Diumenge, 25 de setembre
Cèl.lules amb data de caducitat
El cuerpo humano sólo tiene 10 años
Nicholas Wade. Nova York
Tenga uno la edad que tenga, su cuerpo es muchos años más joven. De hecho, aunque se haya entrado en la mediana edad, puede que la mayoría de la gente tengan 10 años o menos. Esta alentadora verdad, que emana del hecho de que muchos de los tejidos corporales están sometidos a una constante renovación, se ha visto subrayada por un nuevo método para calcular la edad de las células humanas. Su inventor, Jonas Frisen, cree que la edad media de todas las células de un cuerpo adulto puede ser de sólo unos 7 o 10 años. Pero Frisen, biólogo de células madre del Instituto Karolinska de Estocolmo, también ha descubierto un hecho que explica por qué la gente se comporta según su edad natural y no la de la edad física de sus células: algunos tipos de células duran desde el nacimiento hasta la muerte sin renovarse, y esta minoría especial incluye alguna o todas las células de la corteza cerebral.
Fue una disputa sobre si la corteza fabrica nuevas células la que llevó a Frisen a buscar una nueva forma de averiguar la edad real de las células humanas. Las técnicas existentes dependen del etiquetaje del ADN con componentes químicos, pero no son, ni mucho menos, perfectas. Al preguntarse si podría existir ya alguna etiqueta natural, Frisen recordó que las armas nucleares probadas al aire libre hasta 1963 habían inyectado un pulso de carbono 14 radiactivo a la atmósfera. El carbono 14, que respiran las plantas y comen los animales y las personas en todo el mundo, se incorpora al ADN de las células cada vez que éstas se dividen, y el ADN se duplica. La mayoría de las moléculas de una célula se reemplazan constantemente, pero el ADN no. Todo el carbono 14 del ADN de una célula se adquiere en la fecha de nacimiento de la célula, el día en que su célula madre se dividió. De ahí que pueda utilizarse el alcance del enriquecimiento del carbono 14 para averiguar la edad de la célula, conjetura Frisen. En la práctica, el método debe aplicarse con tejidos, no con células individuales, ya que no penetra suficiente carbono 14 en una única célula como para indicar su edad. Entonces Frisen ideó una escala para convertir el enriquecimiento del carbono 14 en fechas del calendario calculando el carbono 14 incorporado en anillos de troncos de pinos suecos.
Después de validar el método mediante diversas pruebas, él y sus colegas han presentado en la revista Cell los resultados de sus primeros ensayos con unos cuantos tejidos corporales.
Las células de los músculos de las costillas, tomadas en personas cercanas a los 40 años, presentan un promedio de edad de 15,1 años. Las células epiteliales que recubren la superficie del intestino tienen una vida difícil y se sabe por otros métodos que sólo duran cinco días. Frisen ha descubierto que, si se obvian estas células superficiales, el promedio de edad de las que pertenecen al cuerpo principal del intestino es de 15,9 años. El equipo de Karolinska pasó luego al cerebro, cuya renovación celular ha sido motivo de mucha discrepancia.
En general, la idea que prevalece es que el cerebro no genera nuevas neuronas una vez que su estructura se ha completado, excepto en dos regiones concretas: el bulbo olfativo, que media el sentido del olfato, y el hipocampo, donde se depositan los recuerdos iniciales de rostros y lugares. Este consenso fue cuestionado hace algunos años por Elizabeth Gould (Universidad de Princeton), que dijo haber hallado nuevas neuronas en la corteza cerebral; además sugirió la idea de que los recuerdos diarios podrían quedar registrados en las neuronas creadas ese día.
El método de Frisen permitirá fechar todas las regiones del cerebro para ver si se genera alguna neurona nueva. Hasta el momento, sólo ha probado hacerlo con las células de la corteza visual y considera que tienen exactamente la misma edad que las individuales, lo cual demuestra que no se producen neuronas nuevas después del nacimiento en esta región de la corteza cerebral, o al menos no en cifras significativas.
Las células del cerebelo son algo más jóvenes que las de la corteza, lo que concuerda con la idea de que el cerebelo sigue desarrollándose tras el nacimiento. Otro aspecto discutido es si el corazón fabrica nuevas células musculares después del nacimiento. La idea convencional de que no lo hace ha sido cuestionada por Piero Anversa (New York Medical College de Valhalla). Frisen ha descubierto que todo el corazón produce células nuevas, pero todavía no ha calculado su índice de renovación.
