diumenge, de febrer 26, 2006

Diumenge, 26 de febrer

Strómboli

Manuel Vicent

Strómboli Un halcón marino estaba extasiado en el espacio de la isla de Strómboli y desde una altura que sobrepasaba la boca del volcán avistó un pez en el mar; de repente se plegó sobre sí mismo para convertirse en un dardo y se precipitó en el abismo a una velocidad mortífera hasta hundirse en el agua. El halcón emergió al instante con el pez en el pico; a continuación lo dispuso entre las garras a modo de quilla para evitar la resistencia del aire y ascendió de nuevo hacia la cima del monte, seguido de la hembra, que parecía admirar semejante proeza porque volaba a su lado con alas muy suaves. Ambos compartieron la pesca en un risco de lava muy alto. El volcán Strómboli suelta un cañonazo cada veinte minutos desde el fondo de sus entrañas, acompañado por un vómito de fuego, que discurre por una ladera hasta fundirse en el mar como en una fragua. Después sigue el silencio, que en esta isla es otro mineral. El silencio de Strómboli, como otra forma de lava ya petrificada, ha invadido desde hace miles de años los callejones del pueblo de San Vicenzo, el interior de las casas, el fondo de las almas de unos seres que te ven pasar, miran y callan. A medida que iba subiendo por una senda hacia la boca del volcán el olor a humo se apoderaba del aroma de las plantas silvestres y después de tres horas de camino era yo mismo quien echaba carbonilla por la nariz, pero a través de una nube oscura, desde la ladera, veía el violento mar como un acero bruñido bajo el acantilado y en el horizonte había una barca solitaria que faenaba en la pesca del atún rojo. Junto de la plazaleta de la iglesia del pueblo, la fachada de una casa color de rosa exhibe una lápida que explica que allí vivieron una pasión tórrida la actriz Ingrid Bergman y el director Roberto Rossellini durante el rodaje de la película Strómboli. Pese a la convulsión cósmica de la isla, aquella pasión atrae mucho más al viajero que cualquier explosión de lava. El volcán está vomitando piedras incandescentes desde el principio de los tiempos y con una cadencia medida su rugido durante el sueño penetra en todos los cerebros hasta asimilar la propia locura con la ira de Dios. Pero en la isla de Strómboli, de padres a hijos se ha ido pasando la leyenda de que en el silencio más compacto de la noche los gemidos de amor salvaje de Ingrid Bergman se oían por todo el pueblo como un contrapunto a los rugidos del volcán. La historia de esta pasión, junto con el vuelo limpio y fulminante del halcón marino, es la que desafía a la naturaleza y redime al viajero.

EL PAÍS / 26-02-2006

diumenge, de febrer 12, 2006

Diumenge, 12 de febrer

De gavarres i amistats

GAVARRA: Barcassa; embarcació ampla i molt sòlida destinada principalment a transportar gent i mercaderies des de terra a un vaixell i viceversa (DCVB)

A un amigo

Manuel Vicent

Kartenspieler 1920/Otto Dix Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Gran Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista y los ojos un poco dormilones era el que cortaba el ticket en la puerta a los jóvenes soñadores, a las adolescentes con la cabeza llena de mariposas, que entraban azorados por primera vez en el café en busca de algo inaprensible con toda la ansiedad en el diafragma. El primer paso hacia la gloria literaria consistía en comprarle un paquete de cigarrillos o unos chicles al cerillero, quien brevemente avisaba a estos neófitos del peligro que podían correr en medio de aquella humareda donde se dibujaban las siluetas de muchos fantasmas, unos vivos y llenos de ingenio, otros que ya estaban muertos aunque tenían el café con leche humeándoles la sotabarba. Nunca me he sentido mejor ni he sido más feliz que montado en esa vieja gabarra en aquellos días lejanos y azules de la juventud cuando nos sentíamos capitanes; he quemado media vida en ese espacio con el codo en la mesa y el puño en la mandíbula viendo pasar el universo por el ventanal, pero llegó un momento en que supe que el café Gijón también era una mala forma de envejecer y por eso, hace años, opté por bajarme en la primera parada y dejar que la nave se alejara en la niebla por la Castellana, río abajo. El tiempo ha desdibujado los rostros que un día nos fueron familiares; las risas con los amigos han adquirido en la lejanía un sonido neumático; los veladores poblados de figuras que se multiplicaban en los espejos se han convertido en humo amarillo. En medio de ese mundo que se ha ido desvaneciendo en el recuerdo, Alfonso, el cerillero, permanecía con el perfil imborrable de viejo chiroki. A veces le llamaba por teléfono sólo para fingirme que todo seguía igual. Si alguien preguntaba por mí, él decía simplemente: " ya no viene por aquí". Alfonso, el cerillero, ha muerto; se ha ido a vender tabaco y lotería a la oscura región de Hades donde se puede fumar y todos los números salen premiados. Pero la imagen de Alfonso, el cerillero, permanecerá congelada para siempre en todos los espejos del café Gijón reflejando una época feliz, a la que deberé volver en la memoria para no deponer nunca las armas. No son las grandes tragedias las que echan abajo las cajas del teatro de nuestra vida sino la muerte de algún amigo fiel que sin darnos cuenta nos sustentaba.

El País/12-2-06