diumenge, de novembre 27, 2005

Divendres, 2 de desembre


Fotos antigues


foto Mirar fotografies antigues és una activitat que és preferible realitzar en la més estricta intimitat. Ens porta records i ens aboca a l'abisme del que èrem i volíem ser... i no som. Mentre ens mirem, ens reconeixem i desconeixem en silenci. I acabem preguntant-nos qui és més autèntic: el nen que vam deixar enrera o l'adult que ens acompanya.



Los pantalones tiroleses

Javier Marías

Por un azar que no viene al caso, me he visto obligado a buscar y mirar fotografías viejas, sobre todo de infancia y de primera juventud. La visión de algunas de ellas la he compartido con mi padre y mis hermanos y los hijos e hijas de éstos, mis sobrinos y sobrinas, veinteañeros ya en su mayoría. Y así como a ellos las imágenes de sus padres y tíos, de niños o de muy jóvenes, les producían una mezcla de euforia, retrospectiva ternura e hilaridad, a los propios fotografiados –y a mi padre, supongo– nos suscitaban, creo, una combinación algo distinta: también la hilaridad aparecía a veces, pero siempre teñida, quizá inevitablemente, de un poco de lástima, otro poco de vergüenza ocasional –una edad ingrata, una moda demasiado fechada y por consiguiente anticuada– y, de tanto en tanto, una extraña sensación de simultaneidad, o mejor dicho, de reconocimiento inmediato y de tiempo abolido. Esto último se daba principalmente cuando uno era capaz de saber al instante en qué momento y lugar fue captada la imagen, recordaba las circunstancias con precisión y hasta el estado de ánimo general, o, más en concreto, “olía” y “palpaba” la ropa que llevaba puesta. Por poner un ejemplo no comprometedor, si yo me veía en la diapositiva con los resistentes pantalones tiroleses que mi madrina Olga nos trajo a todos de Alemania y que nos duraron más de un curso, mi pensamiento reflejo venía a ser: “Ahí estoy con los pantalones tiroleses, con su reno de nácar en la pechera de los tirantes”, y no, como sí me ocurría ante otras fotos, “Ahí estoy con aquellos pantalones tiroleses …” La diferencia es notable: en el primer caso, durante unos segundos, aún creo poseer esa prenda y –lo que es más llamativo y desde luego más cómico– creo poder enfundarme en ella como lo hice tantos días hacia mis ocho años; en el segundo, dicha prenda es ya irremediable pasado, es ajena, sé perfectamente que no se encuentra ya en mi ropero y que nunca me la volveré a poner (ni siquiera en un excéntrico viaje a Baviera, donde hasta los adultos las gastan iguales).

He dicho que al mirar esas fotos viejas surge a menudo un elemento de lástima. No se me entienda mal: esa palabra no significa lo mismo que autocompasión, la cual, desde mi punto de vista, estaría fuera de lugar. No se trata de pensar en lo inocente que era uno entonces (que lo era, y es indiferente en qué fecha se ponga este “entonces”); no es que uno se vea a la luz de hoy y se apiade, por así decirlo, del desconocimiento que el niño o el joven tenía de los sinsabores que le aguardaban, porque también ignoraba las satisfacciones, y rara es la vida que no se compone de ambas cosas, de decepciones y de contento, o de entusiasmos y de pesares. El sentimiento paternalista hacia uno mismo conviene evitarlo, más que nada por incongruente y absurdo, pero asimismo por dañino e inútil. No sólo es ridículo enternecerse con quien uno fue y hasta cierto punto sigue siendo (cuando los pantalones son los, y no aquellos), sino que supone conferir al pasado una categoría superior a la del presente, y otro tanto al ignorar respecto al saber. Mirar con nostalgia los tiempos en que “aún no sabía”, o “aún creía”, o “aún esperaba” o “abrigaba tal ilusión”, sólo puede explicarse –pues es una costumbre casi universal– en una época como la nuestra, que glorifica la infancia, la hace durar más que nunca en la historia, la estira y alarga, e incluso la contagia o instila en quienes hace mucho que la debieron dejar atrás. Claro que todos (salvo quienes padecieron una niñez atroz) tenemos a veces la sensación de que ese es nuestro verdadero sitio y de que todo lo posterior son accidentes, imposturas y artificialidad, y de que al yo auténtico y original no lo han sucedido más que falsos yoes con los que en el fondo tenemos poco que ver. Es lo que ha llevado a más de un escritor cursi a afirmar que “lleva un niño dentro”, que “la patria es la infancia”, que por lo tanto uno es un perpetuo exiliado y demás baratijas que relucen en las entrevistas.

