Divendres, 22 de desembre
Siente un autónomo a su mesa
Empar Moliner
Las fechas previas a la Navidad, entre los días 16 y 22, el trabajador autónomo sufre más que nunca los rigores de no estar asalariado. Y no sólo porque no tiene lote, con sus botellas de licor de kiwi y sus aceitunas, ni paga extra, ni lotería comprada por el jefe, sino porque no tiene cenas de empresa. Ustedes no saben lo hermoso que es tener una cena de empresa de la que despotricar, de la que hacer chistes tipo El Club de la Comedia. Es como estar solo en fin de año. Si estás solo, no puedes despotricar como si te toca pasar el fin de año en familia. No puedes decir que pasas de salir y que te quedarás en casita, porque tú no te diviertes cuando toca, sino cuando quieres. Eso se dice cuando se ama, porque cuando se ama ver el discurso del Rey es gracioso, pero no deprimente. El autónomo no tiene amigo invisible con objetos picantes comprados en una sex shop, ni posibilidad de ligoteo con el del departamento de ventas que se ha sentado a su lado. Ni de coger el tradicional pedo. Nada.Por eso, esta Navidad, fecha propensa a no tomarse tan a pitorreo los libros de Paulo Coelho, lo hago. Llamo a El Mussol, restaurante que estos días está repleto de cenas de empresa, y pido mesa para una. No voy a quedarme sin la tradición. No voy a dejar de coger el pedo de antes de Navidad sólo porque sea una triste autónoma, con mis liquidaciones trimestrales, mis tiquets de restaurante guardados en el cajón de las cosas desgravables y mi soledad laboral.
En el Mussol de la calle de Casp comprenden muy bien mi pesar y me dan una mesa. Les cuesta, porque estos días lo tienen lleno de grupos y más grupos. Llego a las nueve y espero a que el maître venga a sentarme. Delante de mí, una chica pregunta si han llegado ya los de Coinsa. (Será una empresa). Le dicen que sí, que a la derecha tienen la mesa. Yo, en cambio, le digo a la señorita que ya he llegado yo. La única persona de mi mesa. Me acompaña al rincón y me desea una feliz Navidad.
A mi alrededor, no hay un solo comensal que no pertenezca a un grupo de empresa. Sé reconocerlos a la legua. La diferencia de edad y de vestuario hace que adivines quién es quién. La secretaria, la contable, los dos dueños, el repartidor... Gente que nunca compartiría una cena. Tal vez alguno de ellos adivinará mi condición de autónoma y me sentará a su mesa, como a los pobres por Navidad. A mi derecha, hay una mesa para seis, y a medida que van llegando los comensales dejan un paquetito en una bolsa grande. El amigo invisible... Qué nostalgia ajena siento. La que parece la secretaria, una chica de uñas rojas como si acabara de arrancarle el corazón a un pollo, dice: "Espero que todos hayáis cumplido lo de no pasarse de 30 euros. Que luego hay unas diferencias increíbles...". El que parece uno de los jefes asiente con la cabeza al tiempo que añade: "Lo mío es una tontería. No me acordaba". Y dirigiéndose a la presunta secretaria, añade: "Por poco te mando a ti a comprarlo, Paula". Y ella se ríe y hace un gesto con las manos como de querer estrangularlo.
El camarero ya les toma nota. De primero tienen el clásico, ya mítico, picoteo. Adivino que han pedido el menú caro, el de 32 euros, porque yo he pedido el barato, el de 28 con 55, y no tenemos lo mismo. Ellos comerán tabla de quesos, tabla de embutidos ibéricos, tabla de patés artesanos de pato, variado de verduras a la brasa y pan con tomate. Yo, en cambio, un plato que se anuncia como "escalivada de la masía", además de verduras a la brasa, champiñones de Osona a la brasa y tabla de embutidos de "ca la petita". De segundo, en cambio, ellos y yo tenemos lo mismo: el no menos clásico entrecot con patatas y champiñones. Claro que, la segunda opción de ellos es magret de pato y la mía cordero. En cambio, no comprendo por qué razón ellos de postre tienen helado de turrón y en cambio yo, que tengo el menú barato, puedo pedir postres a la carta.