Si el cuerpo renueva sus tejidos, ¿por qué no continúa para siempre la regeneración? Algunos expertos consideran que la causa principal es que el ADN acumula mutaciones y su información se degrada de forma paulatina. Otros culpan al ADN de las mitocondrias, que carecen de los mecanismos de reparación de que disponen los cromosomas. Una tercera teoría es que las células madre -fuente de nuevas células en todos los tejidos- acaban debilitándose con la edad.
"La idea de que las propias células madre envejecen y son menos capaces de generar progenie está ganando cada vez más adeptos", dice Frisen. Él quiere ver si el índice de regeneración de un tejido se ralentiza a medida que envejece la persona, lo cual podría señalar a las células madre como el equivalente al talón de Aquiles, el único impedimento para la inmortalidad.
Cada tejido tiene su tiempo de renovación
Aunque uno vea su cuerpo como una estructura bastante permanente, gran parte de él se encuentra en estado de flujo constante, ya que se descartan las células viejas y se generan otras nuevas que las reemplazan.
Cada tipo de tejido tiene su propio tiempo de renovación, dependiendo en parte del volumen de trabajo que soporten las células que lo forman. Las células que recubren el estómago sólo duran tres días. Los glóbulos rojos, magullados y maltrechos tras un viaje de casi 1.600 kilómetros a través del laberinto del sistema circulatorio del cuerpo, sólo viven una media de unos 120 días antes de ser enviados a su cementerio en el bazo.
La epidermis, o capa superficial de la piel, se recicla más o menos cada dos semanas. "Es el envoltorio transparente del cuerpo y se puede ver dañado fácilmente por los arañazos, los solventes, el uso y los desgarros", aclara Elaine Fuchs, experta en células madre de la piel de la Universidad Rockefeller estadounidense.
En cuanto al hígado, el filtro de todos los tóxicos que pasan por la boca de una persona, su vida en el frente bélico de la química es bastante breve. Un hígado humano adulto tiene un tiempo de renovación de entre 300 y 500 días, afirma Markus Grompe, experto en células madre hepáticas de la Oregon Health & Sciente University (EE UU).
La vida de otros tejidos se mide en años, no en días, pero no son permanentes, ni mucho menos. Incluso los huesos soportan una restauración constante. Se cree que todo el esqueleto humano se renueva aproximadamente cada diez años en los adultos, ya que equipos idénticos de construcción integrados por células que disuelven y reconstruyen los huesos se combinan para remodelarlo.
Prácticamente, las únicas partes del cuerpo que duran toda la vida, según las pruebas actuales, parecen ser las neuronas de la corteza cerebral, las células de la lente interna del ojo y quizá las células musculares del corazón.
Las células de la lente interna se forman en el embrión y luego caen en tal estado de inercia durante el resto de la vida de su propietario que prescinden de su núcleo y de otros órganos celulares.
El País/21-9-05
diumenge, de setembre 25, 2005
diumenge, de setembre 18, 2005
Diumenge, 18 de setembre
Territorio
Manuel Vicent
El tiempo tambien es un territorio. A cierta edad el tiempo que te quede por vivir será tu único patrimonio. Mientras seas joven no pasa nada si parte de ese patrimonio lo cedes de buen grado a otra persona, si lo malgastas o, incluso, si permites que cualquier idiota te lo arrebate. La vida te dará todavía algunas oportunidades para recuperarlo. Pero cuando el caudal empiece a agotarse no deberás permitir que nadie interfiera, fiscalice o coarte ese tiempo de tu exclusiva propiedad. Cualquiera puede ser rey de ese territorio invisible, solo que para llegar a dominarlo hay que dar un golpe de estado: si pierdes esa batalla ya no serás nadie. Un día, tal vez a causa de una depresión o porque el dedo de un ángel te haya tocado la frente, tendrás la evidencia del valor del tiempo que te queda antes de disolverte en el espacio. Será lo más parecido a una revelación. De pronto, descubrirás un hecho tan simple como éste: que la vida te pertenece a ti y a nadie más. Debes saber que nadie te va a agradecer el haber cedido la soberanía si no fue por tu gusto y placer. Habrás sido un esposo fiel, un padre ejemplar, una hormiga de oro para la empresa y un ciudadano honorable, pero no serás el tipo que un día decidió ser libre, ya que el tiempo también es la libertad. A partir de una edad no intentes volar en un ala delta ni correr los cien metros lisos a menos que te pongan un féretro en la meta. Hay retos más difíciles que uno debe afrontar cuando ya se divisa un gato negro en la línea del horizonte. Dios creó el tiempo, pero dejó que nosotros hiciéramos las horas. Ese pequeño territorio de cada día será imposible de gobernar si el tiempo no es tuyo y no eres tú quien marca las horas para regalarlas y compartirlas con esa clase de personas que te hacen crecer por dentro. Esa dádiva también será tu salvación. Estas cosas le decía el Maestro al discípulo mientras paseaban una noche muy oscura por una ciudad abandonada. Al llegar a una plaza el discípulo creyó que había salido la luna llena sobre los tejados, pero sólo era la esfera iluminada del reloj de una torre, donde también había una veleta oxidada en forma de gallo. En ese momento sonaron doce campanadas y el maestro le hizo obervar al discípulo que aquel reloj no tenía agujas ni números. Su esfera parecía la córnea de un ojo que les miraba en la oscuridad. El tiempo también es el silencio, de modo que a una edad lo más sabio a veces es callar, pero nunca obedecer, dijo el Maestro. El gallo oxidado de la veleta cantó anunciando la madrugada.
