Diumenge, 29 de gener
Huyamos nosotros
Javier Marías
Hace trece meses, cuando ya se iniciaban con adelanto las descomunales latas relativas al cuarto centenario de la publicación del Quijote (o bueno, sólo de su Primera Parte), escribí aquí un artículo, titulado “Huya Cervantes”, que irritó a unos cuantos ya listos para sacar provecho de las celebraciones, sobre todo a algún novelista de muy patético destino: empeñado en ser el más cervantino de todos, el pobre hombre no se da cuenta de que cuanto sale de su pluma huele a zapatillas a cuadros y a casino de ciudad rancia. Ha pasado este año del Quijote y a mucha gente le ha sucedido lo que yo preveía: no soportan ya esa obra maravillosa, ni a sus extraordinarios personajes, ni a La Mancha, ni al desdichado Miguel de Cervantes, que tuvo una vida dura y de quien nunca podrá decirse que en paz descansa. Y eso que, al fin y al cabo, había cierta justificación –un número bien redondo– para dar tanto la vara, organizar tanta idiotez que inevitablemente ha idiotizado algo el libro, y marear y sobar a su autor, que huir no pudo. Ya se sabe que los muertos son los más indefensos.
Pero en realidad me equivoqué con el título de aquel artículo, porque a quienes tocaba huir era a nosotros, y lo desesperante es que, tal como está el actual mercado de la historia y del arte, nos toca huir todos los años. Se empezó con los centenarios, bicentenarios y demás arios de los acontecimientos históricos, los reinados de reyes, las guerras inolvidables y las destacadas batallas. En seguida se añadieron los de los literatos y artistas en general, y aquí se duplicó el asunto en el acto: cien años del nacimiento y cien de la muerte, sin que aún se sepa qué debería ser más importante (como ha recordado recientemente Francisco Rico, Juan Benet protestaba de que los periódicos dedicaran muchas páginas al fallecimiento de un gran escritor, y en cambio no dijeran una palabra de su nacimiento). A continuación se decidió festejar los cien años de la aparición de algún texto señalado, y dado que algunos autores dejaron varios bien señalados, se va –cómo decir– de Madame Bovary a La educación sentimental y de ésta a Bouvard y Pécuchet, por ceñirnos a un novelista que dio pocos títulos. Asimismo se fueron extendiendo, triplicando y cuadruplicando las conmemoraciones históricas, y se recurrió a los números más triviales y absurdos: que hayan transcurrido cincuenta años de algo, está bien, pase; pero ahora se arman grandes alharacas porque se cumplan sesenta (?) de cada singular episodio: de comienzo de la Segunda Guerra Mundial, de su término, del desembarco de Normandía, de la entrada en París de los aliados, de la caída de Berlín, de la muerte de Hitler, de la de Goebbels, de la de Göring, de la de Montgomery, Rommel, Eisenhower y San Juan Crisóstomo, por mencionar solamente a figuras indiscutibles. En España se marcará el 2006 en tinta roja por cumplirse en él no cincuenta ni setenta y cinco, sino setenta (?) años del estallido de la Guerra Civil, como si hace tan sólo siete no nos hubiéramos puesto ya pesadísimos con los sesenta de su final, o hace tan sólo cinco con los setenta (?) del advenimiento de la República.
