Fotos antigues
Mirar fotografies antigues és una activitat que és preferible realitzar en la més estricta intimitat. Ens porta records i ens aboca a l'abisme del que èrem i volíem ser... i no som. Mentre ens mirem, ens reconeixem i desconeixem en silenci. I acabem preguntant-nos qui és més autèntic: el nen que vam deixar enrera o l'adult que ens acompanya.Los pantalones tiroleses
Javier Marías
Por un azar que no viene al caso, me he visto obligado a buscar y mirar fotografías viejas, sobre todo de infancia y de primera juventud. La visión de algunas de ellas la he compartido con mi padre y mis hermanos y los hijos e hijas de éstos, mis sobrinos y sobrinas, veinteañeros ya en su mayoría. Y así como a ellos las imágenes de sus padres y tíos, de niños o de muy jóvenes, les producían una mezcla de euforia, retrospectiva ternura e hilaridad, a los propios fotografiados –y a mi padre, supongo– nos suscitaban, creo, una combinación algo distinta: también la hilaridad aparecía a veces, pero siempre teñida, quizá inevitablemente, de un poco de lástima, otro poco de vergüenza ocasional –una edad ingrata, una moda demasiado fechada y por consiguiente anticuada– y, de tanto en tanto, una extraña sensación de simultaneidad, o mejor dicho, de reconocimiento inmediato y de tiempo abolido. Esto último se daba principalmente cuando uno era capaz de saber al instante en qué momento y lugar fue captada la imagen, recordaba las circunstancias con precisión y hasta el estado de ánimo general, o, más en concreto, “olía” y “palpaba” la ropa que llevaba puesta. Por poner un ejemplo no comprometedor, si yo me veía en la diapositiva con los resistentes pantalones tiroleses que mi madrina Olga nos trajo a todos de Alemania y que nos duraron más de un curso, mi pensamiento reflejo venía a ser: “Ahí estoy con los pantalones tiroleses, con su reno de nácar en la pechera de los tirantes”, y no, como sí me ocurría ante otras fotos, “Ahí estoy con aquellos pantalones tiroleses …” La diferencia es notable: en el primer caso, durante unos segundos, aún creo poseer esa prenda y –lo que es más llamativo y desde luego más cómico– creo poder enfundarme en ella como lo hice tantos días hacia mis ocho años; en el segundo, dicha prenda es ya irremediable pasado, es ajena, sé perfectamente que no se encuentra ya en mi ropero y que nunca me la volveré a poner (ni siquiera en un excéntrico viaje a Baviera, donde hasta los adultos las gastan iguales).
He dicho que al mirar esas fotos viejas surge a menudo un elemento de lástima. No se me entienda mal: esa palabra no significa lo mismo que autocompasión, la cual, desde mi punto de vista, estaría fuera de lugar. No se trata de pensar en lo inocente que era uno entonces (que lo era, y es indiferente en qué fecha se ponga este “entonces”); no es que uno se vea a la luz de hoy y se apiade, por así decirlo, del desconocimiento que el niño o el joven tenía de los sinsabores que le aguardaban, porque también ignoraba las satisfacciones, y rara es la vida que no se compone de ambas cosas, de decepciones y de contento, o de entusiasmos y de pesares. El sentimiento paternalista hacia uno mismo conviene evitarlo, más que nada por incongruente y absurdo, pero asimismo por dañino e inútil. No sólo es ridículo enternecerse con quien uno fue y hasta cierto punto sigue siendo (cuando los pantalones son los, y no aquellos), sino que supone conferir al pasado una categoría superior a la del presente, y otro tanto al ignorar respecto al saber. Mirar con nostalgia los tiempos en que “aún no sabía”, o “aún creía”, o “aún esperaba” o “abrigaba tal ilusión”, sólo puede explicarse –pues es una costumbre casi universal– en una época como la nuestra, que glorifica la infancia, la hace durar más que nunca en la historia, la estira y alarga, e incluso la contagia o instila en quienes hace mucho que la debieron dejar atrás. Claro que todos (salvo quienes padecieron una niñez atroz) tenemos a veces la sensación de que ese es nuestro verdadero sitio y de que todo lo posterior son accidentes, imposturas y artificialidad, y de que al yo auténtico y original no lo han sucedido más que falsos yoes con los que en el fondo tenemos poco que ver. Es lo que ha llevado a más de un escritor cursi a afirmar que “lleva un niño dentro”, que “la patria es la infancia”, que por lo tanto uno es un perpetuo exiliado y demás baratijas que relucen en las entrevistas.
