambio del éxito. Durante estos años han pasado por sus manos las próstatas de los artistas más famosos, de los escritores con más prestigio, de los obispos con la mitra más larga... No me cobra nada con la esperanza de que en un arranque de generosidad le devuelva el alma. Si nos saca adelante, igual se la devuelvo".

Dios le agradeció el interés por su salud, pero dijo que había pocas esperanzas. "Además", añadió, "estoy cansado de llevar esta doble vida. Predico la bondad, pero ya ves que la gente tortura y mata y se suicida en mi nombre. Al principio me divertía que resultara tan fácil proclamar una cosa y hacer otra, pero ha dejado de hacerme gracia. También tú estarías harto si tus seguidores fueran tipos como Bush o Bin Laden. La verdad es que habría dado cualquier cosa por tener entre mis filas a algunos de tus admiradores". "Si te gusta Julio Iglesias", objetó el diablo, "no puedes pretender llenar los estadios con aficionados a los Rolling. Tienes que ser un poco coherente". "Hay algo", añadió Dios, "que llevo muy mal, y es la sospecha de que al final tú has sido el más feliz de los dos".

"No te creas", respondió el diablo, "cuando me di cuenta de que yo, comparado contigo, era un pedazo de pan, se me vino el mundo abajo. Por más empeño que ponía en hacer bien el mal, tú siempre me sacabas una cabeza de ventaja. Por decirlo rápido: yo debería haber inventado las clases sociales, desde luego, pero también la Inquisición, y el Opus y los cilicios de siete puntas". "Total, que somos un par de fracasados", resumió el Creador llamando al camarero. Pagó la cuenta el diablo, porque Dios no llevaba suelto.

El Pais/ 31-3-2006

dissabte, de març 04, 2006



Dissabte, 4 de març

Crónica antigua que encontré en un cajón

António Lobo Antunes

fona La casa se va vaciando poco a poco y comienzan a faltar personas y cosas en las salas que aumentan de tamaño. Aumenta también la sombra porque hay habitaciones que han dejado de abrirse y en donde el aire se ha detenido. Aunque no se llenen de polvo parecen muertas, los muebles que quedan inmóviles y dignos, una fotografía con una sonrisa que no se dirige a nadie, ojos que han renunciado a alcanzarnos, indiferentes. ¿En qué sitio viven ahora? En la pared, un cartel con mi retrato de hace siglos, una de esas giras de lecturas por Alemania: estoy apoyado en la fachada de la catedral de Colonia y debe de ser verano porque el sol me da en la cara. Otro retrato mío con escritores. El soporte de las pipas de mi padre. Me llevo una de ellas a la boca y me dan ganas de verme en el espejo así: ¿me pareceré a Sherlock Holmes? ¿Al comisario Maigret? ¿A un filatelista inglés? Los hombres con pipa adquieren un aspecto concienzudo y me gustaba verme con un aspecto concienzudo, responsable y serio. Un demonio interior me informa de que nunca lo tendré: ha de haber siempre no sé qué de chico irremediable en mi apariencia, la sospecha de un tirachinas en el bolsillo, cigarrillos clandestinos. ¿Tú no vas a crecer nunca? Huelgan las preguntas: no crezco. Ganas de dar puntapiés en latas, de contar el número de pasos de aquí a la higuera y, si acierto, me ocurrirá algo estupendo esta semana. Comenzar un libro, por ejemplo. Pero he acabado un libro y aún no tengo fuerzas para escribir. Tal vez en verano, o a principios del otoño. Por ahora lo que poseo es una fluctuación vaga que no cristaliza ni cobra sentido. Leo más, me siento, me levanto, me aburro.

La culpabilidad sin motivo de costumbre. La dueña del restaurante me deseó un buen fin de semana. Le pregunté

-¿Tuvo alguna vez un buen fin de semana?

y se quedó meditando, como quien investiga. Había dos perdigueras en la acera, madre e hija. No comprendo por qué los perdigueros me recuerdan a huérfanos resignados.

Por consiguiente, la casa. En consecuencia, diría el tío Eloy. Jugaba a las cartas los domingos. No he conocido a nadie con la barba tan bien afeitada. Si no tenía en la mano una gran escopeta suspiraba invariablemente.

