¿Cuánto duran las pilas?
Juan Cueto
Lo primero que hago cuando estoy metido en el supermercado de mi barrio agarrado al carrito de la compra es ponerme las gafas para leer las minúsculas fechas de caducidad. Mi último pensamiento cuando hago cola delante de la caja registradora de salida también está relacionado con el gran asunto filosófico del tiempo: compro pilas de todos los formatos, marcas, colores y voltajes. Mi problema número uno és que no sé cuánto duran las cosas, sobre todo las pilas. En otro tiempo no era así. Pasaba de las fechas de caducidad, me olvidaba de las pilas que están al lado de la señorita cajera, me metía de lleno en historias que yo creía imperecederas, vivía y derrochaba el presente como si fuera inagotable, un presente continuo, y jamás leía las instrucciones de las cosas, los alimentos, las personas y las sociedades anónimas. Era la fase optimista de la vida. Hasta que un día, viendo en la plataforma digital un documental de Discovery, descubrí que también el optimismo (un mero asunto bioquímico) tenía su fecha precisa de caducidad, necesitaba recargar las baterías y estaba muy sometido al maldito segundo principio de la termodinámica: como los yogures, los cacharros que funcionan a pilas, las pilas y hasta los zapatos Camper; que son los mejores del mundo.
Desde entonces, por culpa del documental de Discovery, ando obsesionado con la tasa de obsolescencia de la vida, las cosas y los sentimientos. Compro más pilas de las que necesito, estoy únicamente atento a las fechas de caducidad y sólo pienso en el segundo principio de la termodinámica cuando se presenta una nueva historia, aventura, oportunidad o novedad que sea. Ojo, me digo ahora, suceda lo que suceda, siempre acabará mal, se le agotarán las pilas y no hay piezas de recambio. Para los que disfrutamos en su día de una innata y estupenda bioquímica optimista, se nos hace muy cuesta arriba admitir que hemos llegado a la fase de pesimismo, y estoy esperando como agua de mayo otro documental de Discovery que explique con el mismo lujo de detalles que mi actual manía de acumular pilas, productos, historias y aventuras de larga duración, tipo Camper, también es un proceso invitablemente bioquímico y muy natural a estas edades.
Pero del pesimismo bioquímico no dan explicaciones científicas consoladoras, nos dejan solos con nuestras propias neuras, mientras que todos los días aprendemos cosas nuevas y muy precisas sobre la degradación del optimismo. Es más, eso de medir la duración del presente, las pasiones humanas o las cosas del supermercado se está convirtiendo en todo un género periodístico. Ayer, por ejemplo, he pillado un sesudo artículo traducido de una revista científica de Zúrich en el que se afirma que el presente sólo dura tres segundos. El tiempo exacto para pestañerar tres veces, atrapar 24 imagenes por segundo, archivarlas ahí arriba, en el hemisferio correspondiente, y cambiar de mirada. Exactamente como en los videoclips del hip-hop. Todo lo demás, dice el sabio alemán, es pasado, mera memoria, o una simple ilusión cultural que fabrica el cerebro como conjura de ese presente que se agota en un abrir y cerrar de ojos: una suma de instantes divididos en planos de tres segundos y luego montados aceleradamente en la regía audiovisual del cerebro. Una minificación de tres minutos, como máximo.
Pero todavía es la actual explicación bioquímica del sentimiento humano por excelencia. Resulta que el amor dura 3 años. No sólo lo dice el divertido Beigbeder (en su penúltima novela en anagrama se titula justamente así) sino que acaba de publicarse en Francia un ensayo serio, y muy aburrido, del neurobiólogo Lucy vincent (Commnent devient-on amoureux? Odile jacob) en el que explica cuánto dura la célebre conmoción sentimental que mueve el mundo. Treinta y seis meses es el tiempo que las batas blancas les dan a las pilas internas que encienden la pasión humana. Un barullo de hormonas, feronomas, domapimas y endomorfinas que drogan los cerebros de la pareja. El tiempo de fabricar un bebé y educarlo. Al cabo de tres años, se agotan las pilas y hay que inventarse en plan bricolaje remedios caseros o darle cuerda vaticana para cargas las baterias, lo cual tiene mucho mérito.
Lo que me llama la atención es que esos laboratorios nunca desmenuzan cosas más interesantes y útiles para la vida cotidiana. Más que el presente y el amor, a mí me gustaría saber con todo lujo de detalles psicoquímicos cúanto duran las pilas del fanatismo, las baterías infantiles de la creencia en Dios, las lámparas incandescentes del maniqueísmo o las recargas del delirio ideológico. Por ejemplo, saber a ciencia cierta un asunto que este verano preocupa a la derecha civilizada del país: cuánto duran las pilas de Aznar. Mucho me temo que son de Duracell, como las de la publicidad de ese muñeco que también toca el tambor.
El País semanal /22-8-2004