La lástima, en mi caso al menos, obedece más bien a lo contrario: lejos de llevar a ningún niño dentro (sería una gran lata, eso aparte), lo que uno cree ver en sus fotos o en sus recuerdos viejos es que el adulto que somos estaba ya contenido en el niño que fuimos, y además no era difícil de vislumbrar. Más de una vez he contado que, al conocer a alguien con quien voy a tener trato, antes o después, y para saber a qué atenerme, procuro imaginar cómo sería en su infancia y cómo nos habríamos llevado entonces, si habríamos sido amigos o no nos habríamos podido soportar. Lo que uno descubre al cabo del tiempo es que si alguien contiene a alguien, es el niño al futuro adulto y no al revés; y al mirar las imágenes uno no puede por menos de pensar en la carga que eso supone, en cierto sentido. Pero también aquí está fuera de lugar la autocompasión: durante toda la historia los niños han sido proyectos de adultos, y si se ha cuidado la infancia ha sido por lo mucho que configura e influye en lo que vendrá más tarde, que es lo que importa. Hoy, por el contrario, la importancia se le da a la infancia en sí misma, como si el único y descabellado plan de la humanidad fuera el de formar y forjar niños eternos, perennes. Y la verdad, menudo plan. Y así nos va.


EL PAIS SEMANAL - 27-11-2005

dissabte, de novembre 26, 2005

Dissabte, 26 de novembre

Pedro Páramo

Margo Glantz

Juan Rulfo Uno. Sabemos que Juan Rulfo es autor de El llano en llamas, cuentos; una novela, Pedro Páramo; algunos guiones de cine, El gallo de oro, La fórmula secreta... Fragmentos de novelas destruidas, Los hijos del desaliento, La cordillera; un relato 'La vida no es muy seria en sus cosas'. Además de numerosas, magníficas, fotografías.

Dos. Sus textos presentan numerosas variantes en las sucesivas ediciones que tuvieron, un esfuerzo persistente para suprimir lo inútil. En alguna de sus entrevistas explica sobre Pedro Páramo: "Ahora, también la intención fue... quitarle las explicaciones. Era un libro un poco didáctico, casi pedagógico: daba clases de moral y yo no sé cuántas cosas y todo eso tuve que eliminarlo porque soy muy moralista y además... sí, fui dejando algunos hilos colgando para que el lector los completara... Si el lector no coopera, no lo entiende; él tiene que añadirle lo que le falta. Y parece que así ha sido. Muchos le han añadido más de la cuenta pero creo que llena esa intención. Siempre hay una participación muy cercana del lector con el libro, y él se toma la libertad de ponerle lo que le falta. Eso a mí me gusta mucho".

Tres. "Hay palabras que el diccionario llamaría arcaísmos", volvió a decir en otra entrevista; "es que aún esos pueblos hablan el lenguaje del siglo XVI. Ahora, como usted dice, no se trata de un retrato de ese lenguaje; está transpuesto, inventado, más bien habría de decir: recuperado".

Rulfo solía fabular también en sus entrevistas y lo hacía con delectación; con todo, reiteraba en ocasiones ciertas ideas, sirven de asidero y como los hablantes pueblerinos de su infancia, protagonistas indudables de sus narraciones, utilizaba un lenguaje "hermético" y a la vez sencillo. Traducir ese hermetismo fue uno de sus objetivos. Rulfo elimina palabras, corrige otras, cambia signos de puntuación con el deseo de alcanzar una mayor expresividad semántica y sonora para recrear una oralidad singular, la que reproduce un habla cuyos vocablos parecen vestigios de otros tiempos, en realidad una construcción, un "delicado ajuste verbal" como hubiera dicho Borges. A ese trabajo lo denomina "ejercitar un estilo", o, simplemente, "evitar la retórica", "matar al adjetivo, pelearme con el".

