versió original
diumenge, de febrer 28, 2010
Diumenge, 28 de febrer
Enrique Vila-Matas "El último detalle"
En la hora final es seguro que nos acompañará algún detalle inesperado, ridículo, o simplemente irrelevante. ¿Quién no recuerda a Hugh Person en Cosas transparentes, de Nabokov? Rodeado de las llamas que van a abrasarle, se le aparece fugazmente una página de un cuaderno que tenía de niño: nada menos que una lámina con el dibujo de unas hortalizas.
Proust habló de que una irrelevancia siempre marcará nuestra muerte, porque nunca estaremos preparados para ella, nunca pensamos que la muerte puede llegar en cualquier momento. Al meditar sobre esto, me acuerdo de que, en realidad, he vivido ya la experiencia del detalle irrelevante que cruza la escena mortal. Fue en el verano de 1956 y es un recuerdo verdadero que he cedido en más de una ocasión a mis personajes de ficción. Aferrado a una colchoneta y cuando ya unas olas encrespadas iban a engullirme sin remedio, fui salvado en el último segundo por una heroica nadadora. Escenario: una playa de la costa Brava. En mis ficciones esa playa ha sido indistintamente Palamós, Tossa, Cadaqués y Port de la Selva. Todo el rato que pasé aferrado a la colchoneta, fui consciente de que iba a morirme, pero tenía la mente ocupada por una escena de El Jabato, mi cómic preferido, en el que el héroe vivía una situación parecida y acababa siendo rescatado por el enclenque poeta Fideo, un personaje que iba siempre acompañado de un arpa.
No he olvidado nunca aquella arpa, curioso detalle en la hora de mi primera muerte. Y ya metidos en música, diré que en su momento siempre me llamó mucho la atención esa historia del alpinista Joe Simpson que en 1985, a 6.000 metros de altitud, cayó de una cornisa de hielo y le dieron por muerto. Espontáneamente en su cabeza apareció la canción de Boney M Brown Girl in the Ring. Nunca le había gustado aquella música, y se sintió muy furioso sólo de pensar que iba a morir con aquella banda sonora. El otro día, pasé una larga hora sin poder librarme de la imagen de la cabeza de un futbolista del Liverpool. No había forma de que me acordara de su nombre. ¿Tienen nombre las cabezas? La imagen me persiguió un buen rato, hasta que por fin, picado en mi amor propio, me concentré a fondo y logré recordar quién era el jugador: un conocido extremo izquierda. No quiero ni pensar lo que podrían ser mis últimos momentos si, cuando me llega la hora, me da por acordarme de la dichosa cabeza de Liverpool.
He vuelto a encontrar la historia del escalador Simpson en How Fiction Works (traducido aquí como Los mecanismos de la ficción), un libro del crítico James Wood. Allí, después de relatarnos la aparición de Brown Girl in the Ring en la cumbre nevada, Wood comenta: "En la literatura, como en la vida, la muerte se suele ver asistida por una aparente irrelevancia, desde Falstaff, que balbucea algo acerca de unos campos verdes, hasta Joachim en La montaña mágica, que mueve el brazo encima de la manta como si estuviera recogiendo o reuniendo algo". Nunca socialmente tuve tanto éxito como cuando contaba en fiestas y reuniones anécdotas con las últimas palabras de personajes famosos. La gente reía con ganas, aunque algo histérica, quizá porque les hacía recordar la irrelevancia que cruzará por su vida el día de su propia muerte. Pero reían mucho. Me acuerdo de la gracia que les hacía la ejemplar muerte de Buster Keaton. Alguien junto a su cama de enfermo observó: "Ya no vive". "Para saberlo, respondió otro, hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos". "Juana de Arco, no", dijo Buster Keaton, y quedó muerto.
Un ejemplo que se acerca a la experiencia de Simpson lo encuentra Wood en el admirable final de Chejov a su historia El pabellón número 6. El doctor Ragin se está muriendo: "Un rebaño de ciervos, extraordinariamente bellos y graciosos, sobre los que había leído el día anterior, pasó corriendo junto a él; una campesina se le acercó con una carta certificada...Mijaíl Averyanych dijo algo. Luego todo se desvaneció y Andrei Yefimych perdió la conciencia para siempre".
La mujer campesina con la carta certificada, comenta Wood, quizá sea excesivamente "literaria" (la Parca que le reclama, etcétera), pero ¡ese rebaño de ciervos!: "Qué maravilla la sencillez de Chejov, que sumido en la mente de su personaje no dice: 'pensó en los ciervos sobre los que había estado leyendo', sino que simplemente afirma que los ciervos pasaron 'corriendo junto a él".
