Dilluns, 25 novembre
Temps de revival
Almudena Grandes: "Marcas generacionales"
Cuando la luz de la euforia dejó paso a una neblina de desilusión en los ojos de su hijo, los dos cruzaron una mirada de inteligencia tácitamente pactada desde hacía mucho tiempo. Y sin embargo, cada uno pensó en sí mismo.Ella, más joven, recordó unas botas de plástico –de plástico auténtico–, con una lengüeta rematada con flecos y tachuelas del color del bronce trepando pierna arriba, que su madre le ofreció sin caja, sin bolsa, una culpable ausencia de detalles. Aquel año, ella quería unas botas, lo había anunciado ya en septiembre, antes de quitarse las sandalias, quiero unas botas, quiero unas botas, quiero unas botas... Su madre no dijo nada al principio. Luego le recordó que su calzado del año anterior estaba nuevo. Después revisó con ella su armario, intentando convencerla de que unas botas del año de Maricastaña y el número 37 la estaban muy bien, cuando ya el 38 de sus propios zapatos le quedaba muy justo. Ella siguió, incansable, quiero unas botas, quiero unas botas, quiero unas botas... Una tarde de sábado fueron juntas de compras, pero, según su madre, que se obstinó en aparentar una sordera inexistente ante sus múltiples y carísimas sugerencias, no encontraron nada. Y por fin le trajo aquel horror, plástico auténtico, oferta estrella de la semana en uno de esos hipermercados que acababan de abrir.
Él, casi diez años mayor, recordó en colores. Etiquetas blancas con letras azules, etiquetas naranjas con letras negras, etiquetas negras con letras rojas, todas despreciables por igual. Los únicos vaqueros que molaban, los únicos que no daban vergüenza y merecía la pena llevar, tenían una etiqueta roja con letras blancas. Él lo sabía, sus amigos lo sabían, los dependientes de las tiendas lo sabían, sus hermanos lo sabían, todos los habitantes de este maldito planeta lo sabían. Todos menos su madre. Pero, vamos a ver... Si pone lo mismo, ¿no? Es el mismo pantalón, de la misma marca, con la misma tela, la misma forma, la misma palabra en la etiqueta... Pues no, mamá, claro que no, porque no son auténticos. ¿Y qué son?, su madre ponía los brazos en jarras, ¿de cartón piedra? ¿Pero tú estás tonto o qué? Al final no le quedaba más remedio que usar esos vaqueros de segunda clase, nacionales, espurios, sucedáneos. Les cortaba la etiqueta con las tijeras de las uñas y mucho cuidado, eso sí, por si colaba y alguien pensaba que el legendario pedacito de tela roja se había caído.
Ella pensó en las botas, que al fin y al cabo resultaron de buena calidad y eran muy cómodas, y él, en sus vaqueros anónimos de etiqueta cortada, cuando el hijo al que habían educado juntos, al borde ya de los once años, levantó las deportivas en el aire después de haberlas estudiado hasta en el menor detalle.
–Pero éstas... No son las que os pedí.
–Claro que sí –él reaccionó primero–. Querías unas botas altas, de las de jugar al baloncesto, ¿no?
–Negras, de lona, con cordones negros –enumeró ella–. Éstas son las que querías.
–No. Porque esta marca no es de zapatillas, mamá, es de caramelos. Yo quería las que usan en la NBA, esas que tienen una etiqueta re¬¬donda, de plástico, y que son las buenas, las que lleva todo el mundo...
–¿Pero qué quieres? –y esta vez ella fue más rápida–. ¿Llevar lo que lleva todo el mundo? ¿Tú qué eres, un borrego o un niño inteligente?
–¡Soy un niño normal, mamá! Y quiero unas zapatillas que...
–Ya está bien. No se te ocurra volverle a hablar así a tu madre. Pediste unas zapatillas y te las hemos comprado, buenas, bonitas y como tú las querías. Así que se acabó.
–Pues no me las pienso poner. ¿Os enteráis? No me las voy a poner en la vida.
Su hijo dejó caer la caja al suelo, muy digno, y esperó estoicamente la bronca, los gritos, el bofetón, pero nada de eso se produjo. Así que se dio la vuelta, empezó a caminar despacio en dirección a la puerta y tampoco pasó nada. Bueno, sí que pasó, pero era lo que esperaba. Antes de salir miró a sus padres y vio que estaban muertos de risa. Entonces tuvo una visión desagradable, pero exacta, de su futuro inmediato, y adivinó que se pondría todos los días las zapatillas que acababa de despreciar, hasta que se le quedaran pequeñas o se rompieran por el exceso de uso.
