dissabte, d’octubre 28, 2006



Dissabte, 28 d'octubre


Mi noviazgo

Antonio Lobo Antunes

melancolia Los sábados por la tarde vamos al hospital a visitar a mi hermana. Está siempre sola bajo un árbol, apoyada en el tronco, de pie, con los ojos cerrados. Le llevamos fruta, galletas, zumos, le extendemos las bolsas y ella no hace ni un gesto para cogerlas. Durante años trabajó en una tienda, después hubo algo entre ella y el dueño de la tienda, creo que un embarazo y tal, mi padre la acompañó a la partera para resolver el asunto y al volver a casa, con mi hermana andando despacito, se apoyó en el tronco más próximo a nuestra planta baja, cerró los ojos y así sigue hasta hoy. Como soy once años menor que ella no me acuerdo de haber oído nunca su voz. Mi madre asegura que cantaba como las artistas de la radio pero no puedo confirmarlo porque no la oigo decir ni pío. La oigo respirar sobre mi cabeza y nada más. Y si la llamo

-Hermana

sigue indiferente, con la sombra de las hojas moviéndosele en la cara. Acabamos entregándole la fruta, las galletas y los zumos a un empleado que promete guardar todo en la despensa de la enfermería. Para mí que es él quien se come nuestros regalos porque lo veo más gordo cada vez que vamos de visita. Mi padre aún intenta

-Elsa

vuelve a intentar

-Elsa

y nanay de la China, mi hermana quieta y cantidad de gatos vagabundos en el patio y locos pidiéndonos cigarrillos. Un negro enorme acuclillado sobre una baldosa, con zapatillas. El médico nos recibió una vez, en una sala casi sin muebles, mi madre le informó enseguida

-Podría haber sido una artista si hubiera querido

y el médico nos despachó anunciando

-Vamos a ver, vamos a ver.

Hasta ahora no hemos visto nada. Al cabo de una hora se la llevan adentro de un brazo y mis padres y yo nos quedamos ahí un rato, como tontos, hasta que decidimos marcharnos. Hay ocasiones en que me parece oír una voz que canta pero seguramente es idea mía. El portero no nos devuelve las buenas tardes, metido en una jaula de cristal con el periódico. El dueño de la tienda contrató a otra dependienta. Es un señor gordo, de bigote, a punto de estallar ceñido a la corbata. Mi madre escupe al suelo, de lejos, si llega a cruzarse con él. El dueño de la tienda ni se fija.

A no ser los sábados, no pienso en mi hermana. Están el colegio, los amigos, una chica que me escribe cartitas. No es muy guapa, pero es mejor que nada. Las cartitas tienen versos sacados del libro de lectura. A lápiz. A menudo cambia una frase por otra. Qué más da: al fin y al cabo son cartas. La pena es que después vienen los sábados de nuevo y mi hermana en su tronco con una especie de camisón y el pelo despeinado que le tapa la cara. No me acerco mucho, tengo miedo a que me agarre de un brazo y me pegue su enfermedad. Compramos la fruta y las otras cosas en un local que está a veinte metros del portón. Mi padre se queda fuera esperando, en la acera. Hay momentos en que se me pasa por la cabeza que al salir nos encontraremos con él apoyado en un tronco. Hay momentos en que se me pasa por la cabeza que uno de estos meses toda mi familia estará apoyada en un tronco, con los ojos cerrados, y yo sin saber qué hacer en la casa desierta. Una vez que se acabe lo que hay en el armario, ¿qué voy a cenar? Supongo que acabaré alimentándome de las flores del papel de la pared. No sé si me apetece que mi hermana mejore. Me quedé con su habitación (antes yo dormía en la sala), los trastos pintados de blanco, la muñeca abriendo los brazos sobre la colcha, fotografías de compañeras, riéndose en la playa, con bañador, que dejan en mal sitio a la chica que me escribe cartitas, unos actores de cine recortados de revistas y sujetos con chinchetas al armario de la ropa. Debajo de uno de ellos, con mayúscula, Elsa Robert Redford. Mayúsculas escritas con pintalabios y después de las mayúsculas los labios pintados de mi hermana.

El dueño de la tienda no está representado. Me gustan las cortinas casi transparentes, con volantitos, y cómo las traspasa el sol. Y encontré su diario en un cajón, un libro con cubierta de nácar y un cierre de metal. De vez en cuando leo una página al azar. Robert Redford aparece siempre, rodeado de corazones entusiastas. Y en la cómoda cepillitos, perfumes, tubos de pintura para las mejillas. Un trébol de cuatro hojas de esmalte. Un deshollinador de porcelana, con escoba, frac y chistera. Un collarcito que no vale un pimiento.