Gracias a la publicación de sus borradores en Los cuadernos de Juan Rulfo (1994) verificamos que, en el proceso de su escritura, Pedro Páramo se fue decantando y despojando de cualquier excrecencia explicativa o hasta narrativa. Y en esos cambios estructurales, que burlonamente Rulfo achacaba a sus editores, predomina la eliminación de cualquier palabra o acción que nulificara el impacto de la muerte. En los Cuadernos se observa, nítido, el procedimiento: se leen anécdotas, acciones y diálogos ya rulfianos, pero aún no sometidos a la operación de limpieza devastadora que les diera forma. Si se comparan esos borradores con los fragmentos que en Pedro Páramo estructuran la novela, se advierte que en ésta la discontinuidad cronológica y anecdótica les da sustento y sirve como contrapeso entre las palabras impresas y el silencio, mientras se va delimitando el ámbito narrativo, "... los muertos no tiene tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen se desvanecen".

En los Cuadernos cada fragmento iba titulado; en la novela se han liberado de esa carga, adquieren la ligereza necesaria para su indeterminación. Con la muerte pasa lo mismo. En el borrador llamado 'Después de la muerte', allí coleccionado, Rulfo se refiere a ella como un fenómeno natural, el de la degradación de la materia. Cuando en Pedro Páramo concluye el proceso a que ha sometido sus textos, dejándolos en vilo, devastados, consumidos, colindando con el silencio, la muerte se ha despojado también, se trata de una muerte física depurada, casi simbólica, ¿mineral?

El cuerpo simplemente se disuelve, como sucede con el cuerpo de Juan Preciado: "No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.

Digo para siempre".

O se pulveriza para formar parte del paisaje, como Pedro Páramo, quien al morir, "dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras".

La respuesta de Rulfo al desquicio de la geografía y el orden social cristaliza en una forma poética, la única que hubiera podido expresar esa profunda y definitiva escisión entre un modo de vida injusto pero organizado -el que impone Pedro Páramo- y otro totalmente calcinado, el que produjeron la Revolución y la Guerra Cristera. Se construye un espacio cuyos habitantes reales son las ánimas del purgatorio y el símil existe sólo como recurso descriptivo y no como fundamento textual. Comala es un pueblo habitado por almas en pena, de ninguna manera por almas muertas o fantasmas mágico-realistas. Las almas en pena siguen habitando Comala, son sus habitantes naturales, como si estuvieran vivos, a pesar de que sus casas estén derruidas, la yerba invada los quicios de las puertas y no haya límite entre la ciudad y el campo. Reducir Comala y sus habitantes a un infierno dantesco, convertirlos en arquetipo o simplemente en un mito de origen indígena, es resultado de una incomprensión y una abstracción universalista que sólo puede traducirse por "ajustes y dispositivos ideológicos" (Monsiváis).

La perpetuación de los estereotipos no explica la novela, sólo la desgasta y uniforma y la despoja de su singularidad.