Con emoción asisto a un momento privilegiado. En la mesa del fondo alguien pide silencio golpeando la copa con el tenedor. Habla la jefa. Pero no la oigo, porque el amable maître, al verme tan sola, me da conversación. Me cuenta que las reservas de grupos muchas veces fallan y que para curarse en salud les piden una paga y señal. "Los compañeros del otro Mussol me han comentado que les acaban de anular una mesa de 70. Imagínese...". También me cuenta que los de la mesa larga son de una emisora de radio y que el menú lo paga la empresa. "Si paga la empresa están mucho más relajados", me explica. Y añade: "Emborracharse no se emborrachan, pero sí que puede pasar que alguno no se acuerde de que está casado...".
Pasan las horas, llegan los postres y asisto a otro momento privilegiado de las cenas de empresa. Me refiero, claro está, a la transformación de las copas. Las copas que contenían vino, ahora contienen vino, pan, agua, aceite y vinagre. Esto me hace sentir una nostalgia empresarial como nunca había sentido. Ser asalariado, según como, tiene sus ventajas. Ahora me haré el amigo invisible. Y, luego, con las copas, me meteré mano, a ver si me dejo. Si en el Mussol no tienen sitio, iré a La Rueda, que también es muy tradicional. O al Vinya Roel. La cuestión es celebrar con tus seres queridos que llega la Navidad, aunque tus seres queridos seas tú mismo, triste autónomo.
El País/21-12-06
1. "La vida es una sorpresa, de modo que también puede serlo la muerte".
Los sábados por la tarde vamos al hospital a visitar a mi hermana. Está siempre sola bajo un árbol, apoyada en el tronco, de pie, con los ojos cerrados. Le llevamos fruta, galletas, zumos, le extendemos las bolsas y ella no hace ni un gesto para cogerlas. Durante años trabajó en una tienda, después hubo algo entre ella y el dueño de la tienda, creo que un embarazo y tal, mi padre la acompañó a la partera para resolver el asunto y al volver a casa, con mi hermana andando despacito, se apoyó en el tronco más próximo a nuestra planta baja, cerró los ojos y así sigue hasta hoy. Como soy once años menor que ella no me acuerdo de haber oído nunca su voz. Mi madre asegura que cantaba como las artistas de la radio pero no puedo confirmarlo porque no la oigo decir ni pío. La oigo respirar sobre mi cabeza y nada más. Y si la llamo
Estar con el agua al cuello es un ideal de vida siempre que uno sepa nadar. Con el agua al cuello se puede practicar el elegante estilo mariposa o chapotear alegremente como una foca feliz. Todo son ventajas. Cuando el nadador se agota, hace pie, descansa, recupera el aliento y a continuación puede seguir braceando con el ritmo que él mismo se imponga. En el mar como en la vida, lo peor es que el agua o el éxito te cubra por completo. En este caso para mantenerse a flote uno está obligado a bregar continuamente, con la amenaza de que si paras, te hundes. El artista que ocupa las cabeceras de cartel, el escritor que más libros vende, el empresario que más negocios levanta, la figura de radio o de televisión con mayor índice de audiencia, el financiero que más bancos se traga, estos héroes en cuyo espejo la sociedad se mira, saben que, al levantarse cada mañana, les espera el abismo lleno de predadores al pie de la cama y que no serán nada si ellos no desarrollan también unos dientes de tiburón. Salen de casa, los recibe el mecánico en el portal, suben al coche blindado y comienzan a nadar en el asfalto, en el despacho, en el plató. De pronto sienten un tirón. Alguien les ha arreado un bocado desde abajo. No obstante, siguen nadando como si nada hubiera pasado, pero son conscientes de que acaban de perder una pierna. Poco después notan otra dentellada en un costado. Mientras bracean con furia sin perder el ánimo, se palpan las costillas y antes de que encuentren el hueco que ha dejado la herida, comienzan a oler a sangre. Entonces deciden contraatacar. Cuando uno permanece en la superficie del éxito teniendo bajo el cuerpo cien brazas de profundidad, hay que morder para seguir arriba y al mismo tiempo nadar para no ahogarse. Mitad gloria, mitad agonía, mitad euforia, mitad depresión, ésas son las dos caras del éxito. El público contempla a estos triunfadores en las recepciones oficiales o en las tribunas donde se reparten medallas y en apariencia los ve enteros, pero debajo de su rostro sonriente y de su traje oscuro apenas les queda nada. Vienen de una guerra muy carnívora. Todos son héroes mutilados. Tampoco sirve vivir con agua a la rodilla, porque uno se debate contra las rocas del fondo y acaba desollado. Cada uno tiene su propia orilla marcada. A ella hay que llegar sin que el esfuerzo te haga zozobrar antes de alcanzarla. El ideal es estar siempre con el agua al cuello. Con ese nivel nadie se ahoga; en cambio te permite cierta emoción al desafiar las olas que te manda el azar.