A mí me resulta difícil asociar todo esto a mi hermana en el hospital. En una de las últimas visitas abrió un ojo y volvió a cerrarlo. Mi madre habló del ojo con el médico, esperanzada, y el médico revolviendo papeles

-Vamos a ver, vamos a ver

sin prestarle ninguna atención, me pareció. Mi madre tosió armándose de valor, se atrevió

-¿Cree que mi hija va a mejorar, doctor?

y el médico se alzó por encima de los papeles para mirarla molesto, en silencio. Volvió a inclinare buscando no sé qué en las carpetas y, mientras buscaba, le aclaró

-Vamos a ver, vamos a ver

olvidado de nosotros. No le puedo contar esto a nadie, pero no me importa que ella no mejore: ocurre que ya he elegido a una de las compañeras de las fotografías, la mayor de todas, con sombrero y gafas oscuras, en mi opinión mucho más interesante que Robert Redford, escribí con el pintalabios, con mayúscula, Carlos a la de gafas oscuras y me paso siglos pasmado ante ella. A veces le digo

-Hola

y hasta hoy no me ha respondido. Es una cuestión de tiempo. Trabaja también en la tienda y en cuanto ella

-Hola, Carlos

me resuelvo, voy derechito al mostrador sin hacer caso al dueño que intenta contenerme

-¿Qué es esto?

y nos casamos. Tengo casi trece años, dentro de poco me crecerá la barba y cabemos perfectamente los dos en la cama con la muñeca en medio. Sólo espero que a Robert Redford no se le ocurra arruinarme la vida: no soportaría una pintada tal como Suzy Robert Redford.

Traducción de Mario Merlino.

Babelia/ El Pais 28-10-06

diumenge, d’octubre 08, 2006



Diumenge, 8 d'octubre

El cazador

Manuel Vicent

fletxesPasaron los años. El ingreso en el bachillerato, el pantalón largo, la universidad, el primer amor, el trabajo, la boda, los hijos, la muerte de un familiar, el éxito de la empresa y así sucesivamente hasta llegar a una edad en que el hombre volvió la vista atrás para analizar las cosas que había vivido y comprobó que su biografía no era sino una crónica de sucesos sujeta a una serie de fechas, que se habían transformado en un collar de perro en torno a su garganta. Un día supo que todo podía cambiar. Hasta entonces su vida se había contado por años, pero hubo un momento en que los años abandonaron el calendario para convertirse sólo en tiempo y su vida se abrió en varios brazos como un río cuando discurre mansamente por una tierra muelle, sin accidentes, hasta dar en el mar. El tiempo no son los años, pensó. El tiempo es un estado de ánimo, una conciencia de las cosas, un arte de vivir y de cazar. Esos humedales, ligeramente putrefactos, del final de un río son los más fecundos de todo su curso y allí se posan muchas aves azules, aunque tambien hay serpientes y caimanes en las ciénagas. El hombre se propuso erigir su vida en ese lugar entre la belleza y la muerte. Se sacudió el dogal que le apretaba el cuello hasta convertirlo en un círculo de hierro en torno a su persona donde a duras penas podía entrar un idiota, un pelmazo, un predicador desgañitado, un político imbécil o cualquier aguacil que se acercara dando órdenes perentorias. Para que los años se convirtieran sólo en tiempo necesitaba un arco con algunas flechas y sentirse libre. El paisaje de la desembocadura de un río lo forma siempre una línea difusa de agua blanda cuya bruma absorbe la franja rosada del horizonte. Así era también su memoria y dentro de ella se posaban muchas aves en sus migraciones. Decidió comenzar la cacería con el arco sin ninguna ansiedad. Puesto que su calendario no tenía fechas, su vida era ya una aventura personal y tumbado a la sombra de un árbol esperó. No tenía prisa. Finalmente tensó el arco y disparó tres flechas hacia lo alto sin apuntar a ninguna pieza determinada. Después se bajó el ala del sombrero hasta las cejas y mordiendo una brizna sintió que el tiempo discurría como un río por su conciencia y cuando el sol ya caía, vió que la primera flecha traía engarzado un pato salvaje, otra había cazado una garza de labios pintados de rojo y la tercera bajaba una carta con una cita de amor para una fecha indefinida. El tiempo consiste en que eso pueda suceder sin que el corazón se altere, pensó.

El Pais/8-10-06

dilluns, d’octubre 02, 2006



Dimecres, 4 d'octubre

La inteligencia instintiva

Álex Rovira Celma

broc petit Desde principios de los años noventa y a raíz del éxito del libro de Daniel Goleman Inteligencia emocional han sido editados numerosos textos que, con mayor o menor rigor, han tratado de aproximarse a otras dimensiones de la inteligencia.

