Literatura d'assalt
Añoranza del triclinio
Javier Marias
Cuenta Jeròme Carcopino, en su ya viejo libro de 1939 La vida cotidiana en la antigua Roma, que los recitados o las lecturas públicas fueron el verdadero cáncer de la literatura latina, lo que empezó a agostarla. La dificultad y el elevado coste de hacer copias a mano de los textos fueron la causa de esta moda o costumbre que acabó siendo plaga. Al principio eran sólo los escritores célebres, con Plinio el Joven y Juvenal como faros máximos del periodo, quienes invitaban a un escogido grupo de oyentes a su triclinium o salon-comedor y los deleitaban con sus versos o dicursos o incluso sus dramas sin escenario o actores. Pero poco a poco los políticos y los notables, y aun futuros emperadores como Claudio, le vieron la gracia a ser escuchados y reverenciados, hasta el punto de que quienes podían permitírselo se hicieron eregir auditorios en sus domicilios, para albergar a sus oyentes ya no de calidad, sino en cantidad. Y el hábito se extendió de tal forma que hasta quienes carecían de medios para poseer o alquilar una sala se las ingeniaban para soltar sus rollos, y en cuanto daban con un puñado de incautos, ya fuera en el foro, en los multitudinarios baños y aun en las encrucijadas, se apresuraban a desenrollar sus manuscritos sin rubor y les endilgaban sus obras maestras. "Si se examinan los textos de la época", dice Carcopino (no es una exageración mía), "al instante se tiene la impresión de que todo el mundo le estaba leyendo algo a alguien en voz alta, cualquier cosa, siempre en público, mañana, tarde, noche, en invierno como en verano". No quiero ni imaginarme el panorama.
La costumbre, así pues, se convirtió en obsesión: los abogados se apuntaron, y en sus particulares sesiones leían los alegatos que habían pronunciado en los juicios; los políticos pulían sus arengas para inflingirlas luego como composiciones escritas; y hombres de mundo, hacendados, potentados, que jamás habían escrito nada más que por motivos profesionales, no vacilaban en recitar ante sus auditorios el elogio fúnebre que habían improvisado en el entierro de algún pariente. En cuanto a los verdaderos escritores, no perdonaban ni una sola de sus creaciones más nimias y además se mostraban inagotablemente prolíficos, enganchados a las lecturas públicas. Pronto, quienes eran invitados a ellas desearon subir al estrado y ser asimismo anfitriones, iniciandose así una diabólica rotación que convirtió a cada oyente a su vez en autor. Algunos optimistas interesados quisieron ver en ello el triunfo de la literatura, pero más bien fue su calamidad. La gente ya no distinguía entre lo bueno y lo malo, sinó que lo detestaba todo, obligada a prestar atención o a fingir prestarla, a menudo durante horas, y aun empezó a competirse por ver quien mantenía "hechizado" a su público durante más tiempo, una jornada entera ("Totum diem impendere"), sin desdeñar sobrepasarla en varias. Por cuestiones de reciprocidad social o adulación a los poderosos, se seguía asistiendo a los recitados y convocándolos, pero la mayoría escuchaba con náuseas e infinito aburrimiento, tanto lo excelso como lo mediocre y grotesco, y así la literatura perdió toda dignidad y propósito serio. "Cuando hubo tantos escritores como oyentes", concluye Carcopino, "O, como diríamos hoy, tantos autores como lectores y ambos papeles fueron indistinguibles, la literatura sufrió un tumor maligno e incurable". Es el que él mismo llamó "de las falsas vocaciones".
Bien, yo no se quien fue el imbécil que dijo por primera vez aquella cretinada de no irse del mundo sin plantar un hijo, escribir un árbol y tener un libro o viceversa o versavice, pero desde luego le hizo un flaco favor a la literatura, y puede que también a los vástagos y a las plantas. Cada año, en España, oímos los mismos lamentos: la mitad de la población nunca lee un libro y todo eso. A mi me parece que, a pesar de ello, hay más lectores que nunca - o compradores de libros, da lo mismo y no hay forma de averiguar qué hace la gente en su casa con ellos-, y de hecho encuentro asombroso que haya tantos, habiendo tantos autores. Uno lee que a cada premio de novela se presentan unos quinientos originales, y a menos que sean siempre los mismos repetidos (menos uno, el que ganó el anterior), no se acaba de entender que a tantas personas les sobre tantísimo tiempo. Porque hace falta mucho, créanme, sólo para llenar hoja tras hoja, aunque sea de cualquier desastrada manera. Y no hay año en el que no aparezcan volúmenes firmados por abogados, políticos, empresarios y potentados, como en la Antigua Roma, pero además por actores, cantantes, economistas, periodistas extraconyugales, modelos, psiquiatras, diplomáticos, militares, turistas, comadres televisivas, editores, científicos y qué no. Todos estan en su derecho, y jamás me atrevería a calificar de intruso a ninguno: así como nadie (salvo los hermanos Cano) se pondría a componen música sinfónica sin los conocimientos adecuados, cualquier persona analfabeta se siente capacitada para escribir lo que sea; esa es la creencia general y yo no voy a discutirla. Ahora bien, no deja de recordarme a la Antigua Roma que todos sin excepción tengamos algo que contar o decir; y sobre todo que necesitemos publicarlo. A veces pienso que volver sólo al triclinium, y aun al auditorium, sería una bendición para la literatura.
El Pais/ EPS/ 27-6-04