-Hace muchos años que soy alguacil y nunca he visto nada igual

y los peces del lago desfallecían por el calor. Sus bocas, asmáticas. El molino del pozo, parado, con el timón en busca de vientos, chirriando. El reloj de péndulo, en medio de la escalera, balanceaba asuntos suyos, panzón y solemne. Me gustan los relojes panzones: no tienen prisa, pasan horas lentísimas, nos dan esperanzas más largas: no vamos a ser grandes, no vamos a ser viejos. El problema es que las horas de los relojes panzones son diferentes de las horas de los relojes de pulsera, empujándonos frenéticas. No uso reloj de pulsera para que no se impaciente conmigo

-¿Y?

arrastrándome hacia la mañana, que lo parta un rayo. Quieren llegar en un instante al Juicio Final, cuando Dios separe a los justos de los pecadores. ¿De qué lado quedaré? ¿A la derecha, a la izquierda? Uno o dos peces flotan en el lago, panza arriba. Doblaba un alfiler a modo de anzuelo, le clavaba una bola de miga de pan, lo ataba a una cuerda y nunca llegué a pescar ninguno. Nunca llegué a cazar tampoco. Mentira: poníamos un farol en un jeep, por la noche, y andábamos por el bosque sin rumbo detrás de antílopes sable, disparando ráfagas. Las pupilas de los animales, rojas en la luz. De vez en cuando pillábamos un asno salvaje o algo así. Lo que hoy me asombra es que no nos pillase a nosotros alguna mina o algún grupo del Movimiento Popular de Liberación de Angola. No me acuerdo de a qué sabía aquella carne. Debo de estar a la izquierda de Dios, en el grupo de los pecadores, por haberme liado a tiros con los asnos salvajes.

El primer sargento

-Los señores oficiales no están bien de la cabeza

y volvía a su barraca a hacer cuentas. Pasaba treinta veces al día delante de mí y cada una de las treinta veces, venía. Disculpe, primer sargento. Era sólo un pobre diablo atormentado por la úlcera. Le daba unas pastillas y él se ponía blanco de la angustia. Sudaba a raudales el pobre:

-No tengo edad para esto

así como yo no tengo edad para ver que la casa se vacía poco a poco. Apenas vuelva en mí, seré una sonrisa en una fotografía que no se dirige a nadie:

-¿Quién era aquél?

y ni una fecha, ni un nombre en el reverso:

-Yo qué sé, un tío cualquiera.

En cuanto vuelva en mí, eso es lo que seré: un tío cualquiera, un abuelo cualquiera, un primo cualquiera, un asno salvaje huyendo por la hierba. Buen fin de semana, António Lobo Antunes: cuando estés mejor de ánimo, silba.


El País/4-3-06

diumenge, de febrer 26, 2006

Diumenge, 26 de febrer

Strómboli

Manuel Vicent

Strómboli Un halcón marino estaba extasiado en el espacio de la isla de Strómboli y desde una altura que sobrepasaba la boca del volcán avistó un pez en el mar; de repente se plegó sobre sí mismo para convertirse en un dardo y se precipitó en el abismo a una velocidad mortífera hasta hundirse en el agua. El halcón emergió al instante con el pez en el pico; a continuación lo dispuso entre las garras a modo de quilla para evitar la resistencia del aire y ascendió de nuevo hacia la cima del monte, seguido de la hembra, que parecía admirar semejante proeza porque volaba a su lado con alas muy suaves. Ambos compartieron la pesca en un risco de lava muy alto. El volcán Strómboli suelta un cañonazo cada veinte minutos desde el fondo de sus entrañas, acompañado por un vómito de fuego, que discurre por una ladera hasta fundirse en el mar como en una fragua. Después sigue el silencio, que en esta isla es otro mineral. El silencio de Strómboli, como otra forma de lava ya petrificada, ha invadido desde hace miles de años los callejones del pueblo de San Vicenzo, el interior de las casas, el fondo de las almas de unos seres que te ven pasar, miran y callan. A medida que iba subiendo por una senda hacia la boca del volcán el olor a humo se apoderaba del aroma de las plantas silvestres y después de tres horas de camino era yo mismo quien echaba carbonilla por la nariz, pero a través de una nube oscura, desde la ladera, veía el violento mar como un acero bruñido bajo el acantilado y en el horizonte había una barca solitaria que faenaba en la pesca del atún rojo. Junto de la plazaleta de la iglesia del pueblo, la fachada de una casa color de rosa exhibe una lápida que explica que allí vivieron una pasión tórrida la actriz Ingrid Bergman y el director Roberto Rossellini durante el rodaje de la película Strómboli. Pese a la convulsión cósmica de la isla, aquella pasión atrae mucho más al viajero que cualquier explosión de lava. El volcán está vomitando piedras incandescentes desde el principio de los tiempos y con una cadencia medida su rugido durante el sueño penetra en todos los cerebros hasta asimilar la propia locura con la ira de Dios. Pero en la isla de Strómboli, de padres a hijos se ha ido pasando la leyenda de que en el silencio más compacto de la noche los gemidos de amor salvaje de Ingrid Bergman se oían por todo el pueblo como un contrapunto a los rugidos del volcán. La historia de esta pasión, junto con el vuelo limpio y fulminante del halcón marino, es la que desafía a la naturaleza y redime al viajero.

