Huyamos nosotros
Javier Marías
Hace trece meses, cuando ya se iniciaban con adelanto las descomunales latas relativas al cuarto centenario de la publicación del Quijote (o bueno, sólo de su Primera Parte), escribí aquí un artículo, titulado “Huya Cervantes”, que irritó a unos cuantos ya listos para sacar provecho de las celebraciones, sobre todo a algún novelista de muy patético destino: empeñado en ser el más cervantino de todos, el pobre hombre no se da cuenta de que cuanto sale de su pluma huele a zapatillas a cuadros y a casino de ciudad rancia. Ha pasado este año del Quijote y a mucha gente le ha sucedido lo que yo preveía: no soportan ya esa obra maravillosa, ni a sus extraordinarios personajes, ni a La Mancha, ni al desdichado Miguel de Cervantes, que tuvo una vida dura y de quien nunca podrá decirse que en paz descansa. Y eso que, al fin y al cabo, había cierta justificación –un número bien redondo– para dar tanto la vara, organizar tanta idiotez que inevitablemente ha idiotizado algo el libro, y marear y sobar a su autor, que huir no pudo. Ya se sabe que los muertos son los más indefensos.Pero en realidad me equivoqué con el título de aquel artículo, porque a quienes tocaba huir era a nosotros, y lo desesperante es que, tal como está el actual mercado de la historia y del arte, nos toca huir todos los años. Se empezó con los centenarios, bicentenarios y demás arios de los acontecimientos históricos, los reinados de reyes, las guerras inolvidables y las destacadas batallas. En seguida se añadieron los de los literatos y artistas en general, y aquí se duplicó el asunto en el acto: cien años del nacimiento y cien de la muerte, sin que aún se sepa qué debería ser más importante (como ha recordado recientemente Francisco Rico, Juan Benet protestaba de que los periódicos dedicaran muchas páginas al fallecimiento de un gran escritor, y en cambio no dijeran una palabra de su nacimiento). A continuación se decidió festejar los cien años de la aparición de algún texto señalado, y dado que algunos autores dejaron varios bien señalados, se va –cómo decir– de Madame Bovary a La educación sentimental y de ésta a Bouvard y Pécuchet, por ceñirnos a un novelista que dio pocos títulos. Asimismo se fueron extendiendo, triplicando y cuadruplicando las conmemoraciones históricas, y se recurrió a los números más triviales y absurdos: que hayan transcurrido cincuenta años de algo, está bien, pase; pero ahora se arman grandes alharacas porque se cumplan sesenta (?) de cada singular episodio: de comienzo de la Segunda Guerra Mundial, de su término, del desembarco de Normandía, de la entrada en París de los aliados, de la caída de Berlín, de la muerte de Hitler, de la de Goebbels, de la de Göring, de la de Montgomery, Rommel, Eisenhower y San Juan Crisóstomo, por mencionar solamente a figuras indiscutibles. En España se marcará el 2006 en tinta roja por cumplirse en él no cincuenta ni setenta y cinco, sino setenta (?) años del estallido de la Guerra Civil, como si hace tan sólo siete no nos hubiéramos puesto ya pesadísimos con los sesenta de su final, o hace tan sólo cinco con los setenta (?) del advenimiento de la República.
En cuanto a los personajes artísticos, ya he leído que para 2006 se preparan todo tipo de abusivos eventos para que odiemos a varios genios en modo alguno olvidados, bajo los más peregrinos pretextos: se cumplen no doscientos ni trescientos, sino doscientos cincuenta (?) años del nacimiento de Mozart, por lo que tendremos Mozart a todas horas, como si fuera el único compositor vigente, para que acabemos hartos de su incomparable música. Aún más grotescas, sin embargo, son las razones aducidas para homenajear a Picasso: si no he entendido mal, se cumplen ciento veinticinco años (?) de su nacimiento, setenta (??) de que fuera nombrado Director del Museo del Prado, que ya me dirán qué extraña maravilla encierra eso, y veinticinco (???) del traslado del Guernica a España, cuando hace tan sólo nueve que se celebraron los sesenta (????) de que lo pintara. Y seguro que algunos otros artistas, militares, políticos o reyes hicieron algo hace treinta, o cuarenta y seis, o sesenta y dos años. No sé ustedes, pero yo, en el último decenio, me he encontrado en la incómoda situación de aborrecer, por empalago, a algunos ídolos míos, como Lorca, Aleixandre o Cernuda, y de no poder ni ver a otros que no me caen bien normalmente, como Dalí y Alberti. Este año me veré obligado a abominar de uno de mis pintores favoritos, Rembrandt, porque se da la mala pata de que nació hace cuatrocientos años. A veces no sé qué pensar del tratamiento y explotación de que hoy son objeto la historia y el arte. Se oscila entre el absoluto olvido de tantas figuras que nos ayudarían a sobrellevar nuestros días, y el arbitrario empacho anual de algunas de ellas, a las que se deja inservibles, exprimidas, exhaustas, durante al menos diez años. No creo, por ejemplo, que nadie vuelva a asomarse al pobre Quijote hasta el 2015. Y entonces, ahora que caigo, se cumplirán cuatrocientos de la publicación de su Segunda Parte, que, en cualquier año menos en ese, es aún mejor que la Primera.
EL PAIS SEMANAL - 29-01-2006
En la terraza de un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres, vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño comienza a soñar con los ojos muy abiertos. Todos nuestros juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de una forma u otra nos llevaban siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo del mar, - trirremes, carabelas, goletas, galeones, - que naufragaron a lo largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en los mares del Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en sensaciones a pleno sol. El viejo le cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban. El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros tesoros.