El País/Babelia/ 26-11-05

Enllaç: Juan Rulfo

dissabte, de novembre 19, 2005

Dissabte, 19 de novembre

Mi colección de momentos

António Lobo Antunes


 No me gusta escribir en lugares confortables ni con bonitas vistas desde la ventana: es en una silla dura, frente a la pared, donde doy el do de pecho. Me complace trabajar en cocinas, desvanes, habitaciones de hotel con mesas inestables y los grabados más feos posible: me da igual el lugar siempre que no sea agradable. Durante años escribí sobre un tablero de mármol rajado, ahora lo hago sobre un tablero de cristal, gracias a Dios no siempre limpio, en un espacio helado en invierno y lleno de corrientes de aire en verano: hasta hoy he conseguido burlar la neumonía. Tampoco me quita el sueño dónde vivo, ni qué como, ni qué ropa me pongo. ¿Qué me importa entonces? Así de sopetón me importó cuando el tren en que iba, en Alemania, paró por la noche en una pequeña estación desierta y oí, en medio de la lluvia, un clarinete que sonaba en una casa invisible: me pareció que de repente entendía la vida y el mundo. ¿Qué música sería aquélla, casi sin nexo, transida entre las copas de los árboles, explicándome a mí mismo? O no música: más bien un hilillo de sonido. Aún debe de estar, cerca de Dortmund, siempre que un tren se queda por allí a la espera, en invierno, y la lluvia aumenta la sombra de los abetos. Me importan los cuervos de Ucrania sobre los campos de maíz. Un niño descalzo, con dos caballos cojos, entrevisto cerca de una iglesia antigua, en Rumania, bajando por una colina camino de un riachuelo: de vez en cuando uno de los caballos lamía el cuello del niño. Un borracho de Kazajistán cantando solo, arrimado a un muro, y sus largas barbas. Una señora de edad en una terraza de París, en cuya cara permanecían olvidados, aquí y allá, fragmentos de una belleza irrecuperable, semejantes a los restos de carteles que van palideciendo y rasgándose hasta mucho tiempo después de las elecciones. Ciertos escaparates suburbanos que nos ofrecen muñecos de cerámica

(pastoras, perritos, Quijotes)

polvorientos y patéticos, alineados en una orfandad de abandono. Esos perros que se dejaron lejos y vuelven humildes, enflaquecidos, pasados muchos días, a la casa donde vivieron, deteniéndose en el patio sin atreverse a entrar. Un oso de peluche, medio vacío de relleno, incitándonos

-Abrázame

con el ojo de cristal que queda. Las caderas vanidosas, hacia un lado y hacia otro, de los barquitos anclados, tan femeninos en sus meneos de cintura y, cómo no, ciertas olas que no acaban nunca y no nos llevan con ellas. La poetisa argentina Alfonsina Storni, cansada de esperarlas, decidió entrar en el mar e ir a su encuentro: qué otro remedio tuvieron las olas más que quedarse con su gorra, con todo el resto, con los versos que no tuvo tiempo de componer: tal vez los meneos de uno de los barquitos son los suyos. Y podría continuar la lista de lo que me importa durante horas mencionando, claro está, la frase que siempre me conmovió, de Charlotte Brontë en agonía, apretando la mano de su marido:

-No me voy a morir, ¿verdad? Hemos sido tan felices...

o Columbano Bordalo Pinheiro, uno de mis pintores, asomando, por momentos, de la somnolencia final, sorprendido:

-¿Aún estoy vivo?

Cosas de éstas, amargas o alegres, que me han ayudado a entender lo que soy, cómo soy, quién soy, y me iluminan cuando escribo: me bastan como lámparas, y también permiten ver hacia dentro fondos de pozo, sótanos, baúles, el gramófono con bocina al que se le daba cuerda con una manivela acodada, se colocaba la aguja roma, de acero, en el disco rayado, y la voz de Caruso, entre zumbidos y chasquidos, balbuciendo La Bohème, mientras la tía Madalena, abajo, regaba el jardín. Jack Dempsey, boxeador milagroso, en una revista amarilla. Un busto de Chopin, roto. Un ejemplar sin tapa del diario de la escritora George Sand, informando en cierto momento, a propósito del también escritor Mérimée:

"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."

(En el original: "J'ai eu Mérimée ce soir: c'est pas grand-chose...")

Y el olor a césped mojado elevándose hacia mí al atardecer. Vasos azules facetados en los que me ofrecían un traguito

(con la recomendación

-Sólo un traguito)

del anís que yo rondaba en la despensa como un ladrón. Tendrían que poder guardarse estos momentos en el banco para que rindan intereses. Y recibir el extracto a final de mes: en lugar del dinero un clarinete bajo la lluvia, una ola, la gorra de Alfonsina Storni y el olor a hierba mojada, el pobre Caruso intentando desprenderse del disco. Si el gestor de cuentas fuese listo, me informaría "este mes hay una ola más", "a finales de año espero conseguirle dos clarinetes", o "en seis meses, tal como están los mercados, Mérimée no va a desilusionar a la señora Sand". Y en el ejemplar sin tapa del diario, en lugar de

"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."

leeré

"Lo tuve esta noche. ¡Es estupendo!".