Podía volar. "Se le observaron también momentos de levitación, sobre todo cuando estaba rezando y la fuerza del amor de Dios lo levantaba del suelo", escribe Vergés. En esto, san José Oriol no era tan excepcional, pues cerca de 200 santos han tenido el mismo poder, entre ellos el protojesuita y mártir san Francisco Javier, y santa Teresa de Ávila, que levitaba durante sus éxtasis místicos aterrorizando a sus compañeras de convento, que temían que aquello llegase a oídos de la Inquisición y se tomase por cosa de brujería; o el florentino san Felipe Neri, quien sentía a Dios en el pecho como una bola de fuego candente, aunque quizá no fuese sino un tumor lo que tenía; o, en fin, José de Copertino, sobre el que se extiende el encantador Blaise Cendrars en ese libro singular, mezcla de historia de la aviación y de recuento de santos voladores, que es Le lotissement du ciel. Al igual que Felipe Neri, José de Copertino era un estudiante pésimo, incapaz de concentrarse, pero aprobó brillantemente los exámenes para ordenarse presbítero tras encomendarse al amparo de la Santísima Virgen. A los lectores que estén preparando exámenes de fin de curso les agradará saber que pueden recabar su amparo rezándole así: "Amable protector mío, a menudo el estudio me cuesta y me resulta difícil, duro y aburrido. Te ruego que me ayudes. Te prometo esforzarme más y llevar una vida más digna de tu santidad". Si además el estudiante contribuye, empollando de veras, el éxito está asegurado.
Ya lo advirtió Eugeni D´Ors: "Darwin, un caso de vocación malograda de sportsman y de cazador". Y es cierto, Charles Darwin podría haber sido cualquier otra cosa: médico, cura o incluso cazador. "¿No debemos precisamente los más importantes productos de la historia del espíritu al hecho de un cruce o de una indecisión entre caminos profesionales?", arguye D´Ors. En la vida de Darwin se cruzó el botánico Henslow, que lo animó a que se embarcara en el Beagle y realizara una exploración alrededor del mundo. A partir de aquel momento, Darwin pasó de coleccionar escarabajos a estudiarlos, de contemplar el paisaje a intentar comprenderlo, y su curiosidad científica creció en tan poco tiempo que a los pocos meses de embarcarse "ya no le interesaba la caza".