En cuanto a los personajes artísticos, ya he leído que para 2006 se preparan todo tipo de abusivos eventos para que odiemos a varios genios en modo alguno olvidados, bajo los más peregrinos pretextos: se cumplen no doscientos ni trescientos, sino doscientos cincuenta (?) años del nacimiento de Mozart, por lo que tendremos Mozart a todas horas, como si fuera el único compositor vigente, para que acabemos hartos de su incomparable música. Aún más grotescas, sin embargo, son las razones aducidas para homenajear a Picasso: si no he entendido mal, se cumplen ciento veinticinco años (?) de su nacimiento, setenta (??) de que fuera nombrado Director del Museo del Prado, que ya me dirán qué extraña maravilla encierra eso, y veinticinco (???) del traslado del Guernica a España, cuando hace tan sólo nueve que se celebraron los sesenta (????) de que lo pintara. Y seguro que algunos otros artistas, militares, políticos o reyes hicieron algo hace treinta, o cuarenta y seis, o sesenta y dos años. No sé ustedes, pero yo, en el último decenio, me he encontrado en la incómoda situación de aborrecer, por empalago, a algunos ídolos míos, como Lorca, Aleixandre o Cernuda, y de no poder ni ver a otros que no me caen bien normalmente, como Dalí y Alberti. Este año me veré obligado a abominar de uno de mis pintores favoritos, Rembrandt, porque se da la mala pata de que nació hace cuatrocientos años. A veces no sé qué pensar del tratamiento y explotación de que hoy son objeto la historia y el arte. Se oscila entre el absoluto olvido de tantas figuras que nos ayudarían a sobrellevar nuestros días, y el arbitrario empacho anual de algunas de ellas, a las que se deja inservibles, exprimidas, exhaustas, durante al menos diez años. No creo, por ejemplo, que nadie vuelva a asomarse al pobre Quijote hasta el 2015. Y entonces, ahora que caigo, se cumplirán cuatrocientos de la publicación de su Segunda Parte, que, en cualquier año menos en ese, es aún mejor que la Primera.
EL PAIS SEMANAL - 29-01-2006
diumenge, de gener 29, 2006
diumenge, de gener 15, 2006
Diumenge, 15 de gener
Galeón
Manuel Vicent
En la terraza de un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres, vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño comienza a soñar con los ojos muy abiertos. Todos nuestros juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de una forma u otra nos llevaban siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo del mar, - trirremes, carabelas, goletas, galeones, - que naufragaron a lo largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en los mares del Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en sensaciones a pleno sol. El viejo le cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban. El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros tesoros.
El País/ 15-1-06
Galeón
Manuel Vicent
En la terraza de un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres, vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño comienza a soñar con los ojos muy abiertos. Todos nuestros juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de una forma u otra nos llevaban siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo del mar, - trirremes, carabelas, goletas, galeones, - que naufragaron a lo largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en los mares del Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en sensaciones a pleno sol. El viejo le cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban. El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros tesoros.
El País/ 15-1-06
dissabte, de gener 07, 2006
Diumenge, 8 de gener
Feliz año nuevo, señor Antunes
António Lobo Antunes
Ahora, que es de noche, el ruido incesante de los coches en la autopista. ¿Hacia dónde van? Una infinidad de luces amarillas, faros distantes, casas reducidas a sombras, con las ventanas iluminadas pendientes del vacío, puntitos rojos parpadeando en lo alto de una loma, y es gracioso porque no hay loma, sólo hay puntitos. Allí están ellos, eternos, como esta noche eterna en que aumenta el ruido de los coches. En la Beira oigo a los animales de la tierra, minúsculos, pertinaces. Mi editor francés, Christian Bourgois, está enfermo de cáncer. Me pidió que lo visitase y estuve una semana con él, en París. Sufría mucho, no podía tragar, casi no podía andar, hablaba con dificultad y ni una queja siquiera. Flaco, con la cabeza rapada. Ni una queja. Le dije a su mujer
-Tu marido tiene mucho valor
me respondió
-No es valor, es elegancia
y comprendí que el valor es la forma suprema de la elegancia. Debo de haber comprendido bien, creo, porque cuando un amigo, en Oporto, dijo que a mí me gustaba la gente humilde, refiriéndose a los soldados que estuvieron conmigo en la guerra y vinieron para verme, le respondí
-No son gente humilde, son príncipes
y son auténticos príncipes porque eran valientes. También sin una queja. Cuando fuimos al Este, la última camioneta de la columna llevaba la caja cerrada. Fuimos a ver qué había, levantando la lona: transportaba nuestros ataúdes. Así, a hurtadillas, sin elegancia alguna. Nuestros ataúdes. Como estaban destinados a príncipes eran ataúdes baratos. Les ponían una corbata y una chaqueta a los muchachos y los metían bajo tierra para que hablasen de la Patria con las orugas. Christian bebía un sorbo de sopa de un cuenco, apartaba el cuenco
-No puedo
y se quedaba largo rato intentando recobrar el aliento. El ruido incesante de los coches en la autopista. Una infinidad de luces amarillas. Y yo acordándome de aquel borracho que gritaba
-Ay, vida, no me mereces.