El País/ BABELIA - 19-11-2005

diumenge, de novembre 13, 2005

Diumege, 13 de novembre

Películas para periodistas

Carlos Fuentes

capote Las dos mejores películas que actualmente se exhiben en Estados Unidos tratan de manera importante temas que nos conciernen a todos. Los poderes y límites de la información. El derecho a la verdad y el derecho a la imaginación.

En Capote, el amanerado y narcisista autor de Desayuno en Tiffany abandona el circuito coctelero de Manhattan, desciende de los rascacielos verticales y se interna en la llanura sin horizontes de Kansas a fin de escribir la crónica de un crimen gratuito. Una familia de la clase media, los Clutter, han sido asesinados "a sangre fría" por dos hombres sin más oportunidad de sobresalir que ésta, atroz, de matar a los inocentes y esperar la notoriedad que su hazaña les conceda. Dos sociópatas, uno más inteligente que el otro, aguardan al cronista que haga legibles sus personalidades.

Tanto Truman Capote como los dos asesinos, Perry Smith y Dick Hickock, estaban hechos el uno para los otros. Los criminales deseaban, inocentes y perversos, salir del anonimato. El escritor, sabiéndose al final del ejercicio de cinismo decadente que le dio fama, necesitaba la ficción mayor de la realidad. Como un trío de ciegos perdidos en un laberinto, el escritor y sus personajes se encontraron sólo para perderse de nuevo. Perry y Dick en la horca. Truman Capote en su último gran éxito literario, antes de perderse, a su vez, en el alcoholismo y el chisme.

"Novela sin ficción", llamó Capote a su crónica del crimen. Algo más que un reportaje. Algo menos que una mentira. Pero en todo caso, un severo compromiso con la palabra. Es esto lo que le da un sentido informativo profundo a Capote. Los criminales quieren que su publicista inesperado, el famoso escritor, los salve de la horca. Quieren quedarse con la fama y la vida. Pero el escritor sólo puede prestarles su fama y arrancarles la vida. Esto es lo fascinante, lo terrible y lo alarmante de la relación. Truman Capote necesita que los criminales mueran para que su libro viva. Sin el dramático final en el cadalso, la obra de Capote quedaría inconclusa, apenas un asterisco, una nota roja. El escritor ha hurgado en la vida de sus personajes, los ha seducido, halagado, y al cabo, los ha traicionado. Ellos deben morir para que el libro tenga éxito.

Dudo mucho que haya un solo escritor (periodista o novelista) que no se sienta rozado por la verdad de Capote. ¿No sabemos todos que necesitamos la mala noticia para encabezar, editorializar o novelizar? ¿Qué sería de nosotros en un mundo paradisiaco, poblado sólo por ángeles? No hay noticia sin diablos. No hay novela sin demonios. Se necesita un genio cómico superior -Cervantes o Dickens- para crear personajes y situaciones en las que la bondad -Don Quijote, Pickwick- resulte interesante. Capote nos indaga a todos los que escribimos. Nos obliga a confrontar nuestra propia vanidad, nuestro egoísmo, nuestro engaño, por menores que sean comparados a la malicia mortal de Truman Capote.