El País/18-9-05
Territorio
Manuel Vicent
El tiempo tambien es un territorio. A cierta edad el tiempo que te quede por vivir será tu único patrimonio. Mientras seas joven no pasa nada si parte de ese patrimonio lo cedes de buen grado a otra persona, si lo malgastas o, incluso, si permites que cualquier idiota te lo arrebate. La vida te dará todavía algunas oportunidades para recuperarlo. Pero cuando el caudal empiece a agotarse no deberás permitir que nadie interfiera, fiscalice o coarte ese tiempo de tu exclusiva propiedad. Cualquiera puede ser rey de ese territorio invisible, solo que para llegar a dominarlo hay que dar un golpe de estado: si pierdes esa batalla ya no serás nadie. Un día, tal vez a causa de una depresión o porque el dedo de un ángel te haya tocado la frente, tendrás la evidencia del valor del tiempo que te queda antes de disolverte en el espacio. Será lo más parecido a una revelación. De pronto, descubrirás un hecho tan simple como éste: que la vida te pertenece a ti y a nadie más. Debes saber que nadie te va a agradecer el haber cedido la soberanía si no fue por tu gusto y placer. Habrás sido un esposo fiel, un padre ejemplar, una hormiga de oro para la empresa y un ciudadano honorable, pero no serás el tipo que un día decidió ser libre, ya que el tiempo también es la libertad. A partir de una edad no intentes volar en un ala delta ni correr los cien metros lisos a menos que te pongan un féretro en la meta. Hay retos más difíciles que uno debe afrontar cuando ya se divisa un gato negro en la línea del horizonte. Dios creó el tiempo, pero dejó que nosotros hiciéramos las horas. Ese pequeño territorio de cada día será imposible de gobernar si el tiempo no es tuyo y no eres tú quien marca las horas para regalarlas y compartirlas con esa clase de personas que te hacen crecer por dentro. Esa dádiva también será tu salvación. Estas cosas le decía el Maestro al discípulo mientras paseaban una noche muy oscura por una ciudad abandonada. Al llegar a una plaza el discípulo creyó que había salido la luna llena sobre los tejados, pero sólo era la esfera iluminada del reloj de una torre, donde también había una veleta oxidada en forma de gallo. En ese momento sonaron doce campanadas y el maestro le hizo obervar al discípulo que aquel reloj no tenía agujas ni números. Su esfera parecía la córnea de un ojo que les miraba en la oscuridad. El tiempo también es el silencio, de modo que a una edad lo más sabio a veces es callar, pero nunca obedecer, dijo el Maestro. El gallo oxidado de la veleta cantó anunciando la madrugada.
El País/18-9-05
divendres, de setembre 16, 2005
Divendres, 16 de setembre
Verbalitzant
Intransitiu: Dit d'un verb que habitualment no admet complement directe.
Transitiu: Verb de predicació incompleta que exigeix un complement directe.
Intransitivos
Juan Jose Millás
Cuando enciendo mi ordenador portátil, lo primero que hace es buscar una red inalámbrica. Si no da con ella, te lo dice con cierto desánimo: "No se encontró una red inalámbrica a la que conectarse". Vaya por Dios, exclamo yo sintiéndolo más por él que por mí, pues aunque trato de que se sienta útil encomendándole diversos menesteres, también sé que su vida no alcanza un sentido pleno hasta que se conecta a Internet, que es su país, su patria, quizá su corazón o su hígado. Sin Internet, se contagia de la opacidad propia del universo analógico y deviene en un trasto, un cachivache, un chisme. Su necesidad de conectarse es tal que ha desarrollado unos órganos internos capaces de detectar cualquier red, por sutil que sea. En situaciones desesperadas, me propone que nos enganchemos a la del vecino, que lógicamente paga él.