EPS/El País 25-11-07
1. Aunque no se había ido nunca, vuelve la oscura corriente que corría rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos río Congo abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y vuelve también la vida de Kurtz a correr también rápidamente, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. Coincidiendo con el 150aniversario del nacimiento de Joseph Conrad, aparece una edición conmemorativa de El corazón de las tinieblas. Su autor escribió otras obras memorables, pero el largo monólogo de Marlow, contrafigura del propio Conrad en Corazón de tinieblas (ése sería el título más exacto, pues permite el doble sentido del original), se ha salvado de todas las oscuras corrientes del olvido.
Por la peculiaridad de su clima, de sus habitantes y de los turistas que la visitan, Barcelona se está convirtiendo en la capital europea de la chancleta. La llamen hawaiana o brasileña, lleve adheridos complementos de bisutería o no, tenga suela de goma o de cuero barnizado, los pies que nos rodean visten cada vez más esas formas primarias de calzado. Emparentadas con esta tendencia, y a un nivel superior en el escalafón pedestre, están las sandalias y sus múltiples variantes.
Continuamente se nos bombardea con las supuestas ventajas y simplificaciones de las nuevas tecnologías, que suelen resumirse en la siguiente frase: "Ahora podrá usted hacer esto y aquello y lo otro desde casa", como si no moverse y llevar una vida cada vez más sedentaria fuera algo beneficioso y, sobre todo, como si hacer algo sin desplazamiento equivaliera a no hacerlo, lo cual, claro está, es falso. Por el contrario, yo lo único que percibo es un crecimiento infinito de la burocracia, en todos los ámbitos. Nos vemos obligados a hacer mil gestiones y a cumplir con mil requisitos para cualquier nadería, como lo es a estas alturas comprarse o mantener un coche; no digamos para asuntos de mayor complicación, como adquirir o alquilar una casa, ejercer cualquier profesión o montar un negocio. Con las declaraciones de Hacienda, se nos fuerza a llevar cuenta exacta de lo que ganamos y gastamos, libros de contabilidad, directamente, y a almacenar infinidad de papeles y datos, durante cinco años que siempre son renovados, uno a uno. Cuando se muere alguien los trámites son interminables, y si deja herencia no digamos. El Estado actual es una obsesiva máquina de registrar: exige justificantes, comprobantes, actas, partidas, permisos, licencias, constancias para cada paso que damos o no damos. Los profesores universitarios que conozco, en cuatro países diferentes, se ven todos abocados a descuidar sus clases, son lo de menos, para atender casi exclusivamente a agobiantes tareas administrativas. Muchos profesionales liberales han de dedicar varios días al mes a preparar y emitir complicadísimas facturas si quieren cobrar por sus trabajos. Y no sé si de verdad se podrán hacer tantas cosas desde casa, pero las colas en las ventanillas y mostradores son cada día más lentas; yo no veo que los ordenadores sean muy rápidos en manos de funcionarios o de agentes de viaje, aunque no dudo que en otras podrían serlo.