 El otro lado de la medalla lo ofrece la película dirigida, en blanco y negro y mediante grandes acercamientos, por George Clooney, Buenas noches y buena suerte. Era la rúbrica del legendario reportero y editorialista de la CBS, Edward Murrow. A medida que, entre 1950 y 1954 el senador por Wisconsin, Joe McCarthy, atizaba su campaña contra las libertades públicas en nombre del anticomunismo, Murrow, con valentía moral y profesionalismo periodístico, salió como David a desafiar al abusivo y mendaz Goliat. En sus años de poder, McCarthy calumnió, denunció, fabricó pruebas falsas, y mandó al exilio, al suicidio, a la ruina y a la división a individuos y familias enteras. Le bastaba la denuncia seguida de la inquisición y la inquisición seguida de la delación. Escritores, actores, diplomáticos, periodistas. McCarthy segó a la inteligencia norteamericana. El que no fue víctima es porque fue delator.

Lo singular de la campaña anticomunista de McCarthy es que empleaba los mismos métodos de sus supuestos enemigos. Las purgas estalinistas de los años treinta son el modelo original de las purgas macartistas de los años cincuenta. Y como el fiscal Andrei Vichinsky en Moscú, McCarthy, en Washington, confiaba en amedrentar antes de juzgar y calumniar en vez de juzgar. Muchas fueron las víctimas. Muy pocos, los opositores. Entre éstos, destacó Edward Murrow y lo hizo desde una posición frágil y peligrosa. La CBS dependía, en grandísima medida, del aporte de sus anunciantes. Aunque en medida menor de la presión oficial. El presidente de la CBS, Bill Paley, manifestó sus temores a Murrow. Murrow escuchó las razones del jefe pero siguió adelante con las suyas. Paley respetó al periodista, aunque perdiera al anunciante. (Algo comparable sucedió en The Washington Post en 1974, cuando la dueña del periódico, Catherine Graham, respetó la libertad de sus reporteros, Carl Bernstein y Bob Woodward y de su director editorial, Bill Bradley, para perseguir el caso Wartergate que condujo a la ignominiosa caída del presidente Nixon).

A la postre, el senador McCarthy cayó en su propia trampa. A las críticas de Murrow no pudo responder sino con la eterna cantinela: el periodista era o había sido un comunista. Murrow demostró que esto no era cierto. Se mantuvo firme y esperó el inevitable momento en el que el senador, cegado por su propia arrogancia, montado sobre el silencio cobarde de los muchos y el sacrificio del honor ajeno, extendió la ilusión de su poder omnímodo al pantano de todos los errores: el favoritismo sin méritos e ilegal hacia sus secuaces, Roy Cohn y David Schine.

Alguacil alguacileado, McCarthy debió enfrentarse, inerme, a la misma justicia que había burlado. Juzgado y despojado de su posición, McCarthy ya no tuvo palabras para responder al juez Joseph Welch cuando éste le preguntó: "Dígame, senador, al fin y al cabo, ¿no tiene usted el menor sentido de la decencia?".

Estas dos películas arrojan una fría luz sobre el quehacer literario y periodístico. Hay que verlas con los ojos abiertos. Hacia el mundo y hacia nosotros mismos.

El Pais/ BABELIA - 12-11-2005

Enllaços:
Capote
Truman Capote
Edward Murrow
Good night and good luck

dijous, de novembre 10, 2005



Dijous, 10 de novembre

Pánico o victoria

Vicente Verdú

 La pesadumbre ¿puede crear prosperidad? Eric Fromm sostenía que provocar emociones luctuosas entre la población formaba parte de la estrategia del poder porque los ciudadanos decaídos suelen ser más fáciles de dirigir y manipular. Los tristes se conducen como animales dóciles y todavía más sumisos si se encuentran poseídos por una patología animal. De esta manera, se cierra la cadena de las cadenas alimentarias por la que circula el virus de la gripe aviar, el virus de la palmípeda y de la carne de gallina, asociada a la cobardía, el inhibicionismo y la necesidad de protección.

La cultura norteamericana, contagiada a todo el planeta ha difundido, antes de la cuestión aviar, un heterogéneo catálogo de asechanzas, desde los marcianos a los comunistas, desde el Ébola a Sadam Hussein. Primero fueron los medios de comunicación de masas y enseguida el miedo masivo como forma de mantener alimentadas a las empresas de comunicación. No hay mejor modo de ganar espectadores que la alarma. Los mass media han crecido y se han reproducido al compás de los géneros de terror, desde la ficticia guerra de los mundos hasta la guerra atómica, con o sin fundamento real.