En un fragmento de El silencio del cuerpo, libro de Guido Ceronetti, hay una escena que también parece terminal. Habla el escritor del día en que los portales de Turín comenzaron a cerrarse ante una amenaza de inundación. Las calles se fueron quedando rápidamente desiertas. La luz era diurna, pero sin que se advirtiera en ningún momento el paso de las horas. La gente se resguardaba encerrándose en las casas con provisiones para resistir durante un largo espacio de tiempo: "Me aterrorizaba sobre todo el color lívido de la luz y el lenguaje mudo de aquellos portales cerrados, en fila todos, que representaban la ciudad entera, concentrada en una única calle. Volví a entrar en casa, y unas manos diligentes cerraron inmediatamente el portal a mis espaldas. Ya no debía salir nadie más; ya, tal vez, nadie más saldría".
¡Unas manos diligentes! Me quedé con ese detalle. Y las manos diligentes me han seguido hoy a todas partes y han cerrado todo lo que he visitado. Si ahora que acabo de cerrar la última puerta, me alcanzara la Parca, ésta me encontraría vigilando, de la forma más diligente, la aparición de cualquier detalle irrelevante. Así la sorpresa quizá se la llevaría ella. Cualquier detalle trivial. Sea un rebaño de ciervos, o el arpa del enclenque poeta, o la cabeza del Liverpool. Sea una luz lívida. Sea ese cielo sobre el puerto, cuyo color recuerda una pantalla de televisión sintonizada en un canal muerto.
www.enriquevilamatas.com
El Pais/FRAGMENTO LITERARIO: Escrituras EL ÚLTIMO DOMINGO/ENRIQUE VILA-MATAS 28/02/2010
Enllaços: El Jabato,50 años de El Jabato
diumenge, de novembre 02, 2008
Diumenge, 2 de novembre
Amigos que no duermen
Enrique Vila- Matas
1 - Un insomnio puro y duro empuja a un novelista amigo a escribirme en plena noche y hablarme del mercado editorial, donde cada vez cuentan menos los autores y más los negociantes de todo tipo que orbitan a su alrededor. Me habla de un mercado analfabeto que va acostumbrando a la gente a leer inmundicias, hasta el punto de que pronto ya nadie se acordará de lo que fue la alta literatura. Ocurre con esto como con la calidad de nuestros alimentos. A medida que desciende pavorosamente la exigencia de calidad, la gente cada vez recuerda menos lo que se comía antes, y habrá un día en que, por falta absoluta de memoria, la gente creerá que la bazofia es lo que se ha comido siempre.
A la vista del panorama, ha decidido hacerse fuerte en la idea de que ha trabajado ya bastante a lo largo de su vida. Le ha apasionado siempre la cultura del trabajo, aquella que tanto fomentan los protestantes. Pero cree que todo tiene un límite. Ya es suficiente con lo que ha hecho como escritor. A partir de ahora, tratará de dedicarse sólo a vivir. Espera que alejándose de la biografía de su estilo -le parece que la verdadera vida de un escritor es la historia de su estilo y que eso le ha impedido saber quién es realmente- podrá comenzar a respirar por sí mismo y conocerse. Ya sería hora de que eso sucediera. Ocurra o no, algo ya es seguro: se le verá respirar por fin. Lo más probable es que se ponga a vivir a life reprehensibly perfect, que diría Larkin: una vida reprochablemente perfecta.
2 - Otro amigo que tampoco duerme -amiga en este caso- da vueltas a ese fenómeno que tanta gente ha experimentado y que han comentado, entre otros, Bioy Casares y Andrés Ibáñez. Tenemos insomnio y caminamos en la oscuridad por nuestra propia casa porque es de noche y no queremos despertar a los otros. Se ven débilmente los contornos de los objetos, y con eso nos basta. Pero vamos avanzando por un pasillo hasta que la oscuridad es total. ¿Qué sucedería si siguiéramos andando en esta total negrura y de pronto llegáramos a otro lugar? Para Ibáñez, las películas de David Lynch tratan siempre de ese pasillo que nos conduce a lugares mentales de nuestra propia casa o cerebro que no habíamos antes visitado. Para mi amiga insomne, el maestro de los pasillos oscuros es el novelista Murakami.