Pero poco o nada se ha escrito sobre lo que podríamos denominar la inteligencia instintiva, entendiendo el instinto como lo define el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: “Conjunto de pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la conservación de la vida del individuo y de la especie”. O también en su otra y muy interesante definición: “Móvil atribuido a un acto, sentimiento, etcétera, que obedece a una razón profunda, sin que se percate de ello quien lo realiza o lo siente”. Este concepto me hace pensar en el tipo de inteligencia que quienes amamos a los animales y disfrutamos de su compañía hemos podido observar. Mi interés por este tema se inició hace unos cuantos años y a raíz de una circunstancia inesperada y sumamente trágica. Un buen amigo falleció en un accidente de automóvil. Tenía un bellísimo perro pastor alemán al que estaba muy unido. Según sus padres, en el mismo instante en que su hijo murió, Top, su perro, comenzó a aullar, llorar y gemir de una manera desgarrada y manifestó una especie de crisis de ansiedad. Tras unos minutos de desasosiego, Top quedó en una especie de estado aletargado que remitió progresivamente. La madre de mi amigo, al observar la reacción del animal, llegó a intuir que quizá algo grave había sucedido con alguno de sus hijos. Algo extraño, inquietante, se movió también en su interior. Una sensación de vacío y de tristeza que no podía explicar. Lamentablemente acertó. Al cabo de escasos minutos, el teléfono sonaba anunciando la tragedia. El caso es que entre el hogar de mi amigo y el lugar en el que tuvo el accidente había nada menos que cuatrocientos kilómetros de distancia.

Cuando escuché este relato quedé sumamente impactado y empecé a investigar si había otros casos similares. Hablé con veterinarios, biólogos y con personas que estaban en contacto frecuente con animales, y empecé a recopilar casos de situaciones parecidas. Finalmente, di con la pista de un libro fascinante del doctor Rupert Sheldrake, que estudió ciencias naturales en Cambridge y filosofía en Harvard, además de obtener un doctorado en bioquímica por Cambridge y ser miembro de la Royal Society y del prestigioso Clare College. El título del libro era Dogs that know when their owners are coming home (Perros que saben que sus dueños están camino de casa). En él, Sheldrake recopila centenares de casos de animales que manifestaban este tipo de inteligencia instintiva o desarrolladas capacidades preceptuales que los llevaban a sentir, aparentemente, la muerte de un ser amado en la distancia, el regreso de su dueño tras una ausencia, el aviso de un movimiento sísmico o incluso encontrar el camino del regreso a su hogar tras haber sido abandonados o llevados a cientos de kilómetros de distancia sin pista alguna sobre el camino, entre muchos otros comportamientos más que curiosos que no tienen explicación aparente ni por el sentido común ni por los criterios de análisis científico disponibles hoy.

La ciencia no para de aportar explicaciones fascinantes sobre el mundo, pero quedan aún muchas respuestas que desconocemos. Se trata de un territorio apasionante a explorar con rigor y con los mejores métodos, ya que detrás de estas aparentes anécdotas quizá se ocultan unas habilidades que tenemos también como animales humanos que somos, y que aún no han sido analizadas con rigor. Como todo investigador de lo insólito, se podría tratar a Sheldrake de seudo-científico o de soñador. Poco importa. La lectura de sus libros resulta sumamente estimulante y trata de poner en orden algunas intuiciones y conceptos que nadie se atreve a abordar porque los paradigmas científicos no encuentran respuestas convincentes.

Pero no sólo en el mundo de los mamíferos se dan hechos de difícil explicación atribuibles a eso que me gusta llamar la inteligencia instintiva. Entre los insectos, por ejemplo, abundan circunstancias curiosísimas, como lo que sucede cuando una hormiga reina es separada de su colonia: las trabajadoras siguen produciendo de acuerdo con un plan que regula sus movimientos. Sin embargo, si se mata a la reina, el trabajo de toda la colonia se detiene inmediatamente. La reina parece transmitir instrucciones y normas de funcionamiento a sus súbditos a distancia. Puede estar ella tan lejos como quiera para lograr una óptima transmisión y recepción, pero lo importante es que permanezca viva. Lo mismo parece suceder con la abeja reina y el resto de miembros de la colmena.

Queda mucho por investigar, todo son preguntas y hay pocas respuestas convincentes. Pero no cabe duda de que Descartes se equivocó cuando dijo que los animales no tenían alma. La tienen, no lo dudo, incluso algunos parecen tener un alma más tierna y sensible que algunos humanos. Esa alma, esa psique nos mantiene en relación, como siguiendo un orden oculto, un “campo mórfico”, en palabras del doctor Sheldrake; un código no consciente que transmite una especie de inteligencia instintiva que tal vez estamos olvidando y que algunos animales nos vienen a recordar, de vez en cuando, quizá para nuestro bien.

El Pais/1-10-2006

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Rupert Sheldrake