EL PAÍS / 26-02-2006

diumenge, de febrer 12, 2006

Diumenge, 12 de febrer

De gavarres i amistats

GAVARRA: Barcassa; embarcació ampla i molt sòlida destinada principalment a transportar gent i mercaderies des de terra a un vaixell i viceversa (DCVB)

A un amigo

Manuel Vicent

Kartenspieler 1920/Otto Dix Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Gran Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista y los ojos un poco dormilones era el que cortaba el ticket en la puerta a los jóvenes soñadores, a las adolescentes con la cabeza llena de mariposas, que entraban azorados por primera vez en el café en busca de algo inaprensible con toda la ansiedad en el diafragma. El primer paso hacia la gloria literaria consistía en comprarle un paquete de cigarrillos o unos chicles al cerillero, quien brevemente avisaba a estos neófitos del peligro que podían correr en medio de aquella humareda donde se dibujaban las siluetas de muchos fantasmas, unos vivos y llenos de ingenio, otros que ya estaban muertos aunque tenían el café con leche humeándoles la sotabarba. Nunca me he sentido mejor ni he sido más feliz que montado en esa vieja gabarra en aquellos días lejanos y azules de la juventud cuando nos sentíamos capitanes; he quemado media vida en ese espacio con el codo en la mesa y el puño en la mandíbula viendo pasar el universo por el ventanal, pero llegó un momento en que supe que el café Gijón también era una mala forma de envejecer y por eso, hace años, opté por bajarme en la primera parada y dejar que la nave se alejara en la niebla por la Castellana, río abajo. El tiempo ha desdibujado los rostros que un día nos fueron familiares; las risas con los amigos han adquirido en la lejanía un sonido neumático; los veladores poblados de figuras que se multiplicaban en los espejos se han convertido en humo amarillo. En medio de ese mundo que se ha ido desvaneciendo en el recuerdo, Alfonso, el cerillero, permanecía con el perfil imborrable de viejo chiroki. A veces le llamaba por teléfono sólo para fingirme que todo seguía igual. Si alguien preguntaba por mí, él decía simplemente: " ya no viene por aquí". Alfonso, el cerillero, ha muerto; se ha ido a vender tabaco y lotería a la oscura región de Hades donde se puede fumar y todos los números salen premiados. Pero la imagen de Alfonso, el cerillero, permanecerá congelada para siempre en todos los espejos del café Gijón reflejando una época feliz, a la que deberé volver en la memoria para no deponer nunca las armas. No son las grandes tragedias las que echan abajo las cajas del teatro de nuestra vida sino la muerte de algún amigo fiel que sin darnos cuenta nos sustentaba.