Me hacen recordar a un vecino que me dio una versión distinta de esa historia del pasillo oscuro cuando me habló de noches en las que regresaba a casa borracho y al día siguiente recordaba todo, incluida la conversación con el taxista, todo salvo lo ocurrido a partir del momento en el que había cerrado la puerta de su apartamento y, sin darle al interruptor de la luz, había avanzado, de memoria y confiado, por la oscura casa en sombras. Para mi vecino era como si la íntima y serena certeza de sentirse en el hogar le hiciera relajarse por completo. Según me dijo, tanto llegaba a relajarse que dejaban de pasarle cosas hasta el día siguiente.
"Si uno piensa que está en casa, no puede pasarle nada que no sea estar en casa", recuerdo que decía Flann O'Brien, y lo decía tan bien que, aunque le faltaba toda la razón, parecía que la tuviera.
3 - El más insomne de mis amigos me cuenta que su falta de sueño ha potenciado su obsesiva manía de sacar a la luz lo que ha sido relegado a la sombra. Le pregunto por el último escritor que ha rescatado del olvido, y me habla, con una sonrisa en los labios, de Alcanter de Brahm, que nació en 1868 en Mulhouse y fue poeta, chansonnier, crítico y ensayista. Nadie lo lee hoy en día y sin embargo ha pasado a la historia por haberse inventado una palabra y un signo, lo que no es poca cosa, pues ya quisieran muchos haber pasado por la vida habiendo dejando semejante legado. La palabra que inventó es arribista. Cuando decimos de alguien que es un arribista estamos utilizando la palabra que con tanta fortuna creó el señor Alcanter de Brahm cuando para mofarse abiertamente de Maurice Barrès escribió el libro L'arriviste. En cuanto al signo de puntuación que creara, éste se usó muy poco, aunque últimamente está resucitando. Se trata del llamado "signo de ironía". Alcanter de Brahm lo veía cándidamente como indispensable para el matiz de la lectura. Y aunque lo inventó para marcar las frases zumbonas o satíricas que dan tono al idioma literario, su punto de ironía no duró mucho porque es obvio que quien sabe leer no necesita que con un punto le indiquen la entonación que debe dar a las frases.
4 - Un buen tratamiento contra el insomnio es dormir mucho (W. C. Fields).
5 - Un amigo que duerme mucho dice que duerme menos desde que no hacen más que preguntarle todo el rato qué va a ser de la era Gutenberg -"nena, qué va a ser de ti"- a causa del auge de lo audiovisual y todo eso. Ya le aburre el tema, dice. ¡Pero mucho! Además, en realidad esta ola de lo visual y de lo digital es un fenómeno que recuerda al que tuvo lugar en el siglo XVI cuando la experiencia literaria pasó a ser visual en lugar de auditiva. A principios de aquel siglo, la gente todavía entendía mejor lo que se leía en voz alta que su propia lectura en silencio. Y es que hasta que se inventó la imprenta, la sensibilidad literaria de la gente fue auditiva. Y ya entonces se discutió si la llegada de la lectura visual en silencio no iba a ser una catástrofe.
Si en la actualidad hay tanto moderno y arribista que oculta su falta de talento con la coartada de las nuevas técnicas, en aquel siglo había modernos que leían en silencio para epatar a los que no estaban al día. Y es que, como ahora diría un castizo -si quisiera demostrarnos que tiene ocurrencias y un punto de ironía-, está todo inventado. Claro que es bien sabido que el casticismo y la ocurrencia fueron siempre las dos peores variantes del tópico, de ese gran tópico en el que tantos arribistas, sin punto de ironía alguno, viven hoy instalados.
El País/2-11-08
enllaços: Irony mark
dissabte, de juny 28, 2008
Dissabte, 28 de juny
La plaga
Rafael Argullol
Hasta hace poco llamaba la atención una cierta esquizofrenia alrededor de la consideración de Barcelona: aquí, los nativos nos quejábamos de la degradación de la ciudad aunque, al viajar, oíamos hablar de Barcelona con admiración por todos lados. Ahora, sin embargo, se escuchan opiniones sobre la devastación turística de la ciudad procedentes, ya no de nostálgicos ciudadanos, sino de medios extranjeros, alarmados ante la rapidez del deterioro.