Le entiendo porque lo primero que hago yo cuando me despierto es asomarme a la ventana para conectarme a la realidad exterior. Todavía en pijama, veo si está nublado, si hace viento, si la chica que toma el autobús en la parada de enfrente se encuentra ahí, como todos los días a esta hora, o ha cogido la primera gripe del otoño. No puedo ni imaginar que una mañana, al levantarme, no fuera capaz de encontrar la ventana. Me asfixiaría o me daría un ataque de angustia. Algo así le ocurre a mi portátil cuando no logra dar con una ranura desde la que asomarse al universo digital. Se niega a trabajar, se cuelga, se ralentiza, se le viene abajo la tensión.
Por fortuna, algunos hoteles que ya ofrecían ventanas para los seres humanos, han creado redes inalámbricas para los portátiles. Si hay gente que no está dispuesta a viajar sin su perro, muchos nos negamos a salir de casa sin nuestro ordenador. El problema es que el ejemplo no cunde. La mayoría de los aeropuertos aún no dispone de este servicio, lo que es como si hubiéramos inventado los pulmones antes que el aire o el sacacorchos antes que el corcho. Escribo estás líneas desde Barajas, pero quizá no pueda enviarlas al periódico porque el ordenador no ha detectado ninguna red inalámbrica. Estamos encerrados él y yo en nosotros mismos. En estos instantes, somos completamente intransitivos. ¿Hay alguien ahí fuera?
El País/16-9-05
Verbalitzant
Intransitiu: Dit d'un verb que habitualment no admet complement directe.
Transitiu: Verb de predicació incompleta que exigeix un complement directe.
Intransitivos
Juan Jose Millás
Cuando enciendo mi ordenador portátil, lo primero que hace es buscar una red inalámbrica. Si no da con ella, te lo dice con cierto desánimo: "No se encontró una red inalámbrica a la que conectarse". Vaya por Dios, exclamo yo sintiéndolo más por él que por mí, pues aunque trato de que se sienta útil encomendándole diversos menesteres, también sé que su vida no alcanza un sentido pleno hasta que se conecta a Internet, que es su país, su patria, quizá su corazón o su hígado. Sin Internet, se contagia de la opacidad propia del universo analógico y deviene en un trasto, un cachivache, un chisme. Su necesidad de conectarse es tal que ha desarrollado unos órganos internos capaces de detectar cualquier red, por sutil que sea. En situaciones desesperadas, me propone que nos enganchemos a la del vecino, que lógicamente paga él.
Le entiendo porque lo primero que hago yo cuando me despierto es asomarme a la ventana para conectarme a la realidad exterior. Todavía en pijama, veo si está nublado, si hace viento, si la chica que toma el autobús en la parada de enfrente se encuentra ahí, como todos los días a esta hora, o ha cogido la primera gripe del otoño. No puedo ni imaginar que una mañana, al levantarme, no fuera capaz de encontrar la ventana. Me asfixiaría o me daría un ataque de angustia. Algo así le ocurre a mi portátil cuando no logra dar con una ranura desde la que asomarse al universo digital. Se niega a trabajar, se cuelga, se ralentiza, se le viene abajo la tensión.
Por fortuna, algunos hoteles que ya ofrecían ventanas para los seres humanos, han creado redes inalámbricas para los portátiles. Si hay gente que no está dispuesta a viajar sin su perro, muchos nos negamos a salir de casa sin nuestro ordenador. El problema es que el ejemplo no cunde. La mayoría de los aeropuertos aún no dispone de este servicio, lo que es como si hubiéramos inventado los pulmones antes que el aire o el sacacorchos antes que el corcho. Escribo estás líneas desde Barajas, pero quizá no pueda enviarlas al periódico porque el ordenador no ha detectado ninguna red inalámbrica. Estamos encerrados él y yo en nosotros mismos. En estos instantes, somos completamente intransitivos. ¿Hay alguien ahí fuera?