Si al menos hubiese un intermedio de silencio y, en el intermedio de silencio, en cualquier punto de la oscuridad, una risa. Una risa al menos, aunque fuese del tamaño del sorbo de sopa de Christian. Pero una risa. Esta historia de los ataúdes se me grabó con tanta fuerza que a veces, frente a un semáforo en rojo, me parecía que el último automóvil de la fila, que intentaba descubrir en el espejo retrovisor, los llevaba. Aún hoy no estoy seguro de que no los lleve en realidad.
Qué gracioso: da la impresión de que en lugar de escribir voy hablando a la deriva: aferro cualquier sombra a mi alcance, según viene, y la pongo aquí. Ahora, por ejemplo, veo el pozo de la casa de mis padres, que mandaron tapar con miedo a que nos cayésemos dentro. Al principio, recuerdo, tenía sólo una reja: observaba y, en el fondo, veía mi reflejo estremeciéndose y el cielo por detrás. Creo que fue la primera vez, al reparar en mí fuera de un espejo, que me convencí de que existía más allá de la familia, individual, único. Que tenía que construirme a mí mismo, sin ayuda. Y comencé a negarme, sistemáticamente, a que los demás me moldeasen: esto entre tropiezos, debilidades, miedos, los perros de toda clase que se abalanzan de repente en el camino. Las últimas palabras que Christian Bourgois me dijo, al marcharme, fueron
-No te preocupes por mí
y se quedó mirando la sopa en el cuenco. Antes habían sido
-No creo en el alma, no creo en otra vida, no creo en Dios.
A la salida de su casa el gran espacio de los Invalides, aquellos árboles bien educados, aquella grandeza sin misterios. Y mis pasos, solo, por la Rue Vaneau, hasta la casa donde vivía André Gide, con la placa en la fachada. La impresión de divisarlo a través de la ventana, con sus sombreros inverosímiles. La pequeña taberna donde almorzaba a veces, atento a las apuestas de las carreras de caballos, la señora gorda y coja que me servía el plato. Mujeres que se asemejaban a pájaros, viejos frioleros. El hotel, antiguo, con las tablas gimiendo bajo mis pies. Tantas horas escribiendo en la habitación de la quinta planta donde me quedo siempre, con el televisor, sin sonido, que me hace compañía. El pintor José David mostrándome sus cuadros: la lengua le salía por el medio del bigote y humedecía el papel del cigarrillo de un extremo al otro, como si tocase la gaita gallega.
-No te preocupes por mí
y las gafas sobre el cuenco. Qué desesperada, amigos, puede ser la elegancia. Nunca levantéis la lona de una camioneta para no dar de bruces con vuestro ataúd.
Casas reducidas a sombras, ventanas iluminadas pendientes del vacío. Al abandonar el edificio de Bourgois, en la Rue de Tayllerand, miré hacia arriba y todo estaba apagado: ¿habría dejado de existir cuando entré en el ascensor? Prometí volver en enero o, mejor dicho, me pidió que volviese en enero: ¿aún seremos los mismos? ¿La placa de Gide seguirá fija en su fachada? Con mi editora italiana, Inge Feltrinelli, bailamos en más de una ocasión el Singing in the Rain en la calle: yo era un Gene Kelly mediocre, ella una Cyd Charisse estupenda. Además, ha hecho unas fotografías formidables de escritores: hay una de Hemingway durmiendo el sueño de los justos en el suelo de su sala. Otra de Gary Cooper, gordo como un coche, empuñando un vaso. (Éste no escribía, que yo sepa, pero para el caso da lo mismo). Y Moravia. Y Ginsberg con su amante. Bailábamos y cantábamos. E imité a Groucho Marx. Y Louis Armstrong. Y Tony Benett. Hasta un taxi se paró a aplaudir. Bajando de Montmartre, de la casa de Dalí, donde ahora vive Valerio Adami. Vuelvo en enero de 2005: feliz año nuevo, señor Antunes. ¿Hacia dónde van los coches de la autopista, dígame? Lo sé: van en columna hacia el este de Angola con un grupo de príncipes dentro: Boaventura, Alves, Licínio, Matosinhos: aún seguimos nosotros por aquí, los ataúdes no nos han pillado, no clavaron en ellos la medalla con el número mecanografiado y el grupo sanguíneo que llevábamos al cuello. Tantos cabellos canosos, qué extraño: nos disfrazaron de señores pero, en el fondo, ninguno de nosotros ha cambiado. No te preocupes por mí, exigió Christian, con un olfato tan certero para descubrir talentos. Tranquilo, que no me preocupo: cuando no haya más coches en la autopista me levanto y me voy a la cama. Sin mirarme al espejo, claro, porque en el espejo está Gene Kelly bailando. Y Groucho Marx revirando los ojos. Y los labios, magullados por la trompeta, de Louis Armstrong. Y Tony Benett arrancando con la orquesta: a todos vosotros, que me hicisteis feliz, que Dios Nuestro Señor os dé salud y buena suerte. Y me quedo aquí levantando a escondidas, con miedo, sin elegancia alguna, la lona de la última camioneta.