Con escasos días de diferencia he leído dos artículos en la prensa italiana y británica que presentaban el caso Barcelona en términos prácticamente idénticos. En ambos se daba una cifra de 50 millones de pernoctaciones al año -no sé si exacta-, que era considerada desproporcionada por completo con respecto al tamaño de la ciudad. En un texto y en otro, además, se destacaba la progresiva barbarización de nuestros visitantes y la consolidación de un lumpenturismo que asola cuanto se pone por delante. Los dos artículos me parecieron interesantes, en particular, porque Italia y Gran Bretaña aportan bastantes efectivos en estas nuevas huestes bárbaras.
El caso Barcelona, pues, se está convirtiendo en una referencia mundial, pero ya no en el sentido de hace unos años -aquel modelo Barcelona tan comentado tras las reformas olímpicas- y que los propagandistas del Ayuntamiento han intentado mantener más o menos patéticamente. En privado muchos de los antiguos admiradores de la ciudad explican a sus amigos de aquí cómo ha variado el escenario, a peor, y sus escasas tentaciones de volver con frecuencia a visitarnos. No creo que ningún auténtico viajero se encuentre a gusto en nuestro cada vez más elemental parque de atracciones. Tampoco un turista ilustrado puede hacer gran cosa en medio de la chusma itinerante, con lo que lo más lógico es que dirija sus pasos hacia otro destino.
Al final, los únicos turistas ilustrados (sic) que vendrán serán esos arquitectos de renombre a los que nuestro provinciano Ayuntamiento otorga un encargo tras otro, sin importarle si los "nuevos iconos", como les gusta llamarlos, son un plagio de otros que están en Londres o en Shanghai o si, como en el ejemplo del recién inaugurado Parc del Poble Nou, el engendro urbano hará la vida imposible a los ciudadanos que queden atrapados en él. Claro está que los arquitectos de renombre internacional llegan, inauguran, se hacen la foto con los sonrientes provincianos y huyen. No conozco a ninguno que se haya instalado aquí para disfrutar de la ciudad. Es cierto que tampoco se hace imprescindible a los talentos exteriores; en ocasiones, uno local es suficiente para edificar otro nuevo icono y, de paso, avanzar un poco más en la confusión.
El caso Barcelona corre el riesgo de convertirse, por sus perfiles negativos, en materia universitaria del mismo modo que ya lo es la destrucción urbanística del litoral mediterráneo español, paradigma de lo que no hay que hacer en el desarrollo turístico y fuente de estudio para futuros especialistas. Lo enigmático es cómo se ha podido llegar tan lejos si el caso es evidente desde hace mucho, al menos para los perjudicados más directamente, los ciudadanos.
No es fácil resolver el enigma, pues, como es sabido entre nosotros, lo evidente no es siempre lo que queda más claro y, con frecuencia, es lo más oscuro. Hemos llegado a tal sofisticación en el autoengaño que combinamos con suma perfección la apatía, la desidia, la amnesia y el silencio, a condición de que de vez en cuando consigamos expresar enérgicamente, a gritos si puede ser, nuestro radical desacuerdo con todo, antes de volver a callar plácidamente. Gracias a esa sofisticación al final cuanto nos sucede parece estar regido por una inescrutable mano oscura, un hado frente al que poco se puede hacer.
Si repasamos nuestras plagas recientes comprobaremos que siempre estamos a disposición del hado, a la espera de que se solucione lo que nosotros queremos disimular lo más rápidamente posible: es el estilo barcelonés, cuando menos, el que hoy se impone. ¿La sequía?: llovió; ¿el AVE?: ya llegó; ¿el colapso de cercanías?: ya se solucionó medianamente; ¿el Gran Apagón?: tenemos luz; ¿el caos del aeropuerto?: nos vamos de vacaciones. Todo acaba solucionándose, de acuerdo con el hado y la providencia, si se es lo suficientemente olvidadizo.
En cuanto a la plaga del lumpenturismo pasará lo mismo: con el mejor estilo barcelonés nadie se acordará de que hubo una vez una Barcelona habitable. Organizaremos fiestas y haremos estas campañas de promoción que tanto nos gustan. Todo menos pedir responsabilidades a una industria turística depredadora, a unas autoridades sin autoridad y, por supuesto, a nosotros mismos.