El País/16-9-05
diumenge, de setembre 11, 2005
Diumenge, 11 de setembre
Mirades
"Quan Karl Rossmann -jove de setze anys, fill de pares humils, enviat a Amèrica després que una serventa l’ hagués seduït i tingut un fill seu- va entrar al port de Nova York a bord del vaixell que navegava lentament, va contemplar com l'estàtua de La Llibertat, que observava feia estona, s'il·luminava amb una llum més intensa. El braç amb l'espasa semblava haver adquirit energies renovades, i entorn de la seva figura bufaven aires de llibertat..."
Començament d'Amerika (1913) de F. Kafka
La lección del Katrina
T. Garton Ash
Antes de dedicar nuestra atención a la próxima gran noticia, debemos aprender la lección fundamental que nos enseña el huracán Katrina. No estoy hablando de la incompetencia de la Administración de Bush, el escandaloso abandono en el que viven los negros pobres en Estados Unidos ni nuestra falta de preparación ante las catástrofes naturales, aunque todas estas cosas sean ciertas. La lección fundamental del Katrina es que la corteza de civilización sobre la que caminamos es siempre de una delgadez extrema. Basta un temblor para que nos caigamos, para que luchemos con uñas y dientes, como perros salvajes, por nuestra vida.
¿Acaso creen que los saqueos, las violaciones y la intimidación armada que surgieron en Nueva Orleans, en sólo unas horas, no se producirían nunca en la agradable y civilizada Europa? Pues se equivocan. Lo mismo ocurrió aquí, en todo nuestro continente, hace sólo 60 años. No hay más que leer las memorias de supervivientes del Holocausto y el Gulag, el relato que hace Norman Lewis de los acontecimientos de 1944 en Nápoles o el diario anónimo de una mujer alemana en el Berlín de 1945, reeditado hace poco. Volvió a suceder en Bosnia hace 10 años. Y ni siquiera existía la force majeure de una catástrofe natural. Los huracanes de Europa los creó el hombre.
El elemento primordial es el mismo: si eliminamos las bases elementales de la vida organizada y civilizada -alimentos, un techo, agua potable, una mínima seguridad personal-, en el plazo de unas horas retrocedemos a un estado natural como el que exponía Hobbes, a una guerra de todos contra todos. Algunas personas, algunas veces, se comportan con heroísmo y solidaridad; la mayoría de las personas, la mayoría de las veces, emprenden una lucha despiadada por su supervivencia individual y genética. Algunos se convierten temporalmente en ángeles, pero casi todos los demás se convierten en monos.
Descivilización
La palabra civilización, en uno de sus sentidos primigenios, se refería al proceso de civilizar a los animales humanos, que quiere decir, supongo, lograr un reconocimiento mutuo de la dignidad humana o, por lo menos, aceptar en principio que dicho reconocimiento es deseable (como hacía Thomas Jefferson, aunque poseyera esclavos y, en la práctica, no hiciera lo que predicaba). El otro día, leyendo a Jack London, me encontré con una palabra poco habitual: descivilización. Es decir, lo opuesto, el proceso por el que las personas dejan de ser civilizadas y se vuelven salvajes. El Katrina nos enseña que la posibilidad de la descivilización siempre está presente.
Se ven indicios de ello incluso en la vida cotidiana. La agresividad al volante es un buen ejemplo. O lo que ocurre cuando se espera un vuelo a última hora de la noche que acaba retrasado o cancelado. Al principio, las burbujas de espacio personal que nos construimos cuidadosamente en los aeropuertos se deshacen en destellos de solidaridad: las miradas de simpatía por encima del periódico o la pantalla del ordenador portátil, unas cuantas palabras de frustración o ironía compartidas. Con frecuencia, eso se transforma en una expresión más enérgica de solidaridad de grupo, tal vez dirigida contra el desventurado personal de tierra de British Airways, Air France o American Airlines (encontrar un enemigo común es la única forma garantizada de obtener solidaridad entre humanos).
Sin embargo, de pronto, surge el rumor de que quedan unos cuantos asientos en otro vuelo, en la puerta 37. La solidaridad se derrumba instantáneamente. Los enfermos, los minusválidos, los ancianos, las mujeres y los niños quedan abandonados en medio de la estampida. Hombres vestidos de oscuro, con títulos obtenidos en Harvard u Oxford y perfectos modales, se convierten en gorilas que avanzan por la jungla. Cuando, después de haberse librado a codazos de sus rivales, consiguen su tarjeta de embarque, se retiran a un rincón y evitan la mirada de los demás. Son el gorila que se ha quedado con el plátano (créanme que sé de lo que hablo; yo he sido ese mono). Todo ello, sólo con el fin de no tener que pasar una noche en el Holiday Inn de Des Moines.