Traducción de Mario Merlino.
El País/ BABELIA 7-1-2006
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Feliz año nuevo, señor Antunes
António Lobo Antunes
Ahora, que es de noche, el ruido incesante de los coches en la autopista. ¿Hacia dónde van? Una infinidad de luces amarillas, faros distantes, casas reducidas a sombras, con las ventanas iluminadas pendientes del vacío, puntitos rojos parpadeando en lo alto de una loma, y es gracioso porque no hay loma, sólo hay puntitos. Allí están ellos, eternos, como esta noche eterna en que aumenta el ruido de los coches. En la Beira oigo a los animales de la tierra, minúsculos, pertinaces. Mi editor francés, Christian Bourgois, está enfermo de cáncer. Me pidió que lo visitase y estuve una semana con él, en París. Sufría mucho, no podía tragar, casi no podía andar, hablaba con dificultad y ni una queja siquiera. Flaco, con la cabeza rapada. Ni una queja. Le dije a su mujer
-Tu marido tiene mucho valor
me respondió
-No es valor, es elegancia
y comprendí que el valor es la forma suprema de la elegancia. Debo de haber comprendido bien, creo, porque cuando un amigo, en Oporto, dijo que a mí me gustaba la gente humilde, refiriéndose a los soldados que estuvieron conmigo en la guerra y vinieron para verme, le respondí
-No son gente humilde, son príncipes
y son auténticos príncipes porque eran valientes. También sin una queja. Cuando fuimos al Este, la última camioneta de la columna llevaba la caja cerrada. Fuimos a ver qué había, levantando la lona: transportaba nuestros ataúdes. Así, a hurtadillas, sin elegancia alguna. Nuestros ataúdes. Como estaban destinados a príncipes eran ataúdes baratos. Les ponían una corbata y una chaqueta a los muchachos y los metían bajo tierra para que hablasen de la Patria con las orugas. Christian bebía un sorbo de sopa de un cuenco, apartaba el cuenco
-No puedo
y se quedaba largo rato intentando recobrar el aliento. El ruido incesante de los coches en la autopista. Una infinidad de luces amarillas. Y yo acordándome de aquel borracho que gritaba
-Ay, vida, no me mereces.
Si al menos hubiese un intermedio de silencio y, en el intermedio de silencio, en cualquier punto de la oscuridad, una risa. Una risa al menos, aunque fuese del tamaño del sorbo de sopa de Christian. Pero una risa. Esta historia de los ataúdes se me grabó con tanta fuerza que a veces, frente a un semáforo en rojo, me parecía que el último automóvil de la fila, que intentaba descubrir en el espejo retrovisor, los llevaba. Aún hoy no estoy seguro de que no los lleve en realidad.