El País/28-6-08
diumenge, de juny 01, 2008
Diumenge, 1 de juny
Dónde huir en secreto
Javier Marías
En la década de los ochenta del pasado siglo, viví un par de años en Venecia. No seguidos exactamente: pasaba allí mes y medio y luego tres en Oxford, otros dos allí y a continuación dos en Madrid, así entre 1984 y 1989. En Venecia no hacía vida de turista, sino de residente: me asimilé a las personas que me acogían amablemente en su casa y que vivían allí todo el año. Claro que me asomaba a una iglesia o a un palacio cuando me pillaban de camino en mis recorridos y paseos cotidianos. Iba al mercado del Rialto, al mercadillo de Campo San Barnaba y al supermercado de Campo Santa Margherita, hacía un poco de amo de casa (sólo un poco), y aprendí los más raros atajos para evitar las calles por las que era imposible transitar, abarrotadas de rebaños turísticos de gran torpeza, lentitud y vociferación. En aquella época me llamaba la atención que Venecia parecía ser la única ciudad del mundo en la que los visitantes no se comportaban como solían hacerlo en las demás que yo conocía, a saber, más o menos con el mismo respeto que uno observa cuando está de visita en casa ajena. En la propia uno pone los pies donde le place, desordena cuanto quiere, se tumba en el sofá o en el suelo –tengo mucha querencia por el suelo–, maneja el tocadiscos y la televisión a su antojo. Cosas todas más o menos normales que sin embargo jamás haría en casa de otro. (Bueno, con la excepción del ex-Presidente Aznar, que ya sabemos lo grosero que es cuando visita a sus amigos). Los forasteros que pisaban Venecia tomaban la ciudad al asalto, como si allí no viviera nadie y fuera una especie de parque temático a disposición de ellos, con la agravante de que ni siquiera habían pagado una entrada que les diera la sensación de algún “derecho adquirido”.
“Mala suerte para los venecianos”, pensaba. Entonces había unos cuarenta mil (ahora unos treinta), pero era gente tan atareada como la de cualquier otro sitio, con las mismas obligaciones y bastantes más dificultades, al no haber allí tráfico rodado. “Es lo malo de tener una ciudad tan maravillosa: todo el mundo se considera no sólo con derecho a verla, sino a hacer uso de ella sin tener en cuenta a sus habitantes. Como si éstos no existieran ni tuvieran quehaceres, como si no necesitaran silencio, como si el lugar fuera sólo un escenario, un decorado desierto en el que cada turista puede actuar como le venga en gana”. Lo que no preveía era que esta manera bárbara y desconsiderada de visitar un sitio iba a convertirse en la norma y a afectar a todas las demás ciudades, o al menos a las más turísticas. Me contaba hace poco Manuel Rodríguez Rivero que en un viaje a Praga le habían insistido en que no intentara ver –menos aún atravesar– el famoso Puente de Carlos después de las siete de la mañana ni antes de las diez de la noche, porque las masas se lo impedirían. La mayor parte de la gente que va a Florencia ya no tiene oportunidad de sufrir el síndrome de Stendhal que este escritor describió, porque de las bellezas allí contenidas no logra ver apenas nada: los cuadros tapados por incontables cabezas –que no siempre cerebros–, los edificios pisoteados por las manadas. La última vez que estuve en Roma, mi visión del Panteón quedó alterada: tenía el hotel muy cerca, de modo que me pasaba a diario a muy diferentes horas, pero no hubo forma de sentir el espacio de su interior, como un vagón de metro en hora punta sólo que con mucho más griterío. No hace falta añadir que casi todas estas greyes no desean ver nada, están sólo preocupadas de hacerse fotos estúpidas con sus estúpidos móviles para luego poder decir la más estúpida frase de nuestros tiempos: “Yo estuve allí”. Ahora hay incluso un programa de televisión así titulado, que debe de ser el más estúpido de todos, porque a esa frase sólo cabe contestar: “¿Y? ¿Y qué, que usted estuviera allí? Eso no tiene ninguna importancia ni a usted se la agrega en absoluto. Estar hoy en cualquier parte está al alcance del más cenutrio. Viajar a los lugares ‘imprescindibles’ no distingue, sino que vulgariza”.
Madrid y Barcelona son también cada vez más turísticas, pero aquélla sufre la desventaja de que todos los españoles la consideran “suya” y adoptan cada vez más los vandálicos hábitos de quienes invadían Venecia. La gente la recorre en tropel chillando, cantando, batiendo palmas, y, como le queda una fama de ciudad “con marcha”, al final de la noche, para sentirla, acaba vomitando y orinando contra nuestras fachadas. Pero ocurre algo parecido en casi todas partes. Nadie se comporta ya como “visita” en Londres ni en París, en Budapest ni en Edimburgo, en Salamanca, Toledo, Sevilla o Granada. Todas son meros escenarios, decorados para el disfrute de los forasteros, a los que importa una higa el padecimiento de los habitantes. Sólo cabe ir a lugares que aún no sean turísticos, aunque eso está cada vez más difícil por culpa de suplementos como este o El Viajero del mismo diario, que no dejan piedra sin levantar y que van haciendo caer en manos de las hordas, uno por uno, todos los rincones agradables del globo.