Evidentemente, la descivilización en Nueva Orleans fue mil veces peor. No puedo evitar la sensación de que va a haber muchos más casos así a medida que avancemos en el siglo XXI. Hay demasiados problemas al acecho capaces de hacer retroceder a la humanidad. El peligro más evidente es que se produzcan más catástrofes naturales como consecuencia del cambio climático. Si los políticos estadounidenses interpretan este cataclismo igual que ha hecho John McCain, como -para emplear la manida expresión que sin duda usarán ellos- una "llamada de alerta" a los ciudadanos sobre las consecuencias de que Estados Unidos siga emitiendo dióxido de carbono como si el mundo se acabara, entonces, la nube del huracán Katrina tendrá un resquicio de esperanza. Pero tal vez sea ya demasiado tarde. De ser cierto que, como todo parece apuntar, no sólo se están derritiendo los casquetes polares sino también el permafrost en Siberia -un deshielo que, a su vez, produciría aún más emisiones de gases invernadero naturales-, nos encontraríamos en una espiral imposible de detener. En ese caso, si grandes zonas del mundo se vieran azotadas por tormentas, inundaciones y cambios de temperatura impredecibles, lo que ha ocurrido en Nueva Orleans sería un juego de niños.
En cierto sentido, ésos también serían huracanes de fabricación humana. Pero además hay que tener en cuenta las amenazas directas de unos humanos a otros. Hasta ahora, los atentados terroristas han causado indignación, miedo, alguna limitación de libertades y los abusos de Guantánamo y Abu Ghraib, pero no han desembocado en histeria de masas ni en una búsqueda de chivos expiatorios. Menos que en ningún sitio, en Londres, la capital mundial de la flema. Ahora bien, supongamos que éste no es más que el principio. Supongamos que un grupo terrorista hace estallar una bomba sucia o incluso una pequeña arma nuclear en una gran ciudad. ¿Qué ocurriría?
Metáfora
Un factor de fuerza casi equiparable a la de una inundación es la presión de la migración masiva de las zonas pobres y el sur superpoblado a las regiones ricas del norte (no es casual que los populistas que se oponen a la inmigración utilicen de forma habitual la metáfora de las inundaciones). Si una catástrofe natural o un desastre político desplazara a más millones de habitantes, nuestros controles de inmigración podrían llegar a ser, un día, como los diques de Nueva Orleans. Ya con los niveles actuales, los encuentros que se producen -especialmente los encuentros entre los inmigrantes musulmanes y los actuales residentes europeos- están resultando explosivos. ¿Hasta qué punto vamos a seguir siendo civilizados? Al oír hablar a algunos europeos y algunos inmigrantes musulmanes, veo la sombra de una nueva barbarie europea.
No hay que olvidar tampoco el reto que mencionaba en esta columna hace dos semanas, el de hacer sitio a las nuevas grandes potencias, sobre todo India y China, en el sistema internacional. En China, especialmente, donde los líderes tardocomunistas emplean el nacionalismo como distracción para permanecer en el poder, existe peligro de guerra. Y no hay nada que descivilice con más rapidez ni más garantías que la guerra.
Así, pues, olvidémonos del "choque de civilizaciones" de Samuel Huntington. Como afirma un viejo dicho ruso, eso pasó hace mucho tiempo y, de todas formas, no era cierto. Lo que está en peligro es simplemente la civilización, la fina capa que colocamos sobre el magma en ebullición de la naturaleza, incluida la naturaleza humana.
Nueva Orleans ha abierto un pequeño agujero por el que hemos atisbado lo que yace debajo. La ciudad de la vida fácil [The Big Easy, su apodo] nos ha enseñado qué es lo más difícil: conservar esa capa. Si adoptamos un tono de predicadores políticos, podemos ver al Katrina como una llamada a tomarnos en serio estos retos, lo cual significa que los grandes bloques y las grandes potencias del mundo -Europa, EE UU, China, India, Rusia, Japón, Latinoamérica, Naciones Unidas- traten de alcanzar un nuevo nivel de cooperación internacional. Sin embargo, con un análisis menos entusiasta, podríamos aventurar una conclusión más pesimista: alrededor de 2000, el mundo alcanzó una cota de difusión de la civilización que las futuras generaciones contemplarán con nostalgia y envidia.