El miedo anida fácilmente en el centro de las masas y su capacidad para crear acontecimiento lo convierte en valiosa materia prima del espectáculo, tentador recurso para los dramaturgos y los políticos o ya, a estas alturas, irresistible para cualquier institución o personalidad que aspire a alcanzar visibilidad total.

La comparecencia de los dirigentes de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la llamada Cumbre sobre Gripe Aviar esta semana es uno de los ejemplos más rotundos sobre la explotación del pánico de todos los tiempos. Ciertamente se han juntado muchas catástrofes naturales, ciertamente el terrorismo ha arrojado cientos de muertos sobre las primeras páginas y, de paso, sobre nuestro estado de humor. Pero lo peculiar de la OMS reside en generar dolor sin el acontecimiento, de sembrar el duelo sin haberse certificado la muerte.

Lo ha corroborado, en esas fechas, un alto dirigente del Banco Mundial, Milan Brahmbhatt, afirmando que "las principales pérdidas (de la gripe aviar) no vendrán por las enfermedades o por las muertes, sino por el miedo...". O inversamente: la mayor catástrofe no procederá de los destrozos físicos de la catástrofe sino de los efectos psíquicos de no haber sucedido todavía la catástrofe.

Conociendo todo esto, lo consecuente de un organismo como la OMS sería actuar sin dañar, hacer todo lo posible para propiciar el bienestar y no fomentar, a través de sus diagnósticos tristes, la máxima depresión. ¿Un movimiento calculado, pues, para facilitar los abusos del poder, del Banco Mundial y todos sus prójimos? No es probable que el cinismo llegue tan lejos. Pero el vedetismo sí. Porque ¿cómo no aprovechar el inesperado banquete de popularidad que proporciona el anuncio de la "ineluctable" pandemia? ¿La consumación de lo peor?

Un pollo en sí es bien poca cosa, pero justamente un pollo enfermo y letal para la especie humana es el rostro de lo siniestro. Lo más próximo y cotidiano, lo más común e inocente transmutado súbitamente en asesino en serie, ángel o gallo exterminador.

Las figuras del apocalipsis han sido evocadas en algunas publicaciones norteamericanas que repasan estos días desde la inundación de Nueva Orleans a la explosión de una dirty bomb sobre Nueva York. El mundo entero parece expuesto a la gran metamorfosis que seguirá a una hecatombe suprema. O, acaso, se encuentre en metamorfosis ya al compás del collar de cataclismos, tangibles e intangibles, físicos o espirituales, realizados o pronosticados, que han venido a coincidir y a contagiarse como la verdadera pandemia de nuestra cultura. Porque, de un lado, nada es tan contagioso como el pánico y tampoco nada es tan contemporáneo como la réplica, la reproducción, la clonación, el revival, la copia, el tumor, la victoria exponencial del virus.