Estuve hace poco, unos días, en una extraordinaria ciudad italiana. En parte lo es porque allí no han llegado esas hordas que impiden y se impiden ver todo, que ponen los pies sobre las mesas y arrojan sus excrecencias al suelo, que miran sin ver y sin que mirar ni ver les importe, porque lo hacen tan sólo a través de una cámara estúpida. Como es lógico, me callaré el nombre de esa ciudad, por si acaso algún día decido irme a vivir a ella.
El país semanal/1-6-08
enllaços: sketches/Jeremy Woolfe
diumenge, de gener 27, 2008
Diumenge, 27 de gener
Manuel Vicent:"Moléculas"
Desde que he sabido que hay más moléculas en una simple gota de agua que estrellas en todas las galaxias juntas, he perdido el respeto al universo, sobre todo si se considera que nuestro cuerpo está formado sólo de agua en sus tres cuartas partes. Es más fascinante y misterioso mirar hacia abajo que hacia arriba. El microscopio ha desbancado al telescopio como instrumento poético e imaginativo, ya que entre los electrones y el núcleo de un átomo existe proporcionalmente tanta o más distancia que de la tierra a la luna. De hecho, estamos vacíos. Por eso los millones de partículas radioactivas que desprenden las galaxias atraviesan nuestro cuerpo sin tocarlo siquiera. Cuando en las noches de verano contemples las constelaciones, que los antiguos asimilaban a figuras de animales, pregúntate qué puede hacer por ti la Osa Mayor o qué puedes hacer tú por la Casiopea. Nada de nada, aparte de inspirarte algún deseo imposible. Las esferas celestes están estúpidamente encadenadas a sus órbitas. El tejado de tu casa, que en las mañanas de invierno amanece cubierto de escarcha, es un universo más inquietante. También se pueden considerar constelaciones las huellas que en él han dejado los pájaros. Trillones de moléculas habitan en una gota de rocío formando un firmamento estrellado en el que participa directamente la carne y la sangre del cuerpo humano hasta la intimidad de todas sus las células, que también navegan en agua. El espíritu es el resultado de una alta tecnología química. En el Instituto Craig Venter de Estados Unidos se ha dado el primer paso para la creación de vida artificial. Muy pronto será presentada en sociedad una bacteria viva creada por la ingeniería genética a partir de elementos inertes. Hacia ese universo infinito de la profunda materia hay que volcar la imaginación poética, la esperanza y el terror. Dejemos que las galaxias se devoren entre ellas y se suiciden lanzándose a un agujero negro. La escarcha que aletea con el primer sol en el tejado en la mañana de invierno contiene todas las moléculas del espíritu y de la carne. Las huellas de los pájaros son constelaciones que cubren todos los sueños.
Manuel Vicent/El País/27-1-08 Moléculas
enllaços:
Ira. A Fulton
nature/ droplets
dilluns, de novembre 26, 2007
Dilluns, 25 novembre
Temps de revival
Almudena Grandes: "Marcas generacionales"
Cuando la luz de la euforia dejó paso a una neblina de desilusión en los ojos de su hijo, los dos cruzaron una mirada de inteligencia tácitamente pactada desde hacía mucho tiempo. Y sin embargo, cada uno pensó en sí mismo.
Ella, más joven, recordó unas botas de plástico –de plástico auténtico–, con una lengüeta rematada con flecos y tachuelas del color del bronce trepando pierna arriba, que su madre le ofreció sin caja, sin bolsa, una culpable ausencia de detalles. Aquel año, ella quería unas botas, lo había anunciado ya en septiembre, antes de quitarse las sandalias, quiero unas botas, quiero unas botas, quiero unas botas... Su madre no dijo nada al principio. Luego le recordó que su calzado del año anterior estaba nuevo. Después revisó con ella su armario, intentando convencerla de que unas botas del año de Maricastaña y el número 37 la estaban muy bien, cuando ya el 38 de sus propios zapatos le quedaba muy justo. Ella siguió, incansable, quiero unas botas, quiero unas botas, quiero unas botas... Una tarde de sábado fueron juntas de compras, pero, según su madre, que se obstinó en aparentar una sordera inexistente ante sus múltiples y carísimas sugerencias, no encontraron nada. Y por fin le trajo aquel horror, plástico auténtico, oferta estrella de la semana en uno de esos hipermercados que acababan de abrir.