1 El amor es ciego, pero el matrimonio le devuelve la vista" (Lichtenberg).
El petirrojo pasa los veranos en el norte de Europa donde las costumbres de este pájaro son absolutamente respetadas: entra en las cocinas de las casas y los padres, los niños, los perros y los gatos lo aceptan como uno más de la familia. El petirrojo no es un pájaro audaz, sino simplemente confiado, porque después de veranear durante siglos en Escandinavia, en Holanda o en Inglaterra lleva esta coexistencia pacífica codificada en su cerebro, pese a que éste es del tamaño de un cacahuete. Cuando comienza el frío en Europa el petirrojo viene a invernar a España y aquí trata de seguir practicando las mismas reglas que ha aprendido en aquella refinada escuela de verano. Una mañana de noviembre se presenta en el alfeizar de la ventana y, sin pensarlo dos veces, da una ligera revolada y se posa en una mesa para picotear las migas que han quedado del desayuno. A pequeños saltos conquista después el interior de la cocina hasta llegar al fregadero. Un gato español no es ni de lejos un gato de Escandinavia. Mientras el petirrojo va saltando de acá para allá, el gato español, adormilado en un rincón, se despierta y en el primer momento no da crédito a lo que ven sus ojos. ¿Cómo es posible, parece pensar, que este insensato se meta en mis dominios sin saber el peligro que corre?. El gato se relame, se acerca muy despacio por detrás, da un zarpazo y se come al pájaro. Puede suceder que al dueño de la casa le gusten también los pajaritos fritos: en este caso entre él y el gato se establece una dura competencia por ver quien se lo zampa primero. Si esta lección de ornitología se aplicara a la política española actual, sin duda, el petirrojo audaz sería Rodríguez Zapatero, que se ha metido hasta el fondo en la cocina del poder, creyendose firmemente su papel de demócrata aprendido de sus antepasados republicanos. Otros políticos socialistas en el subconsciente creían que habían llegado a la Moncloa por un favor pasajero de la derecha; en cambio Zapatero es el primero que gobierna desde la izquierda sin complejo de okupa e incluso puede suceder que en esta vez el petirrojo se coma al gato. Una política progresista ejecutada con plena convicción podría convertir en poco tiempo en una antigualla a esos políticos de la derecha agreste, que sólo dan zarpazos y mientras el petirrojo los evita dando pequeños saltos en la cocina, dentro de unos años, al volver la vista a atrás, tal vez se vea lo lejos y antiguos que han quedado Rajoy y Aznar, sentados en la moqueta sin quitarse la corbata.
"El espejo que soy me deshabita". Este endecasílabo, el primero de un soneto famoso de Octavio Paz, poema mareante de azogues y reflejos, lo glosaba Savater en uno de sus primeros libros, creo que a propósito de Borges y de su conocido horror por los espejos, o quizá a propósito del relato de Carroll, en el que la niña Alicia entra en el mundo que se encuentra "al otro lado" del espejo; es curioso que hay frases así que tienen un poder que las hace inolvidables. Paz no es santo de mi devoción, pero desde que leí el sonetazo mascullo "el espejo que soy me deshabita" cada vez que entro en el bonito café bar La Confitería, local de estilo modernista, en la calle de Sant Pau, muy cerca del Paralelo. Aunque este establecimiento ahora abre también de día, es bien conocido por los noctámbulos, pues solía ser cita de trasnoche, para desparramarse luego por lugares más bravíos de los alrededores. Y es precisamente a altas horas de la noche, según recuerdo, cuando más impresionante resulta, destacando espectralmente en la semipenumbra el efecto de los espejos situados el uno frente al otro, a ambos lados de la mesita redonda que da a la ventana. El cliente se ve en el espejo de enfrente, y su imagen, rebotada por el espejo que tiene a la espalda, es rebotada también, y así hasta el infinito o hasta las posibilidades de observación retiniana, y parece que haya un ejército ordenado de tipos con idéntica cara, de manera que en el mundo del espejo se cumple el ensueño de Andy Warhol cantado por Lou Reed en Faces and names: "Si todos tuviéramos la misma cara y el mismo nombre, yo no estaría celoso de ti, ni tú celoso de mí"; una fantasía, desde luego, rara, rara, rara.
Como ya he dicho, cuando entro allí primero musito el verso de Paz, pero enseguida recuerdo la columna sin fin de Brancusi, que propone, en el lenguaje de la escultura, un juego de encadenamiento de la misma forma una y otra vez, con posibilidades de no concluir nunca, y que, como el juego de los espejos, tiene un efecto ambivalente: la columna sin fin -"colonne sans fin", la llamaba, en francés, el autor, y eso significa sin final, pero también inconclusa- es una forma de exaltación, de elegante proyección hacia lo alto, pero también un signo funerario, y así, en función conmemorativa de héroes del pasado, es como figura en su primer emplazamiento, junto a otras esculturas de Brancusi, en el parque de Targu Jiu, en su Rumania natal, que abandonó en beneficio de París.
Dios y Luzbel coincidieron en la consulta del urólogo. Tras recibir malas noticias respecto a sus próstatas, Dios propuso que fueran a tomar un café. El diablo, que se jactaba de haber inventado la lucha de clases, se resistió por miedo a que aquello dañara su reputación. Pero el Todopoderoso dijo que se lo debía: "No habrías podido descubrir la lucha de clases si yo no hubiera concebido previamente las clases". Tras pedir las consumiciones, Dios le preguntó quién le había recomendado aquel urólogo, y si podía pagarlo. "Le compré el alma al poco de que terminara la carrera", dijo Satán, "a cambio del éxito. Durante estos años han pasado por sus manos las próstatas de los artistas más famosos, de los escritores con más prestigio, de los obispos con la mitra más larga... No me cobra nada con la esperanza de que en un arranque de generosidad le devuelva el alma. Si nos saca adelante, igual se la devuelvo".