El País/12-2-06

diumenge, de gener 29, 2006

Diumenge, 29 de gener

Huyamos nosotros

Javier Marías

fugida Hace trece meses, cuando ya se iniciaban con adelanto las descomunales latas relativas al cuarto centenario de la publicación del Quijote (o bueno, sólo de su Primera Parte), escribí aquí un artículo, titulado “Huya Cervantes”, que irritó a unos cuantos ya listos para sacar provecho de las celebraciones, sobre todo a algún novelista de muy patético destino: empeñado en ser el más cervantino de todos, el pobre hombre no se da cuenta de que cuanto sale de su pluma huele a zapatillas a cuadros y a casino de ciudad rancia. Ha pasado este año del Quijote y a mucha gente le ha sucedido lo que yo preveía: no soportan ya esa obra maravillosa, ni a sus extraordinarios personajes, ni a La Mancha, ni al desdichado Miguel de Cervantes, que tuvo una vida dura y de quien nunca podrá decirse que en paz descansa. Y eso que, al fin y al cabo, había cierta justificación –un número bien redondo– para dar tanto la vara, organizar tanta idiotez que inevitablemente ha idiotizado algo el libro, y marear y sobar a su autor, que huir no pudo. Ya se sabe que los muertos son los más indefensos.

Pero en realidad me equivoqué con el título de aquel artículo, porque a quienes tocaba huir era a nosotros, y lo desesperante es que, tal como está el actual mercado de la historia y del arte, nos toca huir todos los años. Se empezó con los centenarios, bicentenarios y demás arios de los acontecimientos históricos, los reinados de reyes, las guerras inolvidables y las destacadas batallas. En seguida se añadieron los de los literatos y artistas en general, y aquí se duplicó el asunto en el acto: cien años del nacimiento y cien de la muerte, sin que aún se sepa qué debería ser más importante (como ha recordado recientemente Francisco Rico, Juan Benet protestaba de que los periódicos dedicaran muchas páginas al fallecimiento de un gran escritor, y en cambio no dijeran una palabra de su nacimiento). A continuación se decidió festejar los cien años de la aparición de algún texto señalado, y dado que algunos autores dejaron varios bien señalados, se va –cómo decir– de Madame Bovary a La educación sentimental y de ésta a Bouvard y Pécuchet, por ceñirnos a un novelista que dio pocos títulos. Asimismo se fueron extendiendo, triplicando y cuadruplicando las conmemoraciones históricas, y se recurrió a los números más triviales y absurdos: que hayan transcurrido cincuenta años de algo, está bien, pase; pero ahora se arman grandes alharacas porque se cumplan sesenta (?) de cada singular episodio: de comienzo de la Segunda Guerra Mundial, de su término, del desembarco de Normandía, de la entrada en París de los aliados, de la caída de Berlín, de la muerte de Hitler, de la de Goebbels, de la de Göring, de la de Montgomery, Rommel, Eisenhower y San Juan Crisóstomo, por mencionar solamente a figuras indiscutibles. En España se marcará el 2006 en tinta roja por cumplirse en él no cincuenta ni setenta y cinco, sino setenta (?) años del estallido de la Guerra Civil, como si hace tan sólo siete no nos hubiéramos puesto ya pesadísimos con los sesenta de su final, o hace tan sólo cinco con los setenta (?) del advenimiento de la República.

En cuanto a los personajes artísticos, ya he leído que para 2006 se preparan todo tipo de abusivos eventos para que odiemos a varios genios en modo alguno olvidados, bajo los más peregrinos pretextos: se cumplen no doscientos ni trescientos, sino doscientos cincuenta (?) años del nacimiento de Mozart, por lo que tendremos Mozart a todas horas, como si fuera el único compositor vigente, para que acabemos hartos de su incomparable música. Aún más grotescas, sin embargo, son las razones aducidas para homenajear a Picasso: si no he entendido mal, se cumplen ciento veinticinco años (?) de su nacimiento, setenta (??) de que fuera nombrado Director del Museo del Prado, que ya me dirán qué extraña maravilla encierra eso, y veinticinco (???) del traslado del Guernica a España, cuando hace tan sólo nueve que se celebraron los sesenta (????) de que lo pintara. Y seguro que algunos otros artistas, militares, políticos o reyes hicieron algo hace treinta, o cuarenta y seis, o sesenta y dos años. No sé ustedes, pero yo, en el último decenio, me he encontrado en la incómoda situación de aborrecer, por empalago, a algunos ídolos míos, como Lorca, Aleixandre o Cernuda, y de no poder ni ver a otros que no me caen bien normalmente, como Dalí y Alberti. Este año me veré obligado a abominar de uno de mis pintores favoritos, Rembrandt, porque se da la mala pata de que nació hace cuatrocientos años. A veces no sé qué pensar del tratamiento y explotación de que hoy son objeto la historia y el arte. Se oscila entre el absoluto olvido de tantas figuras que nos ayudarían a sobrellevar nuestros días, y el arbitrario empacho anual de algunas de ellas, a las que se deja inservibles, exprimidas, exhaustas, durante al menos diez años. No creo, por ejemplo, que nadie vuelva a asomarse al pobre Quijote hasta el 2015. Y entonces, ahora que caigo, se cumplirán cuatrocientos de la publicación de su Segunda Parte, que, en cualquier año menos en ese, es aún mejor que la Primera.