Por fin llegó el día en que, al abrir un armario, le cayó el cadáver encima. Al parecer no se trataba de un fiambre humano, como en las novelas de misterio, sino de un montón de objetos olvidados que, de pronto, se derrumbaron y estuvieron a punto de aplastarle. Así comenzó para este hombre la revelación. En ese momento se dio cuenta de que vivía rodeado de cosas inútiles que no le interesaban absolutamente nada. Tenía montones de libros apilados en las sillas que nunca leería; cajas llenas de revistas, catálogos y recortes de periódicos bajo las camas, trajes apolillados en los arcones, que ya no se podía abrochar; zapatos viejos en las cajoneras, docenas de envases de medicinas caducadas; sobres de bancos, facturas, cartas y recibos; aparatos ortopédicos de algún antepasado muerto, la bicicleta estática que no usaba, trastos y cacharros por todas partes, antiguos regalos de boda y recuerdos de viajes. La sensación de estar rodeado de elementos estúpidos que coartaban su espacio y amenazan con ahogarle se convirtió en una psicosis angustiosa al transferirla igualmente a personas, ideas y fantasmas, que penetraban diariamente en su vida por todas las ventanas con la intención de estrangularle. Aquel día decidió hacer limpieza. Convencido de que nada hay más profundo que el vacío ni más bello que una pared blanca comenzó a regalar muebles, a vaciar armarios, a meter los cachivaches más insospechados en bolsas de basura y a tirarlo todo en el contenedor de la esquina. Fue un trabajo heroico que duró varias jornadas, en las que no se permitió ninguna duda, ninguna nostalgia. En la casa sólo quedaron una cama, una mesa, cuatro sillas, muy pocos libros, unos cubiertos y algunos platos, una botella de whisky, jabón y cepillo de dientes, sales de baño, cinco cuadros muy escogidos y el equipo de música, que ahora hacía sonar un concierto de Mozart para clarinete y orquesta cuyas notas reverberan con una nitidez extraordinaria por primera vez en un espacio desnudo. Al experimentar en su interior la poderosa carga que liberaba el vacío, mientras sonaba Mozart, se juró llevar esa ardua conquista también a su vida. En adelante ningún odio ni resentimiento ensuciarían su cerebro, no dejaría que ningún idiota le robara un segundo de su tiempo, ninguna comida basura entraría en su cuerpo como tampoco ninguna noticia estúpida alimentaría su espíritu. Era consciente de que sólo así, al abrir el armario, no le volvería a caer su propio cadáver encima.
El latido del corazón de la madre que oye del feto es semejante al zumbido rítmico que le llega al vecino de la primera planta desde la discoteca situada en el sótano. Ese sonido sincopado que nos martilleó antes de nacer y que ya hizo vibrar nuestras mucosas más íntimas lo reencontramos visceralmente a lo largo de la vida en el compás de ciertas melodías. Cuando pasa un coche vomitando por las ventanillas unas descargas salvajes de música bakaladera, pienso que el interior del vehículo es una placenta y que el tipo al volante se cree aún en el vientre de su madre. Han desaparecido los sonidos medievales: el yunque del herrero, el grito del buhonero, la trompetilla del pregonero, el rebuzno del asno en la soledad de la era a las tres de la tarde. En medio de aquel silencio compacto, que reinaba antes de que se inventaran los motores de explosión, de pronto, las campanas, los cohetes, el jolgorio de la multitud, las cornetas y tambores tenían un sentido orgiástico. Servían para que la gente, después de un largo periodo de tedio, reventara por dentro el día de fiesta. Hoy aquellos sonidos ya no son reconocibles. Se los han engullido los tubos de escape, las sirenas de las ambulancias, las taladradoras y el estruendo insoportable del tráfico. No obstante, quedan todavía algunos sonidos antiguos muy misteriosos. Ninguno tan aterrador como aquel cántico guerrero que oí una noche desde el exterior del campo de refugiados hutus en Tanzania. De pronto, en la cerrada oscuridad comenzaron a verse enormes fogatas en el campamento y en medio del resplandor de las llamas un coro de miles de voces se apoderó de todo el espacio de Benako. Aquel himno de guerra tenía un ritmo entreverado de rock y tam-tam cuyo eco se multiplicaba en el fondo de los valles. Los refugiados hutus parecían dispuestos a saltar todas las vallas para volver a Ruanda con la intención de vengar su suerte con una nueva fiesta de sangre. Después, no lejos de allí, en las reservas de Serengeti y Masai Mara en mitad de la noche también oí el fragor de las fieras que cazaban y se apareaban. Toda la sabana hervía de aullidos desgarrados, de los cuales unos eran de agonía y otros de máximo placer, mientras el sonido de un mosquito cruzaba una y otra vez la habitación buscando el modo de atravesar la mosquitera. Bastaba su hilo vibrátil para que el sueño se convirtiera en la pesadilla de un bombardeo. Oh, tiempos aquellos en que el rebuzno de un asno se oía a un kilómetro de distancia y se engullía todo el silencio.
C. Geli 22/02/2007. Salvador Giner recibió ayer el Premio Nacional de Sociología
De la no confesada decisión de aplazar y de la pereza que provoca poner en orden en nuestras cosas aparentemente secundarías viven los cajones menos frecuentados de nuestras vidas, aquellas plazas huecas que acogen lo que nos negamos a clasificar; lo que no queremos afrontar; recordatorios de las citas a las que no acudiremos y también reminiscencias de encuentros que no resultaron tan bien como preveíamos, que incluso resultaron fatales, humillantes, vergonzosos.