Dilluns, 5 de febrerDesastre de cajón de desastresMaruja Torres
De la no confesada decisión de aplazar y de la pereza que provoca poner en orden en nuestras cosas aparentemente secundarías viven los cajones menos frecuentados de nuestras vidas, aquellas plazas huecas que acogen lo que nos negamos a clasificar; lo que no queremos afrontar; recordatorios de las citas a las que no acudiremos y también reminiscencias de encuentros que no resultaron tan bien como preveíamos, que incluso resultaron fatales, humillantes, vergonzosos.
A la izquierda de mi mesa, de cualquier mesa en cualquier lugar del mundo –sea un escritorio o uno de esos muebles como espejo de habitaciones de hotel o apartamentos alquilados, que solo sirven para albergar cajones, pese a haber sido diseñados para que las damas recompongan su aspecto-, hay siempre un cajón hondo, el predilecto para estos casos, en el que arrojo cuanto va segregando mi paso por la ciudad. Un botón de un tejano que se descosió y que me resisto a coser porque no sé en dónde he puesto el hilo y las agujas que sí, estoy segura, traje conmigo, y que también se encuentra en este cajón, solo que no lo sé y no me apetece meter la mano a fondo.
Cuando me preparo para abandonar un lugar por otro, un paisaje por otro, me es ineludible vaciar el contenedor en desorden en que se ha convertido lo que al principio era sólo una boca cuadrada y vacía, una especie de mandíbula abierta sin carácter. Sí, sí. Vayan metiéndole cositas al coleto y verán que pronto ese agujero se hace con algunos secretos de sus vidas. Es pavoroso. Lo pongo boca abajo –algunos no se dejan, y entonces extraigo el contenido a puñados, sin mirar-lo, temeroso de lo que pueda contarme- sobre la cama recién hecha y vuelco sobre la pulcra superficie todo lo que he ido amagando: en la esperanza de que los peores recuerdos hayan caducado ya, supongo. Mas ahí están. Nada dura más que un abandono mal curado.
Folletos de pequeños aparatos, grabadoras, teléfonos; y de grandes aparatos – nevera, televisor- que he escondido ahí debajo para no tener que aprenderme las instrucciones. Nunca lo hice y por ello nunca obtengo el rendimiento, aunque confieso que a veces, en el vater, lamento no haber traído conmigo literatura: los folletos podrían servir.
Pero esa factura por la compra de libros que debo conservar para la declaración de la renta de autónomos despierta memorias de la persona que me los recomendó. Cuando lo hizo creía que nos volveríamos a ver; tuvo que partir al día siguiente, reclamado por una urgencia de su trabajo, hemos perdido el contacto, yo he leído los libros y no los hemos podido comentar. Queda sin pronunciar, pues, el esmerado discurso dedicado al análisis literario de las mencionadas obras, en un intento de impresionar: bueno, te encoges de hombros, al menos las leíste, eso no te lo quita nadie, chica, la cultura no ocupa lugar.
¿Y eso qué es? La tarjeta de un proveedor de lo último en carbón para narguiles, el carbón de coco, definitivamente más adecuado para el medio ambiente y más económico. Te la dieron, la tarjeta, una noche loca en que las olas del Mediterráneo restallaban en las farolas del paseo. Era luna llena.
¿Y esto? Esto es un boleto de loto que alguien a quien improvisadamente invitaste a comer te regaló, aleccionándote: “La loto es nuestra última esperanza”, sin escucharte cuando tú le decías que también en España existe el cupón de la ONCE. Finalmente te presta atención, pero cómo explicarle a alguien lo que es la ONCE.
Y esos pequeños plásticos con los que se sujetan los cables de los aparatos pequeños. Siempre los necesito, pero siempre olvido que los dejé agonizar en el cajón de las tonterías perdidas, desastre de cajón que aunque hoy vacíe y clasifique, aunque hoy rescate la paja de la paja, como si dijéramos, reproduciré en el próximo lugar al que llegue, aunque sea mi hogar nuclear; mi patria chica de cajón, mi cajón madre.
Todos necesitamos creer que podemos arrumbar lo que nos perturba. Por suerte, de vez en cuando existe la llamada del deber, y ponemos orden. En el cajón dichoso y en nosotros.
El País/PS/4-2-2007