El Pais/ 11-9-05 Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
Mirades
"Quan Karl Rossmann -jove de setze anys, fill de pares humils, enviat a Amèrica després que una serventa l’ hagués seduït i tingut un fill seu- va entrar al port de Nova York a bord del vaixell que navegava lentament, va contemplar com l'estàtua de La Llibertat, que observava feia estona, s'il·luminava amb una llum més intensa. El braç amb l'espasa semblava haver adquirit energies renovades, i entorn de la seva figura bufaven aires de llibertat..."
Començament d'Amerika (1913) de F. Kafka
La lección del Katrina
T. Garton Ash
Antes de dedicar nuestra atención a la próxima gran noticia, debemos aprender la lección fundamental que nos enseña el huracán Katrina. No estoy hablando de la incompetencia de la Administración de Bush, el escandaloso abandono en el que viven los negros pobres en Estados Unidos ni nuestra falta de preparación ante las catástrofes naturales, aunque todas estas cosas sean ciertas. La lección fundamental del Katrina es que la corteza de civilización sobre la que caminamos es siempre de una delgadez extrema. Basta un temblor para que nos caigamos, para que luchemos con uñas y dientes, como perros salvajes, por nuestra vida.
¿Acaso creen que los saqueos, las violaciones y la intimidación armada que surgieron en Nueva Orleans, en sólo unas horas, no se producirían nunca en la agradable y civilizada Europa? Pues se equivocan. Lo mismo ocurrió aquí, en todo nuestro continente, hace sólo 60 años. No hay más que leer las memorias de supervivientes del Holocausto y el Gulag, el relato que hace Norman Lewis de los acontecimientos de 1944 en Nápoles o el diario anónimo de una mujer alemana en el Berlín de 1945, reeditado hace poco. Volvió a suceder en Bosnia hace 10 años. Y ni siquiera existía la force majeure de una catástrofe natural. Los huracanes de Europa los creó el hombre.
El elemento primordial es el mismo: si eliminamos las bases elementales de la vida organizada y civilizada -alimentos, un techo, agua potable, una mínima seguridad personal-, en el plazo de unas horas retrocedemos a un estado natural como el que exponía Hobbes, a una guerra de todos contra todos. Algunas personas, algunas veces, se comportan con heroísmo y solidaridad; la mayoría de las personas, la mayoría de las veces, emprenden una lucha despiadada por su supervivencia individual y genética. Algunos se convierten temporalmente en ángeles, pero casi todos los demás se convierten en monos.
Descivilización
La palabra civilización, en uno de sus sentidos primigenios, se refería al proceso de civilizar a los animales humanos, que quiere decir, supongo, lograr un reconocimiento mutuo de la dignidad humana o, por lo menos, aceptar en principio que dicho reconocimiento es deseable (como hacía Thomas Jefferson, aunque poseyera esclavos y, en la práctica, no hiciera lo que predicaba). El otro día, leyendo a Jack London, me encontré con una palabra poco habitual: descivilización. Es decir, lo opuesto, el proceso por el que las personas dejan de ser civilizadas y se vuelven salvajes. El Katrina nos enseña que la posibilidad de la descivilización siempre está presente.
Se ven indicios de ello incluso en la vida cotidiana. La agresividad al volante es un buen ejemplo. O lo que ocurre cuando se espera un vuelo a última hora de la noche que acaba retrasado o cancelado. Al principio, las burbujas de espacio personal que nos construimos cuidadosamente en los aeropuertos se deshacen en destellos de solidaridad: las miradas de simpatía por encima del periódico o la pantalla del ordenador portátil, unas cuantas palabras de frustración o ironía compartidas. Con frecuencia, eso se transforma en una expresión más enérgica de solidaridad de grupo, tal vez dirigida contra el desventurado personal de tierra de British Airways, Air France o American Airlines (encontrar un enemigo común es la única forma garantizada de obtener solidaridad entre humanos).
Sin embargo, de pronto, surge el rumor de que quedan unos cuantos asientos en otro vuelo, en la puerta 37. La solidaridad se derrumba instantáneamente. Los enfermos, los minusválidos, los ancianos, las mujeres y los niños quedan abandonados en medio de la estampida. Hombres vestidos de oscuro, con títulos obtenidos en Harvard u Oxford y perfectos modales, se convierten en gorilas que avanzan por la jungla. Cuando, después de haberse librado a codazos de sus rivales, consiguen su tarjeta de embarque, se retiran a un rincón y evitan la mirada de los demás. Son el gorila que se ha quedado con el plátano (créanme que sé de lo que hablo; yo he sido ese mono). Todo ello, sólo con el fin de no tener que pasar una noche en el Holiday Inn de Des Moines.