La lástima, en mi caso al menos, obedece más bien a lo contrario: lejos de llevar a ningún niño dentro (sería una gran lata, eso aparte), lo que uno cree ver en sus fotos o en sus recuerdos viejos es que el adulto que somos estaba ya contenido en el niño que fuimos, y además no era difícil de vislumbrar. Más de una vez he contado que, al conocer a alguien con quien voy a tener trato, antes o después, y para saber a qué atenerme, procuro imaginar cómo sería en su infancia y cómo nos habríamos llevado entonces, si habríamos sido amigos o no nos habríamos podido soportar. Lo que uno descubre al cabo del tiempo es que si alguien contiene a alguien, es el niño al futuro adulto y no al revés; y al mirar las imágenes uno no puede por menos de pensar en la carga que eso supone, en cierto sentido. Pero también aquí está fuera de lugar la autocompasión: durante toda la historia los niños han sido proyectos de adultos, y si se ha cuidado la infancia ha sido por lo mucho que configura e influye en lo que vendrá más tarde, que es lo que importa. Hoy, por el contrario, la importancia se le da a la infancia en sí misma, como si el único y descabellado plan de la humanidad fuera el de formar y forjar niños eternos, perennes. Y la verdad, menudo plan. Y así nos va.
EL PAIS SEMANAL - 27-11-2005
Uno. Sabemos que Juan Rulfo es autor de El llano en llamas, cuentos; una novela, Pedro Páramo; algunos guiones de cine, El gallo de oro, La fórmula secreta... Fragmentos de novelas destruidas, Los hijos del desaliento, La cordillera; un relato 'La vida no es muy seria en sus cosas'. Además de numerosas, magníficas, fotografías.
Las dos mejores películas que actualmente se exhiben en Estados Unidos tratan de manera importante temas que nos conciernen a todos. Los poderes y límites de la información. El derecho a la verdad y el derecho a la imaginación.
El otro lado de la medalla lo ofrece la película dirigida, en blanco y negro y mediante grandes acercamientos, por George Clooney, Buenas noches y buena suerte. Era la rúbrica del legendario reportero y editorialista de la CBS, Edward Murrow. A medida que, entre 1950 y 1954 el senador por Wisconsin, Joe McCarthy, atizaba su campaña contra las libertades públicas en nombre del anticomunismo, Murrow, con valentía moral y profesionalismo periodístico, salió como David a desafiar al abusivo y mendaz Goliat. En sus años de poder, McCarthy calumnió, denunció, fabricó pruebas falsas, y mandó al exilio, al suicidio, a la ruina y a la división a individuos y familias enteras. Le bastaba la denuncia seguida de la inquisición y la inquisición seguida de la delación. Escritores, actores, diplomáticos, periodistas. McCarthy segó a la inteligencia norteamericana. El que no fue víctima es porque fue delator.
La pesadumbre ¿puede crear prosperidad? Eric Fromm sostenía que provocar emociones luctuosas entre la población formaba parte de la estrategia del poder porque los ciudadanos decaídos suelen ser más fáciles de dirigir y manipular. Los tristes se conducen como animales dóciles y todavía más sumisos si se encuentran poseídos por una patología animal. De esta manera, se cierra la cadena de las cadenas alimentarias por la que circula el virus de la gripe aviar, el virus de la palmípeda y de la carne de gallina, asociada a la cobardía, el inhibicionismo y la necesidad de protección.