Él, casi diez años mayor, recordó en colores. Etiquetas blancas con letras azules, etiquetas naranjas con letras negras, etiquetas negras con letras rojas, todas despreciables por igual. Los únicos vaqueros que molaban, los únicos que no daban vergüenza y merecía la pena llevar, tenían una etiqueta roja con letras blancas. Él lo sabía, sus amigos lo sabían, los dependientes de las tiendas lo sabían, sus hermanos lo sabían, todos los habitantes de este maldito planeta lo sabían. Todos menos su madre. Pero, vamos a ver... Si pone lo mismo, ¿no? Es el mismo pantalón, de la misma marca, con la misma tela, la misma forma, la misma palabra en la etiqueta... Pues no, mamá, claro que no, porque no son auténticos. ¿Y qué son?, su madre ponía los brazos en jarras, ¿de cartón piedra? ¿Pero tú estás tonto o qué? Al final no le quedaba más remedio que usar esos vaqueros de segunda clase, nacionales, espurios, sucedáneos. Les cortaba la etiqueta con las tijeras de las uñas y mucho cuidado, eso sí, por si colaba y alguien pensaba que el legendario pedacito de tela roja se había caído.
Ella pensó en las botas, que al fin y al cabo resultaron de buena calidad y eran muy cómodas, y él, en sus vaqueros anónimos de etiqueta cortada, cuando el hijo al que habían educado juntos, al borde ya de los once años, levantó las deportivas en el aire después de haberlas estudiado hasta en el menor detalle.
–Pero éstas... No son las que os pedí.
–Claro que sí –él reaccionó primero–. Querías unas botas altas, de las de jugar al baloncesto, ¿no?
–Negras, de lona, con cordones negros –enumeró ella–. Éstas son las que querías.
–No. Porque esta marca no es de zapatillas, mamá, es de caramelos. Yo quería las que usan en la NBA, esas que tienen una etiqueta re¬¬donda, de plástico, y que son las buenas, las que lleva todo el mundo...
–¿Pero qué quieres? –y esta vez ella fue más rápida–. ¿Llevar lo que lleva todo el mundo? ¿Tú qué eres, un borrego o un niño inteligente?
–¡Soy un niño normal, mamá! Y quiero unas zapatillas que...
–Ya está bien. No se te ocurra volverle a hablar así a tu madre. Pediste unas zapatillas y te las hemos comprado, buenas, bonitas y como tú las querías. Así que se acabó.
–Pues no me las pienso poner. ¿Os enteráis? No me las voy a poner en la vida.
Su hijo dejó caer la caja al suelo, muy digno, y esperó estoicamente la bronca, los gritos, el bofetón, pero nada de eso se produjo. Así que se dio la vuelta, empezó a caminar despacio en dirección a la puerta y tampoco pasó nada. Bueno, sí que pasó, pero era lo que esperaba. Antes de salir miró a sus padres y vio que estaban muertos de risa. Entonces tuvo una visión desagradable, pero exacta, de su futuro inmediato, y adivinó que se pondría todos los días las zapatillas que acababa de despreciar, hasta que se le quedaran pequeñas o se rompieran por el exceso de uso.
EPS/El País 25-11-07
diumenge, de novembre 18, 2007
Diumenge, 18 de novembre
Enrique Vila-Matas: "Río Congo abajo"
1. Aunque no se había ido nunca, vuelve la oscura corriente que corría rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos río Congo abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y vuelve también la vida de Kurtz a correr también rápidamente, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. Coincidiendo con el 150aniversario del nacimiento de Joseph Conrad, aparece una edición conmemorativa de El corazón de las tinieblas. Su autor escribió otras obras memorables, pero el largo monólogo de Marlow, contrafigura del propio Conrad en Corazón de tinieblas (ése sería el título más exacto, pues permite el doble sentido del original), se ha salvado de todas las oscuras corrientes del olvido.
¿Por qué esta novela y no Lord Jim, por ejemplo, que también tiene una categoría excepcional? Aunque sobre esto hay teorías para todos los gustos, a mí me gusta pensar que es a causa esencialmente de su estructura narrativa tan moderna, y no tanto por la influencia de Apocalypse Now, la adaptación al cine, o por la indiscutible actualidad de sus denuncias colonialistas. Ha resistido por la asombrosa modernidad de su propuesta narrativa.