EL PAIS SEMANAL - 29-01-2006

diumenge, de gener 15, 2006

Diumenge, 15 de gener

Galeón

Manuel Vicent

galeóEn la terraza de un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres, vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño comienza a soñar con los ojos muy abiertos. Todos nuestros juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de una forma u otra nos llevaban siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo del mar, - trirremes, carabelas, goletas, galeones, - que naufragaron a lo largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en los mares del Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en sensaciones a pleno sol. El viejo le cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban. El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros tesoros.

El País/ 15-1-06

dissabte, de gener 07, 2006

Diumenge, 8 de gener

Feliz año nuevo, señor Antunes

António Lobo Antunes


autopista Ahora, que es de noche, el ruido incesante de los coches en la autopista. ¿Hacia dónde van? Una infinidad de luces amarillas, faros distantes, casas reducidas a sombras, con las ventanas iluminadas pendientes del vacío, puntitos rojos parpadeando en lo alto de una loma, y es gracioso porque no hay loma, sólo hay puntitos. Allí están ellos, eternos, como esta noche eterna en que aumenta el ruido de los coches. En la Beira oigo a los animales de la tierra, minúsculos, pertinaces. Mi editor francés, Christian Bourgois, está enfermo de cáncer. Me pidió que lo visitase y estuve una semana con él, en París. Sufría mucho, no podía tragar, casi no podía andar, hablaba con dificultad y ni una queja siquiera. Flaco, con la cabeza rapada. Ni una queja. Le dije a su mujer

-Tu marido tiene mucho valor

me respondió

-No es valor, es elegancia

y comprendí que el valor es la forma suprema de la elegancia. Debo de haber comprendido bien, creo, porque cuando un amigo, en Oporto, dijo que a mí me gustaba la gente humilde, refiriéndose a los soldados que estuvieron conmigo en la guerra y vinieron para verme, le respondí

-No son gente humilde, son príncipes

y son auténticos príncipes porque eran valientes. También sin una queja. Cuando fuimos al Este, la última camioneta de la columna llevaba la caja cerrada. Fuimos a ver qué había, levantando la lona: transportaba nuestros ataúdes. Así, a hurtadillas, sin elegancia alguna. Nuestros ataúdes. Como estaban destinados a príncipes eran ataúdes baratos. Les ponían una corbata y una chaqueta a los muchachos y los metían bajo tierra para que hablasen de la Patria con las orugas. Christian bebía un sorbo de sopa de un cuenco, apartaba el cuenco

-No puedo

y se quedaba largo rato intentando recobrar el aliento. El ruido incesante de los coches en la autopista. Una infinidad de luces amarillas. Y yo acordándome de aquel borracho que gritaba

-Ay, vida, no me mereces.

Si al menos hubiese un intermedio de silencio y, en el intermedio de silencio, en cualquier punto de la oscuridad, una risa. Una risa al menos, aunque fuese del tamaño del sorbo de sopa de Christian. Pero una risa. Esta historia de los ataúdes se me grabó con tanta fuerza que a veces, frente a un semáforo en rojo, me parecía que el último automóvil de la fila, que intentaba descubrir en el espejo retrovisor, los llevaba. Aún hoy no estoy seguro de que no los lleve en realidad.