Evidentemente, la descivilización en Nueva Orleans fue mil veces peor. No puedo evitar la sensación de que va a haber muchos más casos así a medida que avancemos en el siglo XXI. Hay demasiados problemas al acecho capaces de hacer retroceder a la humanidad. El peligro más evidente es que se produzcan más catástrofes naturales como consecuencia del cambio climático. Si los políticos estadounidenses interpretan este cataclismo igual que ha hecho John McCain, como -para emplear la manida expresión que sin duda usarán ellos- una "llamada de alerta" a los ciudadanos sobre las consecuencias de que Estados Unidos siga emitiendo dióxido de carbono como si el mundo se acabara, entonces, la nube del huracán Katrina tendrá un resquicio de esperanza. Pero tal vez sea ya demasiado tarde. De ser cierto que, como todo parece apuntar, no sólo se están derritiendo los casquetes polares sino también el permafrost en Siberia -un deshielo que, a su vez, produciría aún más emisiones de gases invernadero naturales-, nos encontraríamos en una espiral imposible de detener. En ese caso, si grandes zonas del mundo se vieran azotadas por tormentas, inundaciones y cambios de temperatura impredecibles, lo que ha ocurrido en Nueva Orleans sería un juego de niños.
En cierto sentido, ésos también serían huracanes de fabricación humana. Pero además hay que tener en cuenta las amenazas directas de unos humanos a otros. Hasta ahora, los atentados terroristas han causado indignación, miedo, alguna limitación de libertades y los abusos de Guantánamo y Abu Ghraib, pero no han desembocado en histeria de masas ni en una búsqueda de chivos expiatorios. Menos que en ningún sitio, en Londres, la capital mundial de la flema. Ahora bien, supongamos que éste no es más que el principio. Supongamos que un grupo terrorista hace estallar una bomba sucia o incluso una pequeña arma nuclear en una gran ciudad. ¿Qué ocurriría?
Metáfora
Un factor de fuerza casi equiparable a la de una inundación es la presión de la migración masiva de las zonas pobres y el sur superpoblado a las regiones ricas del norte (no es casual que los populistas que se oponen a la inmigración utilicen de forma habitual la metáfora de las inundaciones). Si una catástrofe natural o un desastre político desplazara a más millones de habitantes, nuestros controles de inmigración podrían llegar a ser, un día, como los diques de Nueva Orleans. Ya con los niveles actuales, los encuentros que se producen -especialmente los encuentros entre los inmigrantes musulmanes y los actuales residentes europeos- están resultando explosivos. ¿Hasta qué punto vamos a seguir siendo civilizados? Al oír hablar a algunos europeos y algunos inmigrantes musulmanes, veo la sombra de una nueva barbarie europea.
No hay que olvidar tampoco el reto que mencionaba en esta columna hace dos semanas, el de hacer sitio a las nuevas grandes potencias, sobre todo India y China, en el sistema internacional. En China, especialmente, donde los líderes tardocomunistas emplean el nacionalismo como distracción para permanecer en el poder, existe peligro de guerra. Y no hay nada que descivilice con más rapidez ni más garantías que la guerra.
Así, pues, olvidémonos del "choque de civilizaciones" de Samuel Huntington. Como afirma un viejo dicho ruso, eso pasó hace mucho tiempo y, de todas formas, no era cierto. Lo que está en peligro es simplemente la civilización, la fina capa que colocamos sobre el magma en ebullición de la naturaleza, incluida la naturaleza humana.
Nueva Orleans ha abierto un pequeño agujero por el que hemos atisbado lo que yace debajo. La ciudad de la vida fácil [The Big Easy, su apodo] nos ha enseñado qué es lo más difícil: conservar esa capa. Si adoptamos un tono de predicadores políticos, podemos ver al Katrina como una llamada a tomarnos en serio estos retos, lo cual significa que los grandes bloques y las grandes potencias del mundo -Europa, EE UU, China, India, Rusia, Japón, Latinoamérica, Naciones Unidas- traten de alcanzar un nuevo nivel de cooperación internacional. Sin embargo, con un análisis menos entusiasta, podríamos aventurar una conclusión más pesimista: alrededor de 2000, el mundo alcanzó una cota de difusión de la civilización que las futuras generaciones contemplarán con nostalgia y envidia.
El Pais/ 11-9-05 Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.