"Escribir es prever", anotó Paul Valéry a mano en la dedicatoria de un libro que hoy forma parte de la biblioteca de Jordi Llovet. La sentencia de Valéry es fácilmente aplicable a Conrad, que creó para Corazón de tinieblas un tipo casi inédito de estructura narrativa que luego se extendería por toda la literatura contemporánea. La primera parte del libro crea expectativas en torno a la enigmática figura de Kurtz, a cuyo encuentro viaja el lector. Pero el narrador va demorando la hora de ese encuentro. Es un libro en el que en realidad, a diferencia de tantas novelas de su época, no hay acción, y apenas sucede nada, aunque las expectativas de conocer a Kurtz se van haciendo cada vez más grandes. Pero para cuando éste finalmente aparezca, la novela se hallará ya en su recta final. Arrastrábamos unas ganas inmensas de saber cómo era y qué pensaba del mundo y le oímos sólo decir: "Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte". Es un personaje que preludia figuras de Kafka y de Beckett. El monólogo de Marlow sólo nos ha conducido hasta un personaje que va a descubrirnos que hemos leído la novela para viajar hacia una revelación final que, tal vez por intuirla horrible, preferíamos demorar leyendo escenas banales, y que en efecto va a dejarnos ante a un hombre extraordinario, Kurtz, enfrentado a la tiniebla que encierra su propio ser, incapaz de decir algo más que esto acerca de la verdad última de nuestro mundo: "¡Ah, el horror! ¡El horror!".
2. El monólogo de Marlow se inicia al dejar atrás el puerto de Londres, donde hacia el oeste puede verse que el lugar de la monstruosa ciudad está aún señalado siniestramente en el cielo: es una leve tiniebla bajo el Sol, un resplandor cárdeno bajo las estrellas. Oímos entonces la célebre frase inaugural de la historia:
-Y también éste ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.
Se nos dice de Marlow que de entre todos los viajeros era el único que "aún seguía el mar". A propósito de esto, resulta curioso observar cómo se ha instalado el tópico de que Conrad fue un escritor de historias de acción y de aventuras marítimas cuando en realidad está comprobado que detestaba la acción y el mar. Su colega Saint-John Perse nos dejó estos datos sobre Conrad: "No le gustaba el mar -vivía 42 millas tierra adentro-, pero sí el hombre contra el mar, y los barcos, y nunca me entendió cuando le hablé del mar en sí".
Su amigo Bertrand Russell previó la resistencia al tiempo de "la terrible historia titulada Corazón de las tinieblas, en la que un idealista un tanto débil es empujado hacia la locura por el horror de la selva tropical y la soledad entre salvajes". Lo conjeturó con indudable acierto Russell, que consideraba que esa narración era la que expresaba de manera más completa la filosofía de la vida de Conrad -la vida tomada como una navegación río Congo abajo-, una filosofía que consideraba el mundo civilizado como un peligroso paseo sobre una tenue corteza de lava apenas enfriada que en cualquier instante podía romperse y hacer que el incauto se hundiese en un abismo de fuego. Esa conciencia de las diversas formas de apasionada demencia a que se sienten inclinados los hombres era la que le daba a Conrad, según su amigo Russell, una creencia tan profunda en la importancia de la disciplina.
Últimamente, por cierto, dedico tiempo al estudio del diverso sentido de la disciplina que tienen personas -próximas o lejanas- que me interesan. En el caso de Conrad puedo decir que en materia de disciplina no fue precisamente moderno, pues ni consideraba que había que apartarla por innecesaria (las horribles versiones progres surgidas de Rousseau) ni que hubiera que pensarla como esencialmente impuesta desde afuera (el no menos horrible autoritarismo).
Conrad se adhería a la tradición más antigua, según la cual la disciplina debe proceder de dentro. Es una fuerza mental, que emite nuestro propio genio del lugar, el genius loci, nosotros mismos. El hombre no se libera dando libertad a sus impulsos y mostrándose casual e incontrolado, sino sometiendo la fuerza de su naturaleza a una idea del espíritu y a un proyecto dominante, a un férreo código mental que sepa cancelar su libertad más salvaje y situarle en la corriente, río abajo, de una vida disciplinada y, a ser posible, gracias a los designios interiores del genio del lugar, moderadamente sublime.
El País/18-11-07
Enllaços:Joseph Conrad (1857-1924). Wikipedia
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