La casa se va vaciando poco a poco y comienzan a faltar personas y cosas en las salas que aumentan de tamaño. Aumenta también la sombra porque hay habitaciones que han dejado de abrirse y en donde el aire se ha detenido. Aunque no se llenen de polvo parecen muertas, los muebles que quedan inmóviles y dignos, una fotografía con una sonrisa que no se dirige a nadie, ojos que han renunciado a alcanzarnos, indiferentes. ¿En qué sitio viven ahora? En la pared, un cartel con mi retrato de hace siglos, una de esas giras de lecturas por Alemania: estoy apoyado en la fachada de la catedral de Colonia y debe de ser verano porque el sol me da en la cara. Otro retrato mío con escritores. El soporte de las pipas de mi padre. Me llevo una de ellas a la boca y me dan ganas de verme en el espejo así: ¿me pareceré a Sherlock Holmes? ¿Al comisario Maigret? ¿A un filatelista inglés? Los hombres con pipa adquieren un aspecto concienzudo y me gustaba verme con un aspecto concienzudo, responsable y serio. Un demonio interior me informa de que nunca lo tendré: ha de haber siempre no sé qué de chico irremediable en mi apariencia, la sospecha de un tirachinas en el bolsillo, cigarrillos clandestinos. ¿Tú no vas a crecer nunca? Huelgan las preguntas: no crezco. Ganas de dar puntapiés en latas, de contar el número de pasos de aquí a la higuera y, si acierto, me ocurrirá algo estupendo esta semana. Comenzar un libro, por ejemplo. Pero he acabado un libro y aún no tengo fuerzas para escribir. Tal vez en verano, o a principios del otoño. Por ahora lo que poseo es una fluctuación vaga que no cristaliza ni cobra sentido. Leo más, me siento, me levanto, me aburro.
Un halcón marino estaba extasiado en el espacio de la isla de Strómboli y desde una altura que sobrepasaba la boca del volcán avistó un pez en el mar; de repente se plegó sobre sí mismo para convertirse en un dardo y se precipitó en el abismo a una velocidad mortífera hasta hundirse en el agua. El halcón emergió al instante con el pez en el pico; a continuación lo dispuso entre las garras a modo de quilla para evitar la resistencia del aire y ascendió de nuevo hacia la cima del monte, seguido de la hembra, que parecía admirar semejante proeza porque volaba a su lado con alas muy suaves. Ambos compartieron la pesca en un risco de lava muy alto. El volcán Strómboli suelta un cañonazo cada veinte minutos desde el fondo de sus entrañas, acompañado por un vómito de fuego, que discurre por una ladera hasta fundirse en el mar como en una fragua. Después sigue el silencio, que en esta isla es otro mineral. El silencio de Strómboli, como otra forma de lava ya petrificada, ha invadido desde hace miles de años los callejones del pueblo de San Vicenzo, el interior de las casas, el fondo de las almas de unos seres que te ven pasar, miran y callan. A medida que iba subiendo por una senda hacia la boca del volcán el olor a humo se apoderaba del aroma de las plantas silvestres y después de tres horas de camino era yo mismo quien echaba carbonilla por la nariz, pero a través de una nube oscura, desde la ladera, veía el violento mar como un acero bruñido bajo el acantilado y en el horizonte había una barca solitaria que faenaba en la pesca del atún rojo. Junto de la plazaleta de la iglesia del pueblo, la fachada de una casa color de rosa exhibe una lápida que explica que allí vivieron una pasión tórrida la actriz Ingrid Bergman y el director Roberto Rossellini durante el rodaje de la película Strómboli. Pese a la convulsión cósmica de la isla, aquella pasión atrae mucho más al viajero que cualquier explosión de lava. El volcán está vomitando piedras incandescentes desde el principio de los tiempos y con una cadencia medida su rugido durante el sueño penetra en todos los cerebros hasta asimilar la propia locura con la ira de Dios. Pero en la isla de Strómboli, de padres a hijos se ha ido pasando la leyenda de que en el silencio más compacto de la noche los gemidos de amor salvaje de Ingrid Bergman se oían por todo el pueblo como un contrapunto a los rugidos del volcán. La historia de esta pasión, junto con el vuelo limpio y fulminante del halcón marino, es la que desafía a la naturaleza y redime al viajero.
Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Gran Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista y los ojos un poco dormilones era el que cortaba el ticket en la puerta a los jóvenes soñadores, a las adolescentes con la cabeza llena de mariposas, que entraban azorados por primera vez en el café en busca de algo inaprensible con toda la ansiedad en el diafragma. El primer paso hacia la gloria literaria consistía en comprarle un paquete de cigarrillos o unos chicles al cerillero, quien brevemente avisaba a estos neófitos del peligro que podían correr en medio de aquella humareda donde se dibujaban las siluetas de muchos fantasmas, unos vivos y llenos de ingenio, otros que ya estaban muertos aunque tenían el café con leche humeándoles la sotabarba. Nunca me he sentido mejor ni he sido más feliz que montado en esa vieja gabarra en aquellos días lejanos y azules de la juventud cuando nos sentíamos capitanes; he quemado media vida en ese espacio con el codo en la mesa y el puño en la mandíbula viendo pasar el universo por el ventanal, pero llegó un momento en que supe que el café Gijón también era una mala forma de envejecer y por eso, hace años, opté por bajarme en la primera parada y dejar que la nave se alejara en la niebla por la Castellana, río abajo. El tiempo ha desdibujado los rostros que un día nos fueron familiares; las risas con los amigos han adquirido en la lejanía un sonido neumático; los veladores poblados de figuras que se multiplicaban en los espejos se han convertido en humo amarillo. En medio de ese mundo que se ha ido desvaneciendo en el recuerdo, Alfonso, el cerillero, permanecía con el perfil imborrable de viejo chiroki. A veces le llamaba por teléfono sólo para fingirme que todo seguía igual. Si alguien preguntaba por mí, él decía simplemente: " ya no viene por aquí". Alfonso, el cerillero, ha muerto; se ha ido a vender tabaco y lotería a la oscura región de Hades donde se puede fumar y todos los números salen premiados. Pero la imagen de Alfonso, el cerillero, permanecerá congelada para siempre en todos los espejos del café Gijón reflejando una época feliz, a la que deberé volver en la memoria para no deponer nunca las armas. No son las grandes tragedias las que echan abajo las cajas del teatro de nuestra vida sino la muerte de algún amigo fiel que sin darnos cuenta nos sustentaba.
Hace trece meses, cuando ya se iniciaban con adelanto las descomunales latas relativas al cuarto centenario de la publicación del Quijote (o bueno, sólo de su Primera Parte), escribí aquí un artículo, titulado “Huya Cervantes”, que irritó a unos cuantos ya listos para sacar provecho de las celebraciones, sobre todo a algún novelista de muy patético destino: empeñado en ser el más cervantino de todos, el pobre hombre no se da cuenta de que cuanto sale de su pluma huele a zapatillas a cuadros y a casino de ciudad rancia. Ha pasado este año del Quijote y a mucha gente le ha sucedido lo que yo preveía: no soportan ya esa obra maravillosa, ni a sus extraordinarios personajes, ni a La Mancha, ni al desdichado Miguel de Cervantes, que tuvo una vida dura y de quien nunca podrá decirse que en paz descansa. Y eso que, al fin y al cabo, había cierta justificación –un número bien redondo– para dar tanto la vara, organizar tanta idiotez que inevitablemente ha idiotizado algo el libro, y marear y sobar a su autor, que huir no pudo. Ya se sabe que los muertos son los más indefensos.
En la terraza de un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres, vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño comienza a soñar con los ojos muy abiertos. Todos nuestros juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de una forma u otra nos llevaban siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo del mar, - trirremes, carabelas, goletas, galeones, - que naufragaron a lo largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en los mares del Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en sensaciones a pleno sol. El viejo le cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban. El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros tesoros.