Qué gracioso: da la impresión de que en lugar de escribir voy hablando a la deriva: aferro cualquier sombra a mi alcance, según viene, y la pongo aquí. Ahora, por ejemplo, veo el pozo de la casa de mis padres, que mandaron tapar con miedo a que nos cayésemos dentro. Al principio, recuerdo, tenía sólo una reja: observaba y, en el fondo, veía mi reflejo estremeciéndose y el cielo por detrás. Creo que fue la primera vez, al reparar en mí fuera de un espejo, que me convencí de que existía más allá de la familia, individual, único. Que tenía que construirme a mí mismo, sin ayuda. Y comencé a negarme, sistemáticamente, a que los demás me moldeasen: esto entre tropiezos, debilidades, miedos, los perros de toda clase que se abalanzan de repente en el camino. Las últimas palabras que Christian Bourgois me dijo, al marcharme, fueron
-No te preocupes por mí
y se quedó mirando la sopa en el cuenco. Antes habían sido
-No creo en el alma, no creo en otra vida, no creo en Dios.
A la salida de su casa el gran espacio de los Invalides, aquellos árboles bien educados, aquella grandeza sin misterios. Y mis pasos, solo, por la Rue Vaneau, hasta la casa donde vivía André Gide, con la placa en la fachada. La impresión de divisarlo a través de la ventana, con sus sombreros inverosímiles. La pequeña taberna donde almorzaba a veces, atento a las apuestas de las carreras de caballos, la señora gorda y coja que me servía el plato. Mujeres que se asemejaban a pájaros, viejos frioleros. El hotel, antiguo, con las tablas gimiendo bajo mis pies. Tantas horas escribiendo en la habitación de la quinta planta donde me quedo siempre, con el televisor, sin sonido, que me hace compañía. El pintor José David mostrándome sus cuadros: la lengua le salía por el medio del bigote y humedecía el papel del cigarrillo de un extremo al otro, como si tocase la gaita gallega.
-No te preocupes por mí
y las gafas sobre el cuenco. Qué desesperada, amigos, puede ser la elegancia. Nunca levantéis la lona de una camioneta para no dar de bruces con vuestro ataúd.
Casas reducidas a sombras, ventanas iluminadas pendientes del vacío. Al abandonar el edificio de Bourgois, en la Rue de Tayllerand, miré hacia arriba y todo estaba apagado: ¿habría dejado de existir cuando entré en el ascensor? Prometí volver en enero o, mejor dicho, me pidió que volviese en enero: ¿aún seremos los mismos? ¿La placa de Gide seguirá fija en su fachada? Con mi editora italiana, Inge Feltrinelli, bailamos en más de una ocasión el Singing in the Rain en la calle: yo era un Gene Kelly mediocre, ella una Cyd Charisse estupenda. Además, ha hecho unas fotografías formidables de escritores: hay una de Hemingway durmiendo el sueño de los justos en el suelo de su sala. Otra de Gary Cooper, gordo como un coche, empuñando un vaso. (Éste no escribía, que yo sepa, pero para el caso da lo mismo). Y Moravia. Y Ginsberg con su amante. Bailábamos y cantábamos. E imité a Groucho Marx. Y Louis Armstrong. Y Tony Benett. Hasta un taxi se paró a aplaudir. Bajando de Montmartre, de la casa de Dalí, donde ahora vive Valerio Adami. Vuelvo en enero de 2005: feliz año nuevo, señor Antunes. ¿Hacia dónde van los coches de la autopista, dígame? Lo sé: van en columna hacia el este de Angola con un grupo de príncipes dentro: Boaventura, Alves, Licínio, Matosinhos: aún seguimos nosotros por aquí, los ataúdes no nos han pillado, no clavaron en ellos la medalla con el número mecanografiado y el grupo sanguíneo que llevábamos al cuello. Tantos cabellos canosos, qué extraño: nos disfrazaron de señores pero, en el fondo, ninguno de nosotros ha cambiado. No te preocupes por mí, exigió Christian, con un olfato tan certero para descubrir talentos. Tranquilo, que no me preocupo: cuando no haya más coches en la autopista me levanto y me voy a la cama. Sin mirarme al espejo, claro, porque en el espejo está Gene Kelly bailando. Y Groucho Marx revirando los ojos. Y los labios, magullados por la trompeta, de Louis Armstrong. Y Tony Benett arrancando con la orquesta: a todos vosotros, que me hicisteis feliz, que Dios Nuestro Señor os dé salud y buena suerte. Y me quedo aquí levantando a escondidas, con miedo, sin elegancia alguna, la lona de la última camioneta.
Traducción de Mario Merlino.
El País/ BABELIA 7-1-2006
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