EL PAÍS / 10-11-2005

diumenge, de novembre 06, 2005

Diumenge, 6 de novembre

Harriet

Manuel Vicent

tortugues Dejando a un lado a las amebas, que son inmortales, la criatura más vieja del planeta es la tortuga gigante Harriet, que va a cumplir 175 años. Vive en Australia, es hembra y todavía ovula. Se supone que esta tortuga nació en una de las islas Galápagos, y fue uno de los tres ejemplares que se trajo Darwin a Inglaterra, en 1836, al finalizar su expedición en el buque Beagle. Sus dos compañeras murieron a causa de las inclemencias del clima de Londres, pero Harriet fue trasladada a Australia, donde ahora, según cuentan, a veces saca la cabeza del caparazón y la vuelve a esconder enseguida porque no le interesa nada de lo que pasa en este perro mundo. No es el metabolismo, sino esta sabiduría la que le ha permitido vivir tantos años. Hasta que Darwin no estableció la Teoría de la Selección Natural, la mayoría de los geólogos se adherían a la Teoría de la Catástrofe, según la cual, en este planeta ha habido sucesivas creaciones de vida animal, que han sido destruidas por una catástrofe repentina, por inundación, terremoto u otra convulsión cualquiera. La última catástrofe fue el diluvio universal, que eliminó todas las formas de vida, excepto la de los seres que se refugiaron en el arca de Noé. Esta tesis afirma que las especies fueron creadas inmutables, una a una, sin capacidad para cambiar con el paso del tiempo, como algunas personas que todos conocemos. Pero la teoría de la selección natural afirma que las crías de cualquier especie compiten duramente por la supervivencia y las que sobreviven a este esfuerzo transmiten a la próxima generación algunas variaciones naturales para adaptarse al medio. Esta teoría de Darwin, extraída de la vida de ciertas tortugas, puede ser rebatida si uno analiza el comportamiento de algunos ejemplares humanos, que si bien no son galápagos, llevan a cuestas un caparazón inmutable. La tortuga Harriet es una futurista comparada con algunos políticos, con algunos obispos, con algunos jueces, que parece que acaban de abandonar el arca de Noé, dejando atrás del diluvio universal no más que sucesivos estratos de fósiles. Pero basta con mirar alrededor para comprobar que hay fósiles con traje y corbata que hablan en la tribuna del Congreso de los Diputados, presiden simposios, escriben en los periódicos e incluso toman el aperitivo a tu lado. A estos galápagos humanos no los estudió Darwin; en cambio, son los únicos seres que contradicen la evolución de las especies, aferrados como están a la tesis de la catástrofe.

EL PAÍS - Última - 06-11-2005

dissabte, de novembre 05, 2005

Dissabte, 5 de novembre

Azorín dixit

Miquel Alberola: "Azorín"

 El exordio de la discusión del estatuto catalán ha devuelto a José Martínez Ruiz, Azorín, al Congreso de los Diputados, en el que tan luminosas crónicas trazó (Impresiones parlamentarias) un siglo antes para el diario España. Fue un drástico nacionalista catalán quien lo devolvió a la Carrera de San Jerónimo para fortalecer con la prosa de este escritor valenciano su defensa de la diversidad nacional de España. La obra de Azorín ha dado mucho de sí en ese sentido, incluso en el contrario. Cualquiera que pretenda afirmar o negar cualquier cosa sobre Cataluña, incluso sobre la catalanidad de los valencianos, dispone de un amplio repertorio de referencias en sus páginas. Las utilizó Joan Fuster para simplificar su asunto (la "unidad profunda"), echando mano de una frase de Una hora de España', "Cataluña es Valencia, y es Alicante, y es Mallorca", y lo propio hizo J. Raimundo Bartrés para declararle "enemigo de Cataluña" por haber escrito en 1900 en el Madrid Cómico, bajo el "hiriente título" de Hidalgos y Ginoveses, donde, frente a la Cataluña "burguesa, regateadora del céntimo", exaltaba la Castilla "pobre, dadivosa". La vida de Azorín fue larga y sinuosa, pero la serenidad con la que afrontó el contraste ibérico es rectilínea. Frente a su propia exaltación de la España esencial de pícaros, lazarillos, boneterías y alfayates ambulantes, latía otra realidad que él consignó como sustancial en unos términos que hoy podrían considerarse inconvenientes. Lo hizo en el artículo La Agricultura, escrito en Torrijos y publicado en 1903 en El Globo. Sentado a una mesa con pegajoso mantel y enojado por una comida tan escasa como indigesta estalló: "¡Qué diferencia entre estos pueblos inactivos de la meseta y los pueblos rientes y vivos de Levante!". A lo que el supuesto comensal castellano con el que compartía hule contestó: "¡Como que son dos nacionalidades distintas y antagónicas!". Y añadió: "Las diferencias entre los españoles del Centro y los de las costas saltan a la vista. (...) El problema catalanista, en el fondo, no es más que la lucha de un pueblo fuerte y animoso con otro pueblo débil y pobre, al cual se encuentra unido por vínculos acaso transitorios". Claro, que entonces no existía la COPE.

EL PAÍS - 05-11-2005