Qué gracioso: da la impresión de que en lugar de escribir voy hablando a la deriva: aferro cualquier sombra a mi alcance, según viene, y la pongo aquí. Ahora, por ejemplo, veo el pozo de la casa de mis padres, que mandaron tapar con miedo a que nos cayésemos dentro. Al principio, recuerdo, tenía sólo una reja: observaba y, en el fondo, veía mi reflejo estremeciéndose y el cielo por detrás. Creo que fue la primera vez, al reparar en mí fuera de un espejo, que me convencí de que existía más allá de la familia, individual, único. Que tenía que construirme a mí mismo, sin ayuda. Y comencé a negarme, sistemáticamente, a que los demás me moldeasen: esto entre tropiezos, debilidades, miedos, los perros de toda clase que se abalanzan de repente en el camino. Las últimas palabras que Christian Bourgois me dijo, al marcharme, fueron

-No te preocupes por mí

y se quedó mirando la sopa en el cuenco. Antes habían sido

-No creo en el alma, no creo en otra vida, no creo en Dios.

A la salida de su casa el gran espacio de los Invalides, aquellos árboles bien educados, aquella grandeza sin misterios. Y mis pasos, solo, por la Rue Vaneau, hasta la casa donde vivía André Gide, con la placa en la fachada. La impresión de divisarlo a través de la ventana, con sus sombreros inverosímiles. La pequeña taberna donde almorzaba a veces, atento a las apuestas de las carreras de caballos, la señora gorda y coja que me servía el plato. Mujeres que se asemejaban a pájaros, viejos frioleros. El hotel, antiguo, con las tablas gimiendo bajo mis pies. Tantas horas escribiendo en la habitación de la quinta planta donde me quedo siempre, con el televisor, sin sonido, que me hace compañía. El pintor José David mostrándome sus cuadros: la lengua le salía por el medio del bigote y humedecía el papel del cigarrillo de un extremo al otro, como si tocase la gaita gallega.

-No te preocupes por mí

y las gafas sobre el cuenco. Qué desesperada, amigos, puede ser la elegancia. Nunca levantéis la lona de una camioneta para no dar de bruces con vuestro ataúd.

Casas reducidas a sombras, ventanas iluminadas pendientes del vacío. Al abandonar el edificio de Bourgois, en la Rue de Tayllerand, miré hacia arriba y todo estaba apagado: ¿habría dejado de existir cuando entré en el ascensor? Prometí volver en enero o, mejor dicho, me pidió que volviese en enero: ¿aún seremos los mismos? ¿La placa de Gide seguirá fija en su fachada? Con mi editora italiana, Inge Feltrinelli, bailamos en más de una ocasión el Singing in the Rain en la calle: yo era un Gene Kelly mediocre, ella una Cyd Charisse estupenda. Además, ha hecho unas fotografías formidables de escritores: hay una de Hemingway durmiendo el sueño de los justos en el suelo de su sala. Otra de Gary Cooper, gordo como un coche, empuñando un vaso. (Éste no escribía, que yo sepa, pero para el caso da lo mismo). Y Moravia. Y Ginsberg con su amante. Bailábamos y cantábamos. E imité a Groucho Marx. Y Louis Armstrong. Y Tony Benett. Hasta un taxi se paró a aplaudir. Bajando de Montmartre, de la casa de Dalí, donde ahora vive Valerio Adami. Vuelvo en enero de 2005: feliz año nuevo, señor Antunes. ¿Hacia dónde van los coches de la autopista, dígame? Lo sé: van en columna hacia el este de Angola con un grupo de príncipes dentro: Boaventura, Alves, Licínio, Matosinhos: aún seguimos nosotros por aquí, los ataúdes no nos han pillado, no clavaron en ellos la medalla con el número mecanografiado y el grupo sanguíneo que llevábamos al cuello. Tantos cabellos canosos, qué extraño: nos disfrazaron de señores pero, en el fondo, ninguno de nosotros ha cambiado. No te preocupes por mí, exigió Christian, con un olfato tan certero para descubrir talentos. Tranquilo, que no me preocupo: cuando no haya más coches en la autopista me levanto y me voy a la cama. Sin mirarme al espejo, claro, porque en el espejo está Gene Kelly bailando. Y Groucho Marx revirando los ojos. Y los labios, magullados por la trompeta, de Louis Armstrong. Y Tony Benett arrancando con la orquesta: a todos vosotros, que me hicisteis feliz, que Dios Nuestro Señor os dé salud y buena suerte. Y me quedo aquí levantando a escondidas, con miedo, sin elegancia alguna, la lona de la última camioneta.

Traducción de Mario Merlino.

El País/ BABELIA 7-1-2006


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