Dejando a un lado a las amebas, que son inmortales, la criatura más vieja del planeta es la tortuga gigante Harriet, que va a cumplir 175 años. Vive en Australia, es hembra y todavía ovula. Se supone que esta tortuga nació en una de las islas Galápagos, y fue uno de los tres ejemplares que se trajo Darwin a Inglaterra, en 1836, al finalizar su expedición en el buque Beagle. Sus dos compañeras murieron a causa de las inclemencias del clima de Londres, pero Harriet fue trasladada a Australia, donde ahora, según cuentan, a veces saca la cabeza del caparazón y la vuelve a esconder enseguida porque no le interesa nada de lo que pasa en este perro mundo. No es el metabolismo, sino esta sabiduría la que le ha permitido vivir tantos años. Hasta que Darwin no estableció la Teoría de la Selección Natural, la mayoría de los geólogos se adherían a la Teoría de la Catástrofe, según la cual, en este planeta ha habido sucesivas creaciones de vida animal, que han sido destruidas por una catástrofe repentina, por inundación, terremoto u otra convulsión cualquiera. La última catástrofe fue el diluvio universal, que eliminó todas las formas de vida, excepto la de los seres que se refugiaron en el arca de Noé. Esta tesis afirma que las especies fueron creadas inmutables, una a una, sin capacidad para cambiar con el paso del tiempo, como algunas personas que todos conocemos. Pero la teoría de la selección natural afirma que las crías de cualquier especie compiten duramente por la supervivencia y las que sobreviven a este esfuerzo transmiten a la próxima generación algunas variaciones naturales para adaptarse al medio. Esta teoría de Darwin, extraída de la vida de ciertas tortugas, puede ser rebatida si uno analiza el comportamiento de algunos ejemplares humanos, que si bien no son galápagos, llevan a cuestas un caparazón inmutable. La tortuga Harriet es una futurista comparada con algunos políticos, con algunos obispos, con algunos jueces, que parece que acaban de abandonar el arca de Noé, dejando atrás del diluvio universal no más que sucesivos estratos de fósiles. Pero basta con mirar alrededor para comprobar que hay fósiles con traje y corbata que hablan en la tribuna del Congreso de los Diputados, presiden simposios, escriben en los periódicos e incluso toman el aperitivo a tu lado. A estos galápagos humanos no los estudió Darwin; en cambio, son los únicos seres que contradicen la evolución de las especies, aferrados como están a la tesis de la catástrofe.
El exordio de la discusión del estatuto catalán ha devuelto a José Martínez Ruiz, Azorín, al Congreso de los Diputados, en el que tan luminosas crónicas trazó (Impresiones parlamentarias) un siglo antes para el diario España. Fue un drástico nacionalista catalán quien lo devolvió a la Carrera de San Jerónimo para fortalecer con la prosa de este escritor valenciano su defensa de la diversidad nacional de España. La obra de Azorín ha dado mucho de sí en ese sentido, incluso en el contrario. Cualquiera que pretenda afirmar o negar cualquier cosa sobre Cataluña, incluso sobre la catalanidad de los valencianos, dispone de un amplio repertorio de referencias en sus páginas. Las utilizó Joan Fuster para simplificar su asunto (la "unidad profunda"), echando mano de una frase de Una hora de España', "Cataluña es Valencia, y es Alicante, y es Mallorca", y lo propio hizo J. Raimundo Bartrés para declararle "enemigo de Cataluña" por haber escrito en 1900 en el Madrid Cómico, bajo el "hiriente título" de Hidalgos y Ginoveses, donde, frente a la Cataluña "burguesa, regateadora del céntimo", exaltaba la Castilla "pobre, dadivosa". La vida de Azorín fue larga y sinuosa, pero la serenidad con la que afrontó el contraste ibérico es rectilínea. Frente a su propia exaltación de la España esencial de pícaros, lazarillos, boneterías y alfayates ambulantes, latía otra realidad que él consignó como sustancial en unos términos que hoy podrían considerarse inconvenientes. Lo hizo en el artículo La Agricultura, escrito en Torrijos y publicado en 1903 en El Globo. Sentado a una mesa con pegajoso mantel y enojado por una comida tan escasa como indigesta estalló: "¡Qué diferencia entre estos pueblos inactivos de la meseta y los pueblos rientes y vivos de Levante!". A lo que el supuesto comensal castellano con el que compartía hule contestó: "¡Como que son dos nacionalidades distintas y antagónicas!". Y añadió: "Las diferencias entre los españoles del Centro y los de las costas saltan a la vista. (...) El problema catalanista, en el fondo, no es más que la lucha de un pueblo fuerte y animoso con otro pueblo débil y pobre, al cual se encuentra unido por vínculos acaso transitorios". Claro, que